[¿cómo editar?] | [source]

Un alma al desnudo

Ahora iban y venían indiferentes a la oscuridad de abajo y a las estrellas altas. Una fragancia grasienta brotaba de la vegetación humedecida por el rocío de la noche y parecía ascender hasta arriba para velar el cenit de una tenue vaporización de ceniza. Barsut dijo:

—Volviendo a la conversación de ayer, como le decía, me creo extraordinariamente hermoso.

Apartando por décima vez la rama de un sauce que le cruzaba el pecho al llegar al recodo del camino, insistió:

—Cuando menos, fotogénico. Esto en boca de otro sería una estupidez; en cambio yo tengo derecho a pensarlo. Además, dicha creencia ha modificado profundamente mi vida. Sé que con usted puedo hablar, porque lo creen loco…

Ergueta encendió pensativamente un cigarrillo; la lumbrarada de fósforo descubrió su hosco perfil amarillento. La sombra de Barsut saltó hasta el tronco de un álamo; se apagó la cerilla y relumbró el ascua del pitillo. Sin intentar defenderse, arguyó:

—Cuando conozcan mi obra, no creerán que estoy loco.

Barsut se encogió de hombros.

—A mí no me interesa que usted sea loco o no. El Astrólogo en estos momentos posiblemente estudia el proyecto de Erdosain para fabricar gases. ¿Es menos loco que usted el Astrólogo? No, ¿y entonces?… Sin embargo… Pero, volviendo a lo mío, la creencia de que soy extraordinariamente hermoso ha modificado mi vida substancialmente.

Apartó la rama del sauce con un golpe de brazo, y continuó:

—Ha modificado mi vida, porque ha hecho que yo me coloque frente a los demás en la actitud de un comediante. Muchas veces he fingido estar borracho entre mis amigos y no lo estaba; exageraba los efectos del vino para observar el efecto de mi presunta embriaguez sobre ellos. ¿No le parece que puedo ser actor de cine?

Ergueta no respondió. Barsut se tomó las manos por las espaldas y continuó:

—Siempre estoy en comediante. Indiferentemente de los sucesos que me ocurren. Como le decía ayer: A Erdosain lo castigué en frío para ver si yo podía hacer la parte de amante burlado. Luego me arrodillé ante él, pensando: “¡Qué efecto magnífico en cine hincarse frente al hombre que hemos golpeado!”. Incluso le hice creer que me desesperaba la angustia. ¿Qué me importa a mí la verdad? ¿Para qué sirve la verdad? A mí la verdad me importa un pepino. Me he analizado lo suficiente para comprender que soy una naturaleza grosera y cínica. Lo único que me interesan son las comedias. Soy capaz de representar el papel del hombre más desesperado. Se me llenan los ojos de lágrimas, las mejillas se me enrojecen, los ojos me centellean, y por dentro me estoy burlando del que me contempla emocionado. A Erdosain lo visitaba, y mientras estaba frente a él representaba al hombre taciturno, acosado por un destino siniestro. ¡Y el infeliz se lo creía! 

»Cierto es que experimentaba cierta voluptuosidad… Hay en mí algo que no me explico con claridad, y es la malignidad que se apodera de mis sentidos cuando hago una comedia. El alma me parece entonces que anda por la cresta de una nube. Los nervios se me ponen tirantes. Me encuentro en la misma situación de un individuo que cruza un abismo por un puente de alambre. La misma sensación la he observado, porque un artista tiene que observarse, cuando estoy divirtiéndome a costa de alguien. Le juro, Ergueta, que he representado las comedias más absurdas. Hay momentos en que me resulta imposible discernir en mi vida la parte de comedia de la que no lo es. 

»Todo esto no sería nada si mis sentimientos fueran buenos, honestos… Pero no: lo grave es que, junto al farsante, se encuentra la personalidad del hombre maligno. Vea, tenía yo dos amigos que se detestaban mutuamente. Pues, a uno le hablaba bien del otro, y viceversa. Si escucho que dos discuten, atizo la discusión. No me importa quién tenga razón; lo que me interesa es movilizar pasiones. Cuanto más bajas, mejor. Muchos padecen porque dicen que buscan la verdad. Frente a esos cretinos me coloco en su mismo lugar. ¿Usted cree que es cierto lo de la hija de la espiritista? No. ¿Y lo del fantasma de la escoba? No; son todas historias que les cuento a los demás para representar el papel de hombre al margen de la locura. ¡No se imagina lo que me divertí con ciertas personas que me recomendaban procedimientos higiénicos para evitar la neurosis! ¿Qué opina usted de todo esto?

