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Donde se comprueba que el hombre que vio a la partera no era trigo limpio

De espaldas a la estrecha ventana protegida por el nudoso enrejado, esa noche, en Temperley, conversan Hipólita, el Astrólogo y Barsut. La luz de la lámpara bisela de simétricas ondulaciones el ocre enchapado del armario antiguo. El Astrólogo ―embutido en su sillón forrado de raído terciopelo verde― diserta cruzado de piernas, mientras que Barsut, en traje de calle, se obstina en tratar de conservar sin que se fragmente el largo cilindro de ceniza en que se convierte su cigarrillo. Hipólita, sin sombrero, permanece recostada en la silla hamaca. Su mirada verdosa está fija en la oreja arrepollada del Astrólogo y su mongólico semblante… Barsut, a momentos, detiene los ojos en el peinado rojo de la joven, que en dos lindos bandós le cubre la punta de las orejas.

El Astrólogo baraja pensamientos:

—Yo me pregunté muchas veces de qué forma se podía alcanzar la felicidad. Con esto quiero decirles que hubiera aceptado cualquier situación, por absurda que fuera, siempre que hubiera tenido la certidumbre de que, aceptándola, encontraba la felicidad. Pero, ¿ustedes pueden decirme qué es lo que hicieron para obtener la felicidad?… Nada. Esa es la verdad.

El Astrólogo inclina la cabeza un momento y ahueca la voz, como si hablara proféticamente desde la distancia.

—He descubierto un secreto. Erdosain también, sin saber que lo ha descubierto, lo ha encontrado instintivamente ―mirándola a Hipólita―. ¿Se acuerda que le dije que Erdosain era un gran instintivo? El secreto consiste en humillarse fervorosamente. Incluso lo sospecharon los antiguos. No hay santo casi que no haya besado las llagas de un leproso. Claro está que la finalidad hoy es otra. Pero para ellos también era otra. No se han investigado aún los interiores de muchas almas interesantes. A veces se me ocurre que algunos santos eran tremendamente ateos. Tanto no creían en Dios, que cuanto más furioso era su descreimiento, más furiosamente se flagelaban. Después decían que habían sido tentados por el demonio… ¡Je!… ¡je!…

El Astrólogo se ríe por pedacitos, restregándose las manos como si se prometiera un espectáculo divertidísimo, y prosigue:

—¿Cuál es la finalidad de lo que les decía? ¡Ah!, yo quería llegar a esto. Primero, que ustedes eran unos cobardes; segundo, que para ser felices es necesario humillarse… Y claro… después… Yo me pregunto quién en este siglo tendrá el coraje de convertirse en un santo ostensible, de salir a la calle vestido conscientemente con harapos. Ponga, por ejemplo, a Barsut. Usted es de Flores. Allí lo conoce todo el mundo. Bueno, pongamos por caso que usted en Flores, donde lo conoce todo el mundo, sale a la calle vestido de harapos, descalzo, con una latita en la mano. ¿Usted tiene novia? Pongamos que la tuviera. Bueno, que pasara por delante de la casa de su novia, descalzo, pidiendo limosna. Y que fuera al café… ¿En qué café de Flores se reúnen sus amigos?

—A veces, en el Paulista; a veces, en La Brasileña.

—Y que usted, descalzo y con su latita en la mano entrara al Paulista y a La Brasileña y le dijera a sus amigos: “Yo no vengo a discutir con ustedes, pero sí a decirles que el que quiera ser humillado y encontrar la paz que los santos encontraron, debe imitarme y vestir esta arpillera y comer esta bazofia que yo he sacado de los cajones de la basura”.

Barsut se ríe alegremente:

—No me he vuelto loco todavía…

Sobrador, lo relojea el Astrólogo:

—Querido adolescente, ¿se cree usted acaso más sensato que San Francisco de Asís? ¿Disfruta usted de la posición económica de que él gozaba en la ciudad florentina? Hijo de un opulento mercader de paños, Francisco, amigo Barsut, constituía la envidia hasta de los jóvenes nobles de la ciudad, por su elegancia y boato. Y, sin embargo, un día se vistió de arpillera y salió a la calle a predicar pobreza. No tenía mucha más edad que usted, entonces.

