Trabajando en el proyecto
Erdosain ha vuelto de la calle con frío en el cuerpo y palpitaciones en las sienes. Se deja caer aniquilado en la cama, y cierra los ojos. Su alma tiene sueño. Casi siempre el que tiene sueño es el cuerpo, pero su alma también quisiera dormir ahora. Pierde la sensación del límite de sus miembros, y le parece que se disuelve en una neblina cuyo centro sensible es su cerebro. La neblina avanza oscura sobre el mundo como una nube de hollín, y Erdosain se acaricia la frente ardiente con una mano fría. Más piedad no podría sentir por una criatura extraña y desmantelada.
Se ha disuelto en el mundo. Atraviesa murallas, cubre extensiones de campo yermo, penetra en arrabales de casas de madera forradas de hojalata, salta sobre los rieles y los pasos de nivel, se disuelve lejos; a veces un farol de querosene ilumina un trozo de camino embaldosado de ladrillos, resbala como una nube, corta perpendiculares frialdades de arbolados, deja tras de sí los puentes pintados de minio y alquitrán, las fachadas iluminadas en las noches por reflectores bajos, los letreros de gases de aire liquido, y, cada vez que se detiene, una mano misteriosa le golpea la frente, un escalofrío le punza el corazón.
Retorna a su invisible martirio. ¿Qué importa que esté tendido en una cama y que sus párpados oculten sus ojos? Sin quererlo se ha disuelto en el mundo; cada partícula de ser viviente, cada techado, arroja en su sensibilidad la multiplicidad del misterio. Se dice que si el océano tuviera corazón, no podría padecer más que él. También se dijo: “Si yo hubiera estado condenado a caminar día y noche entre ciudades oscuras, en calles desconocidas, escuchando injurias de gente que nunca había tratado, no podría sufrir más”.
También se dijo: “He vivido como si alguien me llamara a cada momento desde distintos ángulos. Día y noche; día y noche. ¡Oh, Dios mío, qué importa el día y el sol oblicuo! Las mejillas me ardían como si tuviera una fiebre muy alta”.
Erdosain se aprieta la cara con las manos, de manera como si quisiera exprimir de su carne un grito que no puede articular su garganta. La angustia se cierne sobre él, semejante a las nubaredas de las grandes chimeneas en los cielos de los poblados industriales. Cuando piensa que su corazón puede estallar en fragmentos, un sentimiento de consuelo alivia su martirio. La muerte no es terrible. Es un descanso amoroso, tierno, mullido. Ahora sabe lo que es la muerte. Descansará siempre, y su carne se volatilizará en el silencio de la gusanera…
—¿Y el sol? —implora su alma—. ¿El sol de la noche?
Erdosain atisba en el misterio. Sabe perfectamente que existe una fiesta. La fiesta se desenvuelve silenciosamente en la superficie del sol de la noche.
¿Qué es el sol de la noche? No lo sabe, pero se encuentra en algún rincón de trayectoria helada, más allá de los planetas de color y de las vegetaciones retorcidas, de los árboles con deseo.
Crestas puntiagudas de ciudades modernas, cemento, hierro, cristal, enturbian un momento la quietud de Erdosain. Es el recuerdo terrestre. Pero él quiere escaparse de las prisiones de cemento, hierro y cristal, más cargadas que condensadores de cargas eléctricas. Las jazz-bands chillan y serruchan el aire de ozono de las grandes ciudades; son conciertos de monos humanos que se queman el trasero. Erdosain piensa con terror en las “cocottes” que ganan cinco mil dólares semanales, y en los hombres que tienen atravesados los maxilares por dolores tetánicos.
Erdosain quiere escaparse de la civilización; dormir en el sol de la noche, que gira siniestro y silencioso al final de un viaje, cuyos boletos vende la muerte. Se imagina con avidez una frescura nocturna, quizá cargada de rocío. Él podría avanzar llorando su terrible dolor, pedir clemencia. Quizás alguien en el confín del mundo lo recibiera, haciéndolo recostar en una alcoba oscura; dormitaría hasta que se le hubiera evaporado de las venas el veneno de la locura. Sería una casa grande aquélla, una única casa en el confín del mundo. Frente a la puerta, una mujer alta y fina, sin decir palabra, con un gesto lo invitaría a entrar. Nadie le preguntaría nada. Él se tendería en la cama a llorar, sin vergüenza alguna. Entonces podría llorar dos días con dos noches. Primero serían lágrimas lentas; se taparía la cabeza con la almohada y sollozaría fuertemente, y cuando tuviera en pecho la sensación de que los pulmones se le habían vaciado de sollozos, nuevamente lloraría. La mujer alta y fina permanecería de pie junto a la cama, mas no le diría una palabra.
