Ergueta en Temperley
La ingenua alegría que disfrutaba Ergueta en el Hospicio de las Mercedes, divagando a su antojo entre dementes fáciles de entendederas, desapareció al ser retirado del hospicio por los trámites que efectuó Hipólita, secundada por el Astrólogo. Éste lo condujo a su quinta de Temperley.
Ocupaba Ergueta, en compañía de Barsut y Bromberg, una habitación sobre la cochera. Para dedicarse con mayor eficacia a sus especulaciones de carácter religioso, dormía durante el día. Por la noche estudiaba la Biblia, fortaleciéndose en los salmos de los profetas contra las tentaciones del mundo y las cobardías de su carne. Sabía que en breve tendría que arrostrar trabajos de predicación, pues éstos entraban en su plan después de la visita con que lo agraciara Jesucristo.
Al volcar su pensamiento a los tiempos que “había vivido pecando”, tenía la sensación que le habían ocurrido sucesos anormales; mas la sensación se debilitaba ahora, comparada con el desapego instantáneo que le sobrecogía cuando pensaba que estaba obligado a ponerse nuevamente en contacto con los hombres. De más está decir: Ergueta no experimentaba ninguna necesidad de abandonar la soledad de la quinta, que con su tupido follaje le parecía formar parte de una costa latina, donde tantos trabajos había padecido el apóstol Pablo.
Contaba más tarde Barsut que el “iluminado” no demostró ningún interés para enterarse de qué manera, en tan breves tiempos, habían acontecido en su vida cambios tan bruscos. Su atención vital estaba colocada en otra parte: en el peso que la Divinidad había descargado sobre sus hombros la noche de la revelación de Jesús, y lo extraordinario de la obra que ahora tenía que emprender para llevar al conocimiento de los hombres la “verdad revelada”.
Leía continuamente Los Hechos, deleitándose en los trabajos de Pablo y la atención que le prestaban los ciudadanos griegos, e indignándose contra las acechanzas de que le hacían víctima los judíos, sirios y macedonios. Los naufragios en tierras bárbaras y la predicación del antiguo gentil eran como un espejo donde él veía reflejarse sus trabajos futuros. En esta época no demostró deseos algunos de verla a Hipólita. Se refería a ella como a una desconocida. Alternaba su tiempo estudiando la Biblia y meditando entre los salvajes canteros de la quinta. El jueves a la tarde le dijo al hombre que vio a la partera:
—Tengo que salir a predicar. Hace varias noches he tenido una visión singular por lo simbólica y profética. Yo me encontraba en la azotea de la casa de gobierno, en compañía de un ángel amarillo. Este detalle es importante, porque lo amarillo es manifestación de peste, guerra, desolación y hambre. Sin embargo, a pesar de encontrarme en la azotea de un edificio tan alto, los techos de las casas no eran visibles. La ciudad íntegra estaba cubierta de agua azul. El agua no se movía, sino que estaba quieta hasta el horizonte. De pronto, del río comenzaron a saltar grandes pedruscos en el aire, y el ángel, mirándome, me dijo: “¿Ves?… Va a aparecer un nuevo continente”.
Bromberg entreabrió los ojos como platos, y dijo:
—Es posible que usted haya visto eso. Yo he estudiado las Escrituras, y tengo una interpretación nueva de la Nueva Iglesia de Jesús.
El farmacéutico giró torvamente su perfil de gavilán, y respondió casi envidioso:
—Todas ésas son pamplinas. ¿Qué sabe usted de la Nueva Iglesia?
El otro se alejó.
A Ergueta le irritaba ceder a los impulsos de su vanidad, confiando a extraños sus verdades tan caras. ¿Por qué comunicaba a los otros sus secretos? ¿No era aquélla una vanidad de falso profeta, que busca admiradores de su sabiduría? Además, a medida que estudiaba la vida de Pablo descubría curiosas singularidades entre su existencia y la del otro. Reproducía las peripecias que el apóstol había pasado en el mar al dirigirse a Creta en compañía del centurión Julio, su vigilante, como el judío Bromberg lo era de él. Y se decía:
—¿Qué es lo que me falta para parecerme a Pablo? Él fue iluminado en el camino a Damasco, yo en el Hospicio de las Mercedes. El estuvo prisionero en Cesárea, yo lo estoy aquí, en Temperley. A él lo interrogó Agripa, rodeado de sutiles rabinos, y a mí, el director de un manicomio, rodeado de médicos y letrados soberbios que no conocen una palabra de las Sagradas Escrituras…
No podía menos de sentirse edificado y agradecido a la Providencia, que de tal manera lo singularizaba entre sus semejantes.