Entre la ríspida horqueta de un duraznero tiemblan las cinco agujas azules de una estrella. Ergueta se acuerda involuntariamente de un caballo ciego que en una chacra hacía girar una noria entre soledades de orégano y lechuga, y contesta a la pregunta de Barsut:

—Hay un versículo en el Deuteronomio, capítulo 13, que dice: “No darás oído a las palabras de tal soñador de sueños”. Y más adelante, el profeta ha escrito: “Y el tal soñador de sueños ha de ser muerto”.

Barsut repone:

—Son frases. En mí se encuentra también el alma del soñador capaz de vestirse con el traje de arpillera y pasearse con una latita en la mano para pedir limosna por Flores, como me recomendaba el Astrólogo. ¿No me cree usted capaz?

—Sí.

—¿Y eso no constituye originalidad? 

—No.

—¿Por qué?

—Hay en San Lucas una parábola de Jesús, dirigida a escribas y fariseos, que dice: “Nadie mete remiendo de paño nuevo en vestido viejo”. Y también: “Nadie echa vino nuevo en cueros viejos”. ¿Qué haría un alma empedernida en la abominación, metida en un burdo sayal? Ironizar la gracia que Dios concede a los santos y a los inocentes.

—Es posible… Sin embargo, vea, a usted puedo contarle todo. Usted es uno de esos tipos con quien uno destapa su cloaca. Es cierto, se les puede decir todo. Creo que me voy a confesar. Soy envidioso. No se asombre. Me gusta mentir. Cuando tengo un amigo, le ayudo a ser vicioso. Todos mis pocos amigos son viciosos. Me gusta perseguir a la vida y martirizarla. He encontrado hombres a quienes una palabra afectuosa mía los hubiera ayudado extraordinariamente… Pues bien, alevosamente, me guardé la palabra afectuosa. Una palabra afectuosa no cuesta nada, ¿no? Pues no la dije. Tenía un amigo que de buena fe se creía un genio; despacio, le he destruido la fe que tenía en sí mismo. 

»He tropezado, raramente, con individuos de mirada penetrante que localizaban en mí los vicios que escondía, y no sé por qué, animados de una estúpida piedad, trataban de aconsejarme. ¡No se imagina usted lo que me he divertido subterráneamente escuchándolos, haciéndolos hablar horas y horas, hasta fingir que me emocionaba con sus observaciones! Ellos disertaban al estilo de pedantes de la moral, y yo inclinaba el rostro y los ojos se me llenaban de lágrimas. ¿Quiere creer que uno de esos imbéciles llegó a besarme las manos? Su orgullo necesitaba esa expansión frente a mi remordimiento. Interiormente, yo me burlaba de él. Mi conducta era dejar llegar las cosas hasta cierto punto; luego un día, bruscamente, cortaba todo consejo con una grosería irónica, inesperada y ofensiva.

Se inclinó para arrancar del suelo un manojo de tallos verdes con los que se golpeó las pantorrillas; luego, apretando con los dedos el codo del brazo derecho de Ergueta ―que, adivinaba, volvía el rostro hacia él en la oscuridad―, insistió casi agresivo:

—¡Hay que ver cómo se ponían los burlados! Y no crea que es de ayer o anteayer esto. Hace muchos años que llevo una vida igual. Ahora tengo veinticinco… Pues, desde los diecisiete años que represento comedias. A veces en mi casa hacía cosas como ésta: me subía a la mesa, y me quedaba sentado como un Buda, en cuclillas, dos o tres horas. Un día la patrona de la pensión se asustó. Me dijo que tendría que pedirme la pieza si se me ocurría seguir sustituyendo la mesa por el sofá. ¿Podía hacer otra cosa que reírme? Más que comediante, soy un canalla. Es cierto, un canalla y un bufón; pero, ¿los otros son mejores que yo? ¡Dios mío! No es que me compadezca de mí, no… Pero vea: un día tuve la ocurrencia de enamorarme. Por cínico que sea, aquí está el error de la gente en creer que un cínico no puede enamorarse; yo me enamoré. Me enamoré en serio de una chiquilla. Ella tenía catorce años… No se ría…

