“La buena noticia”
La lámpara del escritorio estaba encendida cuando entraron. El Astrólogo le señaló a Barsut el sillón forrado de terciopelo verde, y éste, sentándose, aguardó en actitud de expectativa mientras que el otro se dirigía al armario. De allí, el Astrólogo sacó un paquete cuya envoltura de diario arrojó al suelo. Barsut observó que eran fajos de dinero. Simultáneamente, el Astrólogo echó mano al bolsillo trasero del pantalón, extrajo una gruesa pistola de calibre 40 y paquete y pistola los colocó sobre el escritorio, frente a Barsut ―que lo miraba asombrado―, y dijo:
—Sírvase. Aquí están sus dieciocho mil pesos. Usted queda libre de ayudarme o de irse por su propia voluntad. Tiene cinco minutos para pensarlo. El revólver es para que usted vea que no le he tendido ninguna celada. Voy arriba. Dentro de cinco minutos bajaré a recibir su contestación. Si antes de los cinco minutos ha resuelto irse, puede salir.
Y sin mirarlo le dio la espalda, salió al pasillo y Barsut escuchó sus pesados pasos en los tramos de la escalera que conducía al desván de los fantoches.
Quedó solo Barsut. Diez mil voces interiores gritaban en él:
—¿Pero será posible esto? ¿Será posible?… ¡Norteamérica!…
Se inclinó ávidamente sobre el paquete. Dejó el dinero, y tomando la pistola hizo correr el cierre en la culata del mango. Extrajo a medias el cargador. Por los agujeros de la vaina distinguió la redondez de bronce de las cápsulas. Cerró la culata, y depositando el arma sobre la mesa cogió con las dos manos los extremos del paquete. Dos pequeños fajos estaban compuestos de billetes de diez pesos; otro con cincuenta papeles de cincuenta, y el resto de la suma completado por billetes de cien pesos. Sin mirar en derredor comenzó a contar las puntas de los papeles de cien pesos. Una idea cruzó vertiginosa por su mente.
—¿No será el “paco mocho” éste?
Rompió los fajos. Desparramó el dinero. ¡No!… ¡Qué equivocado estaba! Aquello no era el “paco mocho”. La luz centelleaba frente a sus ojos como un Niágara incandescente. La voz interior repetía:
—¡Hollywood.!… ¡Hollywood!
Rápidamente, dedujo:
—Ese bandido ha vendido la farmacia de Ergueta. Para que no lo denuncie… Ahora me explico las venidas de Hipólita. La postergación de la reunión del miércoles. Veintitrés, veinticuatro, veinticinco. ¡Hollywood!… veintiséis… ¡Hipólita ha desvalijado al marido!… veintisiete…
Súbitamente, Barsut se estremece. Una corriente de frío nervioso le eriza el vello de la espalda, descargándose como un chorro de agua fría por la piel de su cabeza. Inexplicablemente lo ataca el miedo. Lentísimamente levanta los párpados. En la hendidura negra que deja la puerta hacia el recibimiento por donde salió el Astrólogo, distingue una nariz amarilla y el abrillantado vértice de un ojo.
La puerta se abre insensiblemente, descubriendo cada vez más en la franja perpendicular de fondo negro el relieve amarillo de una frente abultada. Los ojos subrayados por la línea negra de las cejas miran fijamente, mientras que los labios contraídos como los de un perro que amenaza mordisco dejan ver la hilera de los dientes brillantes.
Es el hombre que vio a la partera. Su cabeza se agazapa entre la defensa de los hombros levantados. El puño derecho de Bromberg esgrime en ángulo recto un cuchillo de hoja ancha, horizontal a su mano.
El hombre que vio a la partera lo está acechando. Pero si el Astrólogo le ha tendido una emboscada, ¿por qué le dejó la pistola? Barsut observa, semihipnotizado.
Bromberg no mira el dinero. Sus pupilas brillantes se clavan oblicuamente en un punto del muro. Sin embargo, a la altura de su ingle, la cuchilla se pone cada vez más horizontal.
Barsut mira.
Del cuerpo que resbala insensiblemente hacia él sólo le son visibles unas cejas abultadas sobre dos ojos incoherentes. A medida que el rostro chato se aproxima más en el vacío, una debilidad terrible se apodera de sus brazos. Sabe que va a morir. No puede moverse. Se ha olvidado totalmente de la fuerza que almacena la estatura de su cuerpo. Su voluntad sólo subsiste para mirar el rostro amarillo y chato, empotrado en la gruesa garganta venosa. El asesino, en mangas de camiseta y descalzo, empuja lentísimamente la puerta. Sus pies están aún en el pasillo, mientras que su busto parece alargarse elásticamente al interior del cuarto.
—Pasaron tres minutos —grita estentóreo el Astrólogo.
La llamada del Astrólogo resbala sobre la impasibilidad de Bromberg. Éste avanza sin separar la planta de los pies del piso. Bajo la piel de Barsut los músculos se contraen tan bruscamente, que un dolor, candente como un latigazo de fuego, relampaguea a través de sus brazos.
Vertiginosamente estira una mano, sin levantarse del asiento, esgrime temblando frente a su pecho la pistola y apretando fuertemente los párpados, ciego, aprieta el gatillo, una, dos, tres, cuatro, cinco, seis veces… Las explosiones se suceden con monorritmo mecánico. Aprieta nuevamente el gatillo y el percutor golpea en el vacío. Entre cada estampido Barsut esperaba sentir entrar en su vientre la fría hoja de la cuchilla. Un olor nauseabundo lo envuelve en una neblina blanca; alguien grita en sus orejas: “¡Oh! ¡oh!”, y él se desploma sobre un pasamano del sillón forrado de terciopelo verde. Nuevamente alguien grita en sus oídos palabras distantes, lo sacuden por los brazos; no comprende nada ni quiere abrir los ojos. Al fin, venciendo su pesadez de plomo, despega los párpados. De espaldas, tieso, el Astrólogo con la punta del zapato empuja la cintura de Bromberg sobre los riñones. Éste, desplomado sobre un charco de sangre, se estremece con las piernas encogidas y la cabeza derrumbada sobre una sien, en el suelo.