La lectura de los naufragios del apóstol en costas ásperas y duras, pobladas de hombres barbudos e idólatras, encendía su recogimiento. Después de meditar los capítulos de los Hechos, las noches silenciosas e inmensas de la antigüedad romana entraban a sus ojos. Comprendía la sequedad de los desiertos judaicos, donde otros profetas sucios como porqueros realizaban trabajos de profecía, y nada asemejaba al goce que experimentaba a aquel que cuando se contemplaba en un arenal, predicando a hombres y mujeres vestidos con traje de calle, de la proximidad de un cataclismo que oscurecería el confín del mundo, y del advenimiento del día del juicio postrero.
Incluso gozaba en andar en alpargatas, pues pensaba que era más lícito a un predestinado a la profecía el usar alpargatas que calzar botines. Le constaba que los hombres del Viejo y Nuevo Testamento se alimentaban de langostas resecas y andaban descalzos, de manera que su sacrificio actual era nimio. Pequeño placer que se sumaba a la indulgencia y felicidad que le proporcionaba el secreto de su actividad.
Dormía poco. De noche bajaba al jardín, y arrastrando sus zapatillas en los caminos húmedos de rocío pensaba largamente. Los canteros y la hojarasca animaban con manchas de betún la oscuridad menos densa, semejantes al ganado dormido. A Ergueta le parecía abrirse espacio entre cortinas de silencio; más atrás dormían los hombres sacudidos por pasiones terrestres, y él, al pensar en su fortaleza y en las palabras que Jesús le había comunicado, levantaba lentamente los ojos a las estrellas, impregnado de agradecimiento.
A veces despertaba de un ensueño, rodeado de un círculo de sapos. Los astros en la altura cavernosa movían sus párpados de plata. El vertiginoso petardeo de un automóvil cruzaba el camino; luego el silencio tornábase más profundo, y él retornaba a evocar la figura de Pablo predicando en Éfeso, rodeado de ancianos, de amarillo cráneo y larga barba. Los sapos se alejaban con pesados saltos en torno de él y Ergueta, cayendo de rodillas, juntaba sus manos sobre el pecho y rezaba silenciosamente.
—¿Qué es lo que tengo que hacer, Señor? Ya ves, he renunciado a mi mujer, a mis bienes, a todo. ¿Qué es lo que debo hacer? ¿No ha llegado para mí la hora de predicar todavía?
Otras veces pensaba que su misión debía comenzar comentando la palabra divina en los parajes de perdición. Entraría a cualquier cabaret de la calle Corrientes, y como aquélla era gente poco familiarizada con el lenguaje de las Escrituras, les diría así:
—¿Saben a qué vino Jesús a la tierra? A salvar a los turros, a las grelas, a los chorros, a los fiocas. El vino porque tuvo lástima de toda esa “tuerza” que perdía su alma entre copetín y copetín. ¿Saben ustedes quién era el profeta Pablo? Un tira, un perro, como son los de Orden Social. Si yo les hablo a ustedes en este idioma ranero es porque me gusta… Me gusta como chamuyan los pobres, los humildes, los que yugan. A Jesús también le daban lástima las reas. ¿Quién era Magdalena? Una yiranta. Nada más. ¿Qué importan las palabras? Lo que interesa es el contenido. El alma triste de las palabras; eso es lo que interesa, reos.
El hombre que vio a la partera buscaba tenazmente la compañía de Ergueta. Se burlaba de él, porque envidiaba su sabiduría de los textos sagrados. Pero, de pronto, la admiración sucedía a la envidia, y la atmósfera agria que subsistía entre los dos hombres se evaporaba por un instante.
El viernes a la noche se entabló entre ellos el siguiente diálogo. Lo escuchó Barsut, que, sentado en el tronco de un árbol, cavilaba sus problemas.
Dijo Ergueta:
—Iré a la montaña a meditar treinta días, como Jesús. Es seguro que vendrá el Demonio a tentarme como fue a tentarlo al Hijo del Hombre, pero yo resistiré… Sí, resistiré, porque he renunciado a todo. Luego predicaré treinta días, y después moriré apedreado.
—Mas… ¿cómo se va a tratar en la montaña esa vieja blenorragia que tiene?
—¡Que me cure Dios!… Mí enfermedad es tan vieja ya, que sólo Dios puede curarme. Y en él confío. Y si no me cura, será prueba de que debo continuar sufriendo para purgar todos mis pecados.
Bromberg miró azoradamente en redor; luego, tragando saliva, repuso débilmente, casi con ansiedad:
—En ese caso, podría acompañarlo yo también a la montaña. Tendríamos cabras y gallinas; yo cuidaría la huerta mientras que usted estudiaba la Biblia.