Una tiniebla altísima guillotina el sueño de Erdosain. Es inútil. Las casas son terrestres, las mujeres altas y finas son terrestres, lámparas de cincuenta bujías iluminan todos los semblantes, y aún no ha sido fabricado el lecho de la compasión.
Como un cerdo que hociquea la empalizada de su pocilga para escapar del matadero, Erdosain golpea mentalmente cada leño de la empalizada espantosa del mundo, que aunque tiene leguas de circunferencia es más estrecha que el chiquero bestial. No puede escaparse. De un costado está la cárcel; del otro el manicomio.
Hay momentos que tiene ganas de emprenderla a martillazos con el muro de cemento de su habitación. A veces rechina los dientes; quisiera estar acurrucado junto al tope de una ametralladora. Barrería en abanico la ciudad. Caerían hombres, mujeres, niños. Él, en la culata de la ametralladora, sostendría suavemente la cinta de proyectiles.
Erdosain retrocede, como un hombre que agotó su fortuna en una ruleta que gira. Girará siempre… pero él no podrá poner allí, en el cuadro verde, un solo centavo. Todos podrían jugar a ganar o perder…; él no podrá jugar nunca más. Se agotó.
Por otros hombres, las mujeres se desvestirán despacio en sus cuartos, avanzando una sonrisa enrojecida; por otros hombres… Erdosain rechaza el pensamiento. Repentinamente ha envejecido; tiene mil años. Incluso las prostitutas más hediondas le guiñarán burlonamente un ojo, como diciéndole: “Se te puede enterrar, demonio”.
Erdosain salta de la cama, enciende la luz y se acerca a la mesa, diciendo en voz alta:
—Es mejor que trabaje en los gases.
Rápidamente recorre con la vista apuntes tomados en bibliotecas, y escribe:
«Dice el mariscal Foch: La guerra química se caracteriza por producir los efectos más terribles en los espacios más extendidos».
Remo paladea el concepto: «…los efectos más terribles en los espacios más extendidos…»
Ojea L’énigme du Rhin; luego va y viene en su cuarto. Repite lentamente: “En ataque de contra batería, 60 por ciento de Cruz Azul, 20 por ciento de Cruz Verde”. Sonríe lentamente.
Se ve situado en un paraje industrial. Junto a los montes de carbón y los tanques negros de petróleo, describen arco los rieles. Locomotoras con herrajes de bronce y chimeneas cónicas maniobran en las entrevías; hombres desnudos, con los brazos lubricados de aceite mineral, empujan vagonetas reventadas de cargas de piedra. Los puentes rechinan férreamente bajo la velocidad de los expresos que pasan, y los esclavos entran y salen de los galpones ennegrecidos de hollín. El espacio está reticulado de cruces triples con tirabuzones y redes de cables que desde todos los ángulos arrancan hacia la distancia. Erdosain observa. Prepara su sorpresa. De pronto, en la plataforma de una torre, junto a él, se ilumina verdosamente, como una ampolla de Crookes, un torpedo de cristal. La atmósfera se carga de estática, y de pronto, rectilínea, una descarga cónica de luz verde hace estallar los tirabuzones de porcelana. Una locomotora se levanta sobre sus ruedas delanteras, vacila una milésima de segundo, y estalla en tres distintas alturas de metal licuado. Erdosain, en su cabina de cristal plomo, gira suavemente el torpedo de cristal. Los rayos chocan en las piedras, y los cimientos de las viviendas estallan. Hasta llega a observar el detalle siguiente: en la proximidad de los rayos, los cabellos de una mujer se ponen verticales, mientras que el cuerpo se desmorona en cenizas.
—Más alto —murmura Erdosain―. Deje caer los rayos…
El torpedo de cristal hurga con sus rayos en los pulmones de la ciudad; Erdosain mira a lo lejos con un catalejo. Hacia el confín, verticales como murallas, onduladas como lienzos, avanzan nubes de gases. Silban los cilindros de acero puestos en hilera, y cada tres minutos una cortina más espesa de gas verdoso se levanta en tromba hacia la altura, se repliega sobre sí misma, y como gateando en los obstáculos del suelo se acerca con densa lentitud.
Erdosain escribe: «Mortandad en tropas no preparadas para el ataque del gas, 90 por ciento».
Una frase estalla en su cerebro: Barrio Norte. La frase se completa: Ataque a Barrio Norte. Se alarga: Ataque de gas a Barrio Norte.