Y como ellos le miraran asombrados, el Astrólogo levantó las cejas, observándoles burlón. Al mismo tiempo, con las manos en las caderas, se contoneaba, como si fuera él quien no terminara de entender algo que le arrancaba risitas compasivas hacia sus interlocutores, y tomándole a Barsut de la barbilla, dijo mirándolo profundamente en el fondo de los ojos:

—Queridito, para triunfar en la vida es necesario a veces resignarse a vestir el traje de arpillera.

“¿No he renunciado a mis bienes, acaso?”, pensó Barsut.

Hipólita, inmóviles los ojos verdes, apoyadas las manos en una rodilla de sus piernas cruzadas, observaba la escena, perfectamente dueña de sí misma. Una idea cruzaba por ella, persistente: “Este hombre conversa y conversa. ¿Qué es lo que se propone? ¿No pretenderá ganar tiempo? Pero ¿para qué quiere ganar tiempo?”

Bruscamente, se vuelve a ella el Astrólogo.

—¿Qué está usted pensando en silencio? Sabe que no me gustan nada las personas silenciosas.

Hipólita sonríe amabilísimamente:

—¿Por qué no le gustan las personas silenciosas?

—Usted, que es inteligente, sabe muy bien por qué no me gustan.

Hipólita ahora se aferra a su idea primaria: “Trata de ganar tiempo. Pero ¿para qué? ¡Qué tipo éste!”

El Astrólogo continúa:

—Es necesario que venga el santo maravilloso. Será tan grande, que tendrá siempre los ojos para llorar. Mas… ¿para qué decirles estas cosas a ustedes?

Hipólita golpea nerviosamente con los dedos el pasamano de la hamaca. “Este hombre no hace nada más que charlar y charlar. Parece un moscardón bajo una campana de vidrio”. Levanta seria la cabeza, y mirándolo aviesamente al Astrólogo le dice:

—Usted se está burlando de todos nosotros. ¿Por qué no se pone usted el traje de arpillera y sale a la calle a pedir limosna con la latita?

El Astrólogo no pudo evitar unas carcajadas alegres. Ya más sereno, objetó:

—No estaría bien que lo hiciera, porque yo soy un incrédulo que me burlaría de ese procedimiento, útil para otros temperamentos. Quiero decir, que de arpillera o de frac mi personalidad permanece inalterable. Posiblemente yo sea el hombre de la transición, el que no está perfectamente en el ayer ni en el mañana. ¿Cómo se me pueden pedir entonces impulsos absurdos, si no entran en mi mecanismo psicológico? Yo únicamente entreveo caminos. Caminos… Soy distinto de los jóvenes.

Y el Astrólogo, de pronto, se tomó la frente, como si hubiera recibido un golpe. Con la palma de las manos se apretaba las sienes. La luz chocaba en el movedizo perfil de su pupila, como si él, desde allí, estuviera bloqueando la forma de una imagen distante, y con alegría exclamó:

—La verdad es ésta: yo no llevo en mí la extrañeza de vivir. Todos nosotros, los hombres viejos, hemos andado en la vida sin la extrañeza de vivir, es decir, como si estuviéramos acostumbrados desde hace muchos siglos a las presentes maneras de vida planetaria. Los jóvenes, en cambio: usted, Erdosain… Hipólita no se cuenta, porque es un alma vieja; usted, Erdosain y otros, no se habitúan a las cosas y al modo que están dispuestas. Quieren romper los moldes de vida, viven angustiados, como si fuera ayer el día en que los echaron del Paraíso. ¡Ejem!… ¿qué me dicen ustedes del Paraíso? No importó que ellos piensen barbaridades. Hay una verdad, la verdad de ellos; y su verdad es un sufrimiento que reclama una tierra nueva, una ley nueva, una felicidad nueva. Sin una tierra nueva, que no hayan infestado los viejos, esta humanidad joven que se está formando no podrá vivir.