—Yo no me río…

Barsut apartó nuevamente la rama de sauce que le cortaba el pecho al llegar al recodo del camino. Un segmento de aluminio bronceado despuntaba sobre la cúpula de los eucaliptos. Barsut contempló pensativo las alturas. Entre la Vía Láctea mediaban callejones tan profundos como los que se desploman ante los escalonamientos perpendiculares de los rascacielos vistos a vuelo de aeroplano.

Continuó grave, confidencial:

—Pensaba casarme con ella. Le di lo mejor de mí mismo, si algo bueno llevaba en mí mismo. Es difícil dar lo mejor de uno mismo, y con generosidad. Bueno, yo lo di. Pureza, ensueño, pasión. No crea que le hablo en personaje cinematográfico. No. Si hubiera luz y usted me pudiera ver la cara, efectuaría la comedia. En la oscuridad no hay objeto. A la luz, sí, porque no podría resistir al impulso de creerme frente a la máquina fotográfica. Así, no. Estamos en la oscuridad, y apenas nos vemos el brillo de los ojos. Bueno, ¿usted sabe qué salió diciéndome la chiquilla de catorce años, al cabo de tener relaciones conmigo durante dos años? ¿A que no se imagina? —se detuvo, tomándolo del brazo a Ergueta, e insistió—. ¿Puede imaginarse lo que me dijo la chiquilla de catorce años?… Pues me dijo que se había entregado a otro.

»¿No es horrible esto? Yo creí que me volvía loco. Así como lo oye. Durante un mes la bilis se me volcó en la sangre. Quedé amarillo como si me hubiera bañado en azafrán. Pues bien, ahora yo quiero triunfar, ¿sabe? La he visto una vez del brazo de otro. Quiero humillarla profundamente. No descansaré hasta alcanzar el máximum de altura. Es necesario que esa perra se encuentre con mi nombre en la ochava de todas las esquinas. Que la acose como un remordimiento. Pasaré, acuérdese, algún día frente a su casa levantando tierra con mi Rolls Royce, impasible como un Dios. La gente me señalará con la mano, diciendo: “¡Ése es Barsut, el artista Barsut; viene de Hollywood, es el amante de Greta Garbo!”

Irónico, repone Ergueta:

—Cuando una mujer quiere hacer una señal con la mano, no falta un hombre que le ofrece su Rolls Royce. Es muy duro, amigo mío, dar coces contra el aguijón. Usted es un empedernido pecador. Y está escrito: “Por su propio furor son consumidos”. Para ellos, de los cuales uno es usted, el profeta escribió: “De día se topan con las tinieblas, y en mitad del día andan a tientas como de noche”.

Je m’en fiche. Además, si hay una tiniebla que ya lo ha ensuciado todo en mí, es ella.

Ergueta guiña el párpado y se echa a reír:

—¡Qué lindas mentiras inventa usted! Nadie ensucia a nadie. Además, ¿para qué quería casarse usted con una criatura de catorce años? ¿Para limpiarla de todo pecado, o para terminar de ensuciarla? Ojo, compañero. Yo leo la Biblia, pero no soy ningún gil. ¿Era casto usted cuando la pretendía a ella?

—No…

—Y entonces, ¿a qué hace tanto aspaviento?

Llega de la distancia el apagado graznido de un claxon. El ladrar de los perros se amortigua. La luna filtra a través de los árboles cenicientas barras de plata. Barsut se ha hecho atrás, y vacilante repone: 

—¿Sabe que tiene razón? Posiblemente… Déjeme pensar… ¿A ver? Posiblemente yo la odiara por el poder que ella ejercía sobre mí. Vea, ¿quiere que le sea sincero, pero sincero de verdad? Cuando ella me confesó que se había entregado a otro, yo la escuché sonriendo. Sentí en mi interior que no se me importaba nada lo sucedido. Pero cuando analicé lo que significaba esa indiferencia respecto a su pecado…, recién entonces empecé a odiarla. Si hubiera podido quemarla viva, la hubiera quemado.