Mira a un ángulo de su cuarto. Repite: Barrio Norte. Se le hacen visibles los criados en las puertas de los garajes conversando de la grandeza de sus amos. Un viento verde, amarillo, aparece en la entrada de la calle. La cortina sobrepasa las cornisas de los edificios. El aire se impregna de olor a hierba podrida. Los fámulos del corbatín abren ansiosamente las bocas. Súbitamente, uno respinga en el aire, y cayendo se encoge más bruscamente que si hubiera recibido un golpe en el estómago. La nube de gas verdulenco está sobre los criados. Otro se toma el vientre con las manos crispadas en violeta. Ruedan los cuerpos por el mosaico de la acera. Con los rostros aplastados en las baldosas se desquijarran en aspiración del aire que ya no existe. Hilos de sangre resbalan hacia el cordón de granito de la calle. La nube de gas se expande en los jardines sembrados de granza roja y palmeras africanas.
Erdosain se pone una mano en la oreja. En sus oídos resuenan lentos silbidos de dínamos; son zumbidos de usinas proletarias, elaborando toneladas de gas. Hombres embutidos en trajes de goma, con cascos de caucho y cristal, vigilan el manómetro de los compresores y los pirómetros de los catalizadores. Las tuberías de las refrigeradoras se cubren lentamente de un algodonoso polvillo glacial.
La fábrica de fosgeno es visible en los ojos de Erdosain. Tiene que concentrarse fuertemente para apartarse de esta imagen y continuar redactando, en un estilo que se le antoja enfático: «La disciplina del gas tiende a considerar a todo gaseado como un herido grave». Escribe enérgicamente, acentuando con inconsciente cargazón de tinta las curvas perpendiculares de las letras: «Tan importante es el empleo de gas, que el sesenta por ciento de los proyectiles que se fabricaban al final de la guerra estaban cargados de tóxico».
A momentos deja de redactar para tomarse con la palma de la mano el plano de la frente. Se siente afiebrado. Escrúpulos tardíos le remueven la conciencia. El secreto del gas. Los muertos. Caerán los hombres por la calle como moscas. ¿Quién puede detener el avance de la cortina de gas? Fosgeno. Nombres fulgurantes. Difenilcloroarsina.
¡Oh, los demonios, los demonios! Se aparta tambaleándose de la mesa, apaga la lámpara, y se tira con náuseas sobre el sofá. El mueble parece moverse lentamente como una mecedora.
Pasan las horas de la noche. La noche, su “castigo de Dios”, no lo deja dormir. Erdosain permanece con los ojos desencajados en la oscuridad. Preguntas y respuestas se entrecruzan en él. Se deja estar como una esponja mecida por el vaivén de esa misteriosa agua oscura que en la noche puede denominarse la vida centuplicada de los sentidos atentos.
Ha recorrido la gama de las posibilidades humanas y sabe, textualmente sabe, que no le queda nada que hacer. La vida es un bloque que tiene la consistencia del acero, a pesar de su movilidad. Él quiere horadar el cubo con una mechita de cerrajero… No es posible.
Erdosain se deja mecer, con los párpados muy abiertos. A veces mete la cabeza bajo la manta, y se queda acurrucado como un feto en su bolsa placentaria. A esa misma hora, millones de hombres como él están con las rodillas que se tocan y las piernas encogidas, y las manos recogidas sobre el pecho, semejantes a fetos en sus bolsas placentarias. Cuando el sol, dejando sombras azules en las veredas, proyecte su resplandor dorado sobre las altas cornisas, esos fetos abandonarán sus bolsas placentarias, abrirán una canilla, con un pedazo de jabón se desgrasarán el rostro, beberán un vaso de leche, saldrán a la puerta, treparán a un tranvía amarillo o a un ómnibus verde… y así todos los días.
Erdosain se deja mecer en las tinieblas por el vaivén de esa misteriosa agua oscura, que en la noche puede denominarse vida centuplicada de los sentidos atentos. Erdosain continúa su soliloquio. En todas las ciudades ocurre este fenómeno. No importa que lleven nombres hermosos o ásperos. Que estén en las orillas de Australia, en el norte de África, en el sur de la India, en el oeste de California. En todas las ciudades del mundo los colchoneros, inclinados sobre sus máquinas de cardar lana, calculan ganancias con los ojos, mientras los blancos vellones les cubren los pies. En todas las ciudades del mundo los fabricantes de camas miran con ojos de peces, por sobre sus anteojos, a los cargadores que cargan en los camiones camas portátiles.
Y de pronto, un grito estalla involuntariamente en Erdosain:
—Pero yo te amo, Vida. Te amo a pesar de todo lo que te afearon los hombres.
Sonríe en la oscuridad y se queda dormido.