Hipólita y Barsut estaban suspendidos de lo que decía el Astrólogo, porque éste no los miraba y sí hablaba con lentitud, como si escuchara el dictado de un fantasma detenido junto a su oreja derecha. Incluso seguía un ritmo, y con una atención determinada. A veces se le iluminaba el semblante, como si en el fondo de su espíritu estallaran luces de bengala.

Así, cuando dijo: “¡Oh, oh, los jóvenes!”, sus ojos se inflamaron de sincero entusiasmo; luego, con una mueca dura, desvió su entusiasmo, y deteniéndose frente a ellos cortó secamente la conversación:

—Importa poco que me crean o no. Eso tendrá que venir. Lo impondrán millones de jóvenes.

Con aspecto de hombre fatigado se dejó caer en el sillón forrado de terciopelo. Calló, reposando con expresión abstraída de su excitación anterior. Parecía un boxeador en un intervalo del combate. Las manos abandonadas sobre las piernas, las mandíbulas ligeramente colgantes, los ojos enneblinados. Permaneció así algunos minutos. Una voz sin sonido murmuraba en sus oídos: “No se puede negar que sos un hábil comediante”. Mas como el Astrólogo sabía que sus manifestaciones eran sinceras, desechó las palabras de la voz y dijo:

—Aunque todo en nosotros estuviera contra la sociedad secreta, debemos organizarla. Yo no insisto que debe ser en ésta o aquella forma, pero a toda costa hay que infiltrarla en la humanidad. ¿Se dan cuenta qué hipócrita es uno? Digo infiltrarla, cuando debería decir: “Debemos hacer que resplandezca nuevamente una sociedad o un orden cuyo único y rabioso fin sea la busca de la felicidad”.

Hipólita levanta la cabeza, deja de mover con los dedos una borla de su vestido, y lanza una pregunta extemporánea:

—Dígame… ¿Se puede saber de dónde lo sacó a ese hombre?

—¿Qué hombre?

—El cabelludo ése, de ojos como huevos…

El Astrólogo sonríe:

—¿Por qué me pregunta eso? ¿Qué tiene que ver con lo que conversamos?

—Me interesa ese tipo.

—¿Bromberg?… La historia de Bromberg es interesante. Un tipo de delincuente simulador; un poco loco, nada más.

—Cuéntela… ¿Por qué le llaman ustedes “el hombre que vio a la partera”?

El Astrólogo consulta su reloj.

—Miro, no sea que pierda usted el último tren… Pero hay tiempo todavía. Bromberg, desde pequeño, tuvo una extraordinaria aversión a las parteras. ¿Por qué? Él mismo no podría justificar esa repulsión. Posiblemente algún detalle olvidado, la función misteriosa que esas mujeres desempeñan para la imaginación del niño, la atmósfera de brutalidad que las rodea invisiblemente… El caso es que bastaba pronunciar en su presencia la palabra “partera”, para provocar en la criatura un estremecimiento de miedo y repugnancia.

»La mala suerte que persiguió a este hombre desde pequeño hizo que su familia se mudara al lado de la casa donde vivía una partera; allí ocurrió lo grave. Una noche el chico estaba sentado en el umbral de la puerta de su casa. De pronto, un fantasma blanco se desprende de la puerta de la casa de la partera y corre a su encuentro abriendo los brazos. El niño arrojó un grito tremendo. Era la sirvienta de la partera, una mulatita que quiso divertirse con su espanto. Bromberg se desmayó: durante mucho tiempo estuvo enfermo. Aún ahora, si usted lo observa, duerme con la lámpara encendida, y eso que han pasado veinte años casi de haber ocurrido el suceso. 

»Al llegar a los dieciséis años, en compañía de otros muchachos de su edad, más románticos que malvados, y más estúpidos que inteligentes, influenciados por el espectáculo de cintas policiales se dedicaron a robar, organizando una pequeña banda de malhechores de barrio. Bromberg era el organizador de la pandilla. No trabajaba, ni quería trabajar. Era un perezoso agotado por la masturbación, mentalmente incapaz del más pequeño esfuerzo. Más tarde me confesó que se masturbaba hasta siete veces por día. En esto estamos cuando es detenido en la ejecución de un robo… y si se quiere, por culpa de la partera. Es notable. Va a ver. 