Ergueta se ríe silenciosamente:

—Usted no la hubiera quemado viva a ella, ni aun a su retrato. Lo que pasa es que le gustan las palabras de efecto. Usted ha hecho lo que hacen todas las almas vulgares. Queriéndola mucho, empezó a odiarla.

—Y un alma superior, ¿qué hubiera hecho?

—La hubiera borrado inmediatamente de su interior. El alma superior tiene esa característica. Además, ¿para qué quería casarse? El Buda ha dicho una palabra muy sabia: “Todo hogar es un rincón de basura”. Y el Príncipe no se refería a la casa de un pobrecito como usted o yo; no, el Príncipe se refería a hogares de altos encumbrados como él.

—Ergueta, déjeme del Buda. Yo soy un hombre que come, vive y duerme. El Buda podía decir lo que quería. Nadie se lo prohibía. Yo soy un hombre de carne y hueso. Tengo corazón, tengo riñones, pulmones. Todo mi cuerpo pide felicidad. Los sucesos humanos no se pueden arreglar con frases. No son como las películas, que un técnico revisa y deja de ellas lo que está estrictamente bien. Yo soy un hombre de carne y hueso. Con necesidades y principios. Mi drama, le estoy hablando de mi drama. ¿Qué importa que yo sea un cínico o un malvado? 

»El Astrólogo insiste en que debo transformar mi vida. Pongamos por caso que escuche los consejos del Astrólogo. Que con mis propias manos me confeccione un traje de arpillera, y que con una latita vaya por la plaza de Flores y pida limosna y junte mi comida en los cajones de basura. Y que me arrodille en la esquina del café Paulista y me golpee el pecho con las manos.

—¿El Astrólogo dijo eso?

—Sí.

Caviló un instante Ergueta:

—Me alegro que el Astrólogo le haya dicho eso. El Astrólogo tiene una intuición de la Verdad. No está todavía bien encaminado, pero atisba. Han llegado los tiempos, pero el Astrólogo debe haber sacado del libro de Jeremías lo del traje de arpillera. Claro… En el libro de Jeremías está escrito: “Por esto vestíos de saco, endechad y aullad, porque la ira de Jehová no se ha apartado de vosotros”. ¿Así que el Astrólogo le dijo eso?

—Sí; él cree que con esa conducta puedo transformar mi vida. Lo cual es absurdo. Mi sufrimiento proviene de ser como son los otros. ¿O usted cree que soy el único simulador que da vueltas por allí? No, hombre. Bufones, comediantes envidiosos como yo los hay a millares en esta ciudad. No sé si las ciudades del mundo se parecerán a Buenos Aires. Hablo de lo que conozco. Supóngase que me arrodillara en la esquina del café Paulista. ¿Qué pasaría? Me meterían preso.

—O lo llevarían al manicomio, como a mí —rezongó Ergueta.

Barsut prosiguió:

—¡Si yo supiera que las mujeres se impresionarían con mi conducta!… Pero qué, ¿las mujeres? Apariencias, apariencias. Vestidos que se mueven. ¿Qué hago yo entonces? Entregarse a. las mujeres no se puede. Por ese lado, el problema no se resuelve. ¿Qué camino seguir? ¿Qué me queda de hacer? Irme a Norteamérica. Enrolarme en el cine. Estoy seguro que en el cine parlante tendría éxito, porque mi voz está bien timbrada. En realidad, cuando mis ilusiones se las comunico a otros es para hacerlos sufrir. Hay gente que sufre cuando descubre posibilidades de éxito en sus prójimos. Hay otros tan envidiosos, que a uno no le perdonan ni que sueñe disparates. 

»Yo he visto amigos míos que se ponían pálidos cuando les hablaba del cine. Les decía que un drama parlante sería de perlas para mí. Se titularía “El barquero de Venecia”. Yo iría en una góndola, remando por un canal, descubiertos los brazos y coronado de flores. Una luna de plata cubriría de lentejuelas anaranjadas el agua negra de los canales. Bajo un balcón del Puente de los Suspiros cantaría una barcarola. Claro está que para eso estudiaría canto. Al cantar bajo el puente se abriría una ventana, saltaría a mi góndola una marquesita, y arrancándome las rosas que me cubrían el pecho, me clavaría un estilete en el corazón. 