Barsut respira dificultosamente. La atmósfera del cuarto está caliente como la de un horno, e impregnada por la deflagración de la pólvora, de un intenso olor a pedo seco.
El Astrólogo vuelve la cabeza, y mirándolo a Barsut le dice:
—De buena nos libramos. Me ha salvado la vida, amigo Barsut.
Barsut se levanta pesadamente, turbios los ojos verdes. Se restriega los brazos, y mirando la parte alta del rostro del Astrólogo dice con tono de semidormido:
—Parece que está herido… —y al mismo tiempo evita de mirar al caído.
El Astrólogo, enviserándose la frente con los dedos para mirar mejor a Bromberg, suelta una carcajada.
—¿Parece?… ¡Si las ha recibido todas en el cuerpo! ¿No ve que está muriéndose?
—Salgamos afuera. Me ahogo…
—Vamos. No le hará mal un poco de fresco…
El Astrólogo gira la llave de la lámpara y el cuarto queda a oscuras. Barsut, tambaleándose, llega hasta el rellano de la gradinata rodeada de palmeras, y se sienta en el primer escalón, la frente apoyada en una mano y el codo del brazo en la rodilla.
Alegremente locuaz comenta el Astrólogo:
—Esta vez Dios ha tenido en cuenta mi buena fe. Yo le dejé el revólver para que usted se sintiera más fuerte. Quería que tomara la resolución que más conviniera a sus intereses.
Se sienta en el escalón junto a Barsut y continúa:
—Desde esta mañana resolví dejarlo a usted en libertad de seguir el camino que sus sentimientos le inspiraran. El demonio, sólo el demonio puede sugerirle a uno semejantes ideas. Durante un minuto me tentó con este proyecto: sacarle la pólvora a las balas. ¿Por qué se me ocurrió esa idea? No sé. Pero tuve que hacer un gran esfuerzo para resistir semejante tentación. Debe haber sido el amor propio… ¡qué sé yo! Lo cierto es que si yo le he salvado la vida al gritarle: “han pasado tres minutos”, usted ha salvado la mía y la suya.
Barsut suda copiosamente, imperturbable:
—Mala cosa es pelear con un hombre armado de revólver, pero mucho peor que esa mala cosa es tener que hacerle frente a una fiera armada de cuchillo.
―Supongamos que yo bajara cuando usted gritaba al ser herido. ¿Qué podía hacer yo, que estaba desarmado? Realmente, usted ha evitado la carnicería.
—Tiré sin mirar.
—Mejor que mejor. Es la única forma de hacer blanco, en el que no maneja armas de fuego. Lo que no falla nunca es el instinto.
—¿Y ahora qué hacemos?
—¿Cómo qué hacemos? ¡Enterrarlo! Supongo que usted no pensará embalsamar a ese perro…
Ascendiendo por el espacio, la luna enfocaba ahora la gradinata donde conversaban los dos hombres. Desde allí, el crestado horizonte de árboles era un barroco relieve de negro humo sobre la loza azul del firmamento.
Barsut dijo:
—Bueno… Creo que con lo que ha pasado tiene usted suficiente, ¿no? Quiero irme.
—¿En qué piensa invertir ese dinero?
—No sé. Me iré a Estados Unidos.
—La idea no es mala. ¿Me guarda odio usted?
—Deseo irme cuanto antes de aquí.
—Perfectamente. Vaya a buscarse su dinero.
Entró Barsut, y el Astrólogo quedó solo en el rellano de la escalinata. Una expresión enigmática se pintaba en su rostro, grisáceo a la claridad lunar como una mongólica mascarilla de plomo.
Barsut salió, el dinero en una mano y la pistola en otra.
—Mis papeles de identidad están en la cochera.
El Astrólogo sonrió:
—Usted me habla, Barsut, como si temiera que yo me opusiera a su marcha. No, váyase tranquilo. Tengo mucho dinero a estas horas. Más del que se imagina.
Barsut no contestó palabra. Descendió de un salto la escalinata y se internó entre los árboles. No avanzó muchos pasos, cuando tuvo que detenerse y apoyar el brazo en un tronco. Un sudor frío brotaba de su cuerpo. Se contrajo sobre sí mismo y vomitó. Ya más aliviado, se dirigió a la cochera. No había nadie allí. Entró al cuarto donde había vivido días tan singulares, encendió la vela, se inclinó sobre su baúl, y de entre los pliegues de una camisa sucia retiró sus documentos de identidad. Luego salió.
Caminaba despacio entre los árboles, cuyas ramas apartaba con el canto de las manos. Al pasar oblicuamente por el sendero que se curvaba junto a una higuera, distinguió arrodillado sobre una alfombra de hojas secas al farmacéutico Ergueta. Éste, inclinada la cabeza, las manos recogidas sobre el pecho, oraba en silencio, con la espalda plateada por la luz de la luna.
Un desaliento infinito pasó por su vida. Durante un instante envidió la locura del iluminado; apuró el paso, y cuando llegó frente a la casa el Astrólogo no estaba ya en la gradinata.
Vaciló si iría a saludarlo o no; luego se encogió de hombros y continuó caminando. La portezuela de la quinta estaba abierta. Respiró profundamente y salió a la calle. La vida le pareció una gracia nueva.