»Una noche la pandilla asaltó la casa de una familia que estaba veraneando. La propiedad estaba al cuidado de un matrimonio español que solía ir al cine. Bromberg, en compañía de sus amigos, estudia las costumbres del matrimonio, y una noche saltan la tapia de la casa por un terreno baldío. Ya en el interior comenzaron a violentar los muebles, pero sin precauciones, a puntapiés y martillazos. Lo único que faltaba era que llevaran banda de música para festejar el escalo y la fractura. En el vaivén del robo, Bromberg no se fijó que uno de sus compañeros, posiblemente por hacer un chiste, se había recostado en una cama de la casa donde habían ido a robar. De más está decir que estos actos insólitos son frecuentes en los delincuentes principiantes: acostarse en la cama del dueño de casa, hacer ruidos, comerse los restos de comida que han quedado en una fuente… Todas ellas constituyen actitudes nerviosas, que los novicios asumen instintivamente. Hay un afán de demostrar sangre fría, desprecio al peligro y necesidad de satisfacer un misterioso anhelo mórbido.

»El ladrón, aun el más curtido en la profesión, hablará siempre con entusiasmo de esos momentos terribles en que, con los nervios de punta, provoca malsanamente un peligro que le interesa esquivar. Recuerdo de uno que me decía pensativamente, deslizándose casi pegado a las fachadas oscuras: “Vea, cuando yo tenía dieciocho años y no salía a robar, ese día estaba enfermo, inquieto”. Bueno, volviendo a Bromberg, ¡vaya a saber lo que pensaba en aquellas circunstancias! En busca de un lienzo en que envolver objetos robados, entró al dormitorio. Momentos antes se le había ocurrido que la funda de la almohada era una excelente bolsa para cargar su botín. Se inclinó sobre la cama y, de pronto, el otro compañero que estaba recostado lo cogió silenciosamente por los brazos.

»El golpe de espanto que sacudió a Bromberg fue semejante al producido por el fantasma desprendido de la casa de la partera. Instantáneamente se reprodujo la crisis infantil. Gritos agudísimos y convulsiones epilépticas. Vecinos que pasaban por allí escucharon los alaridos del muchacho, e inmediatamente llamaron al agente de la esquina.

»Ustedes se darán cuenta del toletole que se armó adentro. Los rateritos no se atrevían a abandonar a Bromberg. Sabían perfectamente que éste se vería obligado a denunciarlos. Por fin, el vigilante, acompañado de varios transeúntes heroicos, entró en la casa saltando también la tapia, pues no se atrevían a forzar la puerta de entrada. ¡Imagínense qué pesca! Cinco muchachos desesperados, tratando de volver en sí a un energúmeno que se revuelve como una fiera encima de grandes bultos de ropa: la mercadería que ellos habían preparado para llevarse. De más está decirle: muchachos, objetos empaquetados y herramientas empleadas en la fractura, todo fue a parar a la comisaría. 

»Como se trataba de hijos de familias modestísimas, el comisario procedió sin contemplaciones, y de la comisaría seccional pasaron al Departamento de Policía. Asustados, declararon los robos que anteriormente habían cometido, e incluso fue detenido un honrado señor que tenía casa de compra y venta. Allí vendían los muchachos los artículos robados, y por disposición del Juez de Menores pasaron al Reformatorio de Menores Delincuentes.