»Hubo uno que perdió las ganas de dormir el día que le conté ese sueño. ¿Se da cuenta usted, Ergueta, qué profunda es la perversidad humana? Aborrece hasta las quimeras que lo distraen a un desdichado. ¿Qué pasaría si esos sueños se realizaran? No sé. Posiblemente, de poder matarlo a uno, lo matarían. ¿Puede vivirse así? Dígame sinceramente: ¿se puede vivir de esa manera? No es posible. 

»Vea, Ergueta: usted no sé qué vida ha hecho. Usted es bueno y malo, pero en el fondo es un macho. Y un macho está bien plantado en cualquier parte. Pero no conoce a la gente que conozco yo, los perversos y endemoniados de café. Mire: cuando el Astrólogo me despojó de mi dinero, sentí una gran alegría. ¿Sabe por qué? Pues porque me dije: ahora he quedado en la miseria. Ahora tendré que trabajar para triunfar. Lucharé como una fiera, pero saldré con la mía. Todos antes del triunfo tienen características de locos, como todas las mujeres antes de parir son deformes de vientre. Ahora lo que pasa, es que mi sueño de grandeza no me produce alegría. Soy un genio triste. A veces observo mi aburrimiento con tanta meticulosidad, como podría verse el interior del vientre un hombre que tuviera la piel de cristal.

Ergueta contempla una estrella, gruesa, en la altura, como un nardo de oro.

—Es que está escrito: “El camino de los impíos es como la oscuridad; no saben en qué tropiezan”. Está escrito: “También me reiré en vuestra calamidad, y me burlaré cuando os viniere lo que teméis”. Hay que buscar a Dios, amigo Barsut. Se lo dice un hombre que…

Barsut, sordo para lo que no fuera su pensamiento, continúa:

—¿Y si los otros fueran mejores que uno? Entonces el problema se resolvería fácilmente. Alguien me dijo que me casara. Sí, pienso casarme, pero será con Greta Garbo. Me gusta esa mujer. Para eso tengo que ir a Estados Unidos, triunfar allí… Vea, hasta tengo hecho el cálculo. Un año para triunfar, otro año para conquistarla… Dentro de dos años, estimado Ergueta, usted profetizará por las esquinas vestido de arpillera, con una latita en la mano. La gente, en redor suyo, abrirá la boca frente a los textos que cite de las Escrituras; de pronto, yo me detengo en un Rolls Royce, el lacayo abre la puerta, y baja Greta Garbo tomada de mi brazo. Y yo le digo: “¿Ves?… Ese es mi amigo Ergueta, con quien conversé una noche cuando estaba secuestrado”. Y lo llevamos a usted a Estados Unidos…

Llamó una voz ronca:

—Barsut.

Por el camino avanzó una sombra. De la tierra se desprendió un acolchado sonido de pasos. Barsut distinguió al Astrólogo, y tomándolo del brazo a Ergueta le dijo, temeroso:

—Por favor, ni una palabra con él.

En el fondo de una cantera vegetal, agrisada por la luna, se recortó inmensa la estatura del Astrólogo. Adivinándolo a Ergueta, saludó en la oscuridad: 

—Buenas noches, Ergueta. Disculpe que lo interrumpa. ¿Me permite un momento al amigo Barsut? 

—¿Me necesita usted?

—Sí, Barsut; venga. Tengo que darle una buena noticia.

Ergueta quedó nuevamente solo bajo la higuera. Observó a los dos hombres que se fundían entre los árboles, y murmuró:

—Señor, ¡cuánta verdad hay en tus palabras: “El camino del hombre perverso es torcido y extraño”! Torcido y extraño… ¡Parece que hubieras previsto todos los movimientos del alma en la noche de los siglos, Señor!

Y Ergueta se hincó sobre el pasto. Juntó las manos sobre el pecho y comenzó a orar.

La luna caía en barra de plata sobre su espalda encorvada.