Dijo, y quedóse mirando el azul negro del cielo, suavizado repentinamente en azul de agua. La cúpula de un eucalipto se teñía de acerada fosforescencia violeta. Ergueta objetó:
—La Biblia no se estudia. Se interpreta por gracia divina. ¿Y usted entiende de criar gallinas?
—Sí.
—¿Y cuántas necesitaríamos para vivir nosotros?
—Más o menos doscientas gallinas. Además, llevaríamos dos cerdos y una vaca; así tendríamos carne, leche y huevos. Si nos instaláramos cerca de un río, podemos pescar.
Ergueta guiñó un párpado y objetó:
—Sí, pero de esa manera no se va a la montaña ni al desierto a hacer penitencia. Los profetas vivían en la soledad de hierbas, langostas y raíces, y no en la opulencia.
Bromberg pasó ávidamente la lengua por sus labios resecos; luego, ansiosamente, repuso:
—Eso sucedía en los tiempos de Carlomagno. Hoy, un profeta puede alimentarse bien hasta que llegue el momento en que debe predicar. Además, Jesús no le ha dicho a usted que no se alimente decentemente.
—Sí, pero tampoco me ha mandado que me trate a cuerpo de rey. Por otra parte, este asunto carece de importancia. Eran los fariseos los que se detenían en tales detalles de práctica, que Jesús despreciaba. Nosotros meditaremos las Escrituras. Yo haré penitencia en alguna caverna.
Croaban dulcemente las ranas de un charco próximo, pero Ergueta no las escuchó, moviendo los brazos en lo oscuro. Bromberg se apartó dos pasos de él; luego, como si comunicara un secreto, reflexionó:
—De paso podríamos llevar una escopeta, un galgo y un aparato de radio. La música distrae mucho en la soledad de las montañas.
Ergueta se volvió, indignado:
—Perro asqueroso… ¿de quién te estás burlando? Yo iré a las montañas, pero no a convivir con un farsante. No llevaremos nada más que gallinas, y el único cerdo que hociqueará allí serás vos.
Bromberg respiró aliviado. Después de observar una nuez de plata flotando en la horqueta de un árbol, se humedeció los labios con la punta de la lengua:
—Cierto… Me estoy burlando de su conducta santa. ¿Y sabe por qué lo hago? Porque tengo un corazón vil, y quiero constatar si no es usted un vulgar embaucador.
—Mí conducta no es santa, ni nada que se parezca. ¿Quién te dijo que soy un santo? He pecado abundantemente, nada más. Luego Dios me llamó a su camino, y creyeron que estaba loco. Cierto es que mis procederes semejaban a un demente… Mas ¿cómo no asombrarse, frente a los prodigios de que fui testigo? ¿Te crees que estoy loco porque he regalado mis bienes a mi esposa, que puede estar a diez pasos de aquí durmiendo con otro hombre? No, imbécil. Ella es la Ramera bíblica, la Coja que aparece en los tiempos de tribulación. Le regalé mi fortuna para que se hundiera o para que se salvara. ¿Qué me importa a mí? Soy un discípulo de Cristo crucificado. Saldré mañana o pasado a pedir limosna por los caminos, como salió el Buda, que era hijo de reyes, y Jesús, que fue hijo de menestrales. ¿Te das cuenta? Me pondré un blusón y alpargatas, e iré por los caminos a predicar la vecindad de los días de sangre. Porque vienen tiempos terribles, judío cínico.
»Podés pasar ávidamente la lengua por tus labios para saborear el veneno que la envidia de Satanás engendra en tu estómago. ¡Los bienes, el oro, la plata! ¿Qué me importan a mí los bienes?, grotesco remedo del centurión Julio. Mi corazón rebosa de piedad por los hombres. Me queda, es cierto, este perfil de fiera; pero Jesús, que hurga dentro de las almas, sabe que las almas no consisten en un perfil. Han llegado los tiempos cruentos. Escuchá estas palabras terribles de Jeremías, profecía de hoy y para hoy: “Veo una olla que hierve, y su asa está de la parte del aquilón. Del aquilón se soltará el mal sobre todos los moradores de la tierra. Porque he aquí que yo convoco todas las familias del reino del aquilón…”
»¿Qué reponés, centurión Julio? El aquilón se desató ya sobre la tierra. Escuchá lo que dice Ezequiel: “Destrucción viene, y buscarán la paz y no la habrá”. Y esto otro: “El tiempo es venido, acércase el día; el que compra no se huelgue y el que venda no llore, porque la ira va a descargar sobre toda la multitud”. También esto es del profeta Ezequiel. Podés burlarte, pero la hora de tu fin está próxima; me lo dice el corazón.