»Al año de estar en el reformatorio, Bromberg, que había terminado de depravarse, huyó en compañía de dos ladrones más avezados. En el camino de Mercedes, intentaron asaltar a un vendedor ambulante. Aquí, como de costumbre, se pone en evidencia la desdichada suerte de Bromberg. El desconocido repelió a tiros la agresión, y el único que resultó herido fue “el hombre que vio a la partera”. Una bala le atravesó el muslo y cayó, siendo, como es natural, abandonado por sus camaradas. Decididamente, no tenía suerte. Nuevamente da Bromberg con sus huesos en el Departamento. Cuando sale de la enfermería del Reformatorio tiene una riña con un delincuente que lo hiere en un flanco de un puntazo, y helo aquí otra vez hospitalizado. La herida no era grave; pero Bromberg, dispuesto a vengarse, esperó algunos meses. Por fin sorprendió a su enemigo en un water-closet y lo estranguló sobre sus propios excrementos. Nuevo proceso: Bromberg pasa del Reformatorio a la cárcel; el juez en primera instancia lo condena a reclusión perpetua.

»En la cárcel, un preso, conociendo los antecedentes de Bromberg, le aconsejó que simulara los ataques de locura que provocaron su primera detención. Bromberg no puede simular la locura, sino reproducir nerviosamente tal estado de espanto. Nuestro desdichado dio comienzo a la comedia. Posiblemente, más peritos que los médicos en juzgar si la locura es o no simulada son los alcaides y guardianes de las cárceles, pero Bromberg reproducía sus crisis de espanto acompañadas de convulsiones nerviosas tan perfectamente, que terminó por convencerlos. Es un comediante perfecto; quiero decir, es un hombre que almacena intensamente el recuerdo que desata su miedo. Afloja el resorte y deja instantáneamente de ser el hombre para convertirse en la criatura espantada a la que el terror retuerce como un remolino, precipitando el cuerpo contra las paredes, o escaleras abajo. 

»Una noche la crisis de espanto fue tan violenta, que el miedo de Bromberg se contagió a otros dos encarcelados epilépticos. Estos, a su vez, comenzaron a aullar. Como aquella sección de la cárcel amenazara convertirse en un loquero, el médico de la prisión dispuso el traslado de Bromberg al Hospicio de las Mercedes. En el Hospicio (aún la Suprema Corte no había dictaminado sobre la sentencia de primera instancia) continuó simulando la persecución del fantasma, hasta que una noche consiguió fugar. 

»Las andanzas de Bromberg fugitivo son enormes. Trabajó en todos los oficios; incluso llegó a ser lavapisos en un centro espiritista, donde yo lo conocí. Su naturaleza, desequilibrada por tantos percances, pero conservando una primitiva ingenuidad, se volcó de lleno para secundar mis proyectos… 

»Pero… caramba, amiga mía. Usted ha perdido el tren. ¿Quiere quedarse a dormir aquí?

Hipólita comprendió. Se dijo: “No me equivocaba. Este demonio quería ganar tiempo”. Envolvió al Astrólogo en una mirada de abanico, y sonriendo con dulzura solapada repuso:

—Yo preveía que iba a perder el tren. ¡Cómo no! Me quedaré a dormir.

Barsut se levantó, perezoso. Su frente estaba más arrugada que de costumbre. Dijo:

—Tengo sueño. Hasta mañana ―y salió. Silenciosamente, perdido entre los árboles del jardín, lo seguía descalzo el hombre que vio a la partera.

Cuando quedaron solos, el Astrólogo, repentinamente grave, masculló:

—¡Cuánto tiempo nos ha hecho perder ese imbécil! Venga, amiga, nosotros tenemos que hablar. 

Y se encaminó hacia el cuarto de los títeres. Sonriendo displicentemente, lo siguió Hipólita.

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Si al amanecer del día lunes hubiera estado colocado un espía en la puerta de la esquina, a las cinco y media de la madrugada, habría visto salir a una mujer, cubierto el rostro de un velillo bronceado, y arropada en un tapado color de madera. La acompañaba un hombre.

Ella se detuvo un instante frente a la portezuela de madera, iluminada por la claridad azul del amanecer. El Astrólogo la contemplaba con inmenso amor. Hipólita avanzó hacia él, y tomándole por los brazos con sus manecitas enguantadas le dijo:

—Hasta mañana, querido superhombre —y acercó la cabeza. 

El la besó con dulzura, sobre el velo, en los labios, y la mujer echó a caminar rápidamente por la vereda de ladrillo, humedecida por el rocío nocturno.