Lo negro entre los árboles crepitaba de crujidos nocturnos. Resbalando en curva vertiginosa se sumergió tras un macizo de sombras de alquitrán un punto anaranjado.
—Yo no me burlo…
—Me importa un carajo que te burles o no. Yo hablo de Jesús, que limpiaba toda alma impura. Cuando Él miraba a los hombres, ellos se daban cuenta de que Él estaba detenido con sus ojos en el fondo plano de sus espíritus. Y como el albañil que raspa una pared y desgrana el cemento entre sus dedos, para saber qué proporción de cal y arena hay en la mezcla, él desgranaba entre sus dedos el secreto de los hombres y les decía en qué proporción estaban mezcladas en sus almas las arenas del deseo con la cal del pecado. Jesús era así. No dejó dicho todo lo que pensaba, porque los hombres no estaban preparados para ello. Vos sabés que poco o nada se sabe de su vida. Anduvo errante por los caminos. Allí conoció a ladrones de cabras y a mujeres que se acuestan con esclavos fugitivos. En esa época había esclavos. ¿Vos pensaste en la pena que sufriría su pobre corazón al verse tan solo entre gente que a cada momento esperaba el suplicio, la horca, la cruz, el látigo, el hierro candente? Decime francamente: ¿pensaste alguna vez en Jesús, en el Jesús ambulante, el Jesús linyera?
—No.
—¿Ves?… A todos ustedes les pasa lo mismo. Los curas hablan de un Jesús que está lejos del corazón humano, e insensiblemente la gente se aleja de Jesús. Pero Jesús era un hombre… Hablaba como hablo yo con vos. Iba por las calles de las aldeas, y de las puertas entreabiertas le llegaba el olor de los guisos, y veía a las mujeres que con los brazos desnudos ordeñaban sus cabras. Él estaba simultáneamente dentro de todas las cosas del mundo. Y nadie se daba cuenta de la inmensa misericordia que le hacía pararse al anochecer en los campos, junto a las fogatas de los pastores y bandidos. Porque vos sos también un bandido.
Bromberg se relamió ávidamente:
—No tengo ningún inconveniente en aceptar que soy un bandido, pero el problema no se resuelve faltándome el respeto a mí, sino diciéndose: ¿y si Dios no existe?
Y Bromberg fijó nuevamente la mirada en una altura que observara antes.
El violáceo que teñía la cúpula del eucalipto fue degradando en esmalte de plata azulada. La altura semejaba a una cúpula de aluminio. Rápidamente repuso Ergueta:
—Yo también lo pensé en otra época. Me decía: si Dios no existe, hay que guardar el secreto. ¿Qué sería de la tierra si los hombres supieran que Dios no existe? Nosotros no tenemos derecho a pensarlo. Cuántas veces Jesús debe haberse dicho, mientras comía un pedazo de pan a la orilla de una fogata, entre pastores silenciosos: “¿Y si Dios no existe?”. Él habrá pensado lo mismo que nosotros; pero oyendo las conversaciones de la gente, contemplando la infinitud del dolor humano, como quien se tira a un pozo sin fondo, Jesús se arrojó de cabeza a la idea de Dios.
—¿Y usted va a hablar así por las calles?
—No, no es en las calles donde están las fuerzas del mundo; es en los campos.
—¿Pero usted cree en Él?
—Desde el momento en que se piensa en Él con deleite, Él existe.
—¿De qué manera percibe usted su existencia?
—Mis fuerzas crecen, mi vida adquiere un sentido amplio, la muerte me resulta pueril; el dolor, irrisorio; la pobreza, un regalo…
—Bromberg —gritó una voz en lo oscuro.
Muequeó desdeñosamente Ergueta:
—Es el Astrólogo, ¿no?
Y el hombre que vio a la partera contestó, al tiempo que se alejaba:
—Sí, es él.
Ergueta quedó solo bajo la cúpula de una higuera. Entonces se le acercó Barsut, que había estado oyendo todo el diálogo, y dijo:
—Lo que ustedes hablaban es interesante.
Se encogió de hombros el otro y repuso:
—Bromberg es un endemoniado. Tras él anda un diablo pequeño y hediondo sugiriéndole ironías. El diablo pequeño menea su cola, y el alma de Bromberg se llena de escozor doloroso, tan doloroso que tiene que relamerse los labios como un perro para no quemarse en su veneno.
—Es posible…
Y echaron a caminar juntos, por el sendero de la quinta…