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Los dos bergantes

Son las diez de la mañana.

Los dos hombres vistos a la distancia de veinte metros, parecen fugados de un hospital. Caminan casi hombro con hombro. Uno tantea con su palo los zócalos de las casas, porque le cubren la vista unas siniestras gafas enrejadas, con cristales que de frente parecen negros, y oblicuamente, violetas. Una gorra de chófer con visera de hule alarga aún más su cara flaca y escuálida, con puntos grises de barba. Además parece enfermo, pues aunque la temperatura es tibia se cubre con un macferlán imposible, a cuadros marrones y rojizos, cuyas puntas casi le tocan los pies. Sobre el pecho lleva un cartón donde se puede leer:

CIEGO POR EFECTO DE LOS VAPORES DEL ÁCIDO NÍTRICO

SOCORRED A UNACTIMA DE LA CIENCIA

El lazarillo del ciego se engalana con guardapolvo gris. Colgada a un costado, mediante una correa que le atraviesa oblicuamente el pecho, lleva una valija de viajero entreabierta. Se distinguen en el interior paquetes anaranjados, violetas y ocres.

Son Emilio y el sordo Eustaquio.

—¿Qué calle es ésta? —murmura el Sordo.

—Larrazábal…

—¿Está en el itinerario de hoy?

—Ufa, que zoz molezto… Claro que eztá en el itinerario de hoy. Claro… Ufa.

La avenida de veredas amarillas y calzada gris se extiende silenciosa bajo el cielo azul de loza de la tibia mañana. Acacias copudas reverdecen intensamente.

Emilio mira pensativamente las casas, de las cuales casi todas tienen un jardín al frente. El lazarillo adivina en ella oasis de gente feliz. Tan feliz, que no persigue la prodigiosa vegetación de bichos canastos que tranquilamente se dejan caer de las casas hacia las veredas por su plateado hilo de seda.

Un piano suena a poca distancia con el eterno “do, re, mi, fa” que unas manos sin experiencia arrancan del teclado. Sin embargo, los sonidos tardíos infiltran en la atmósfera azul de la mañana cierta dulzura meditativa.

Una chica de quince años, pollera rosa y sin medias, en chancletas, está en la puerta de su casa. Mira enfurruñada la distancia.

Los dos perdularios se acercan lentamente. Cuando ya están próximos, Emilio se quita el sombrero, y el Sordo se detiene, esquivo como un mulo, junto al pilar de la puerta. Las siniestras gafas del hombre alto sobrecogen un instante a la mocita, y Emilio dice:

—Zeñorita… ¿no quiere comprar un paquete de carameloz para auxiliar al pobre ziego?

La chica examina a los dos bergantes con atención de extrañeza. Lee el cartelito.

—¿Así que está ciego su papá? —dice la chica.

—No, zeñorita… ziego del todo no, pero cazi completamente ziego.

—¿Y cómo fue? —se interesa.

—Eztaba haziendo una reazión con ázido nítrico y ze rompió el tubo de enzayo, y con la explozión le zaltaron gotaz y vaporez en loz ojoz.

—Pobrecito —murmura la chica—. ¿Y no tiene familia?

—Yo zoy zu único hijo. El zeguro no quizo pagarle porque dijo que nadie le mandaba tenerle amor a la zienzia. Loz pobrez zomoz laz víctimaz, zeñorita.

Hablando de esta manera Emilio dibuja cara compungida, como quien está ausente de las malicias del mundo. El Sordo, esquivo como una mula, permanece tieso, oblicuo al pilar de mampostería donde se apoya la jovencita preguntona.

La chica mueve comprensivamente la cabeza. Esta última cláusula, patéticamente recitada por el bellaco, la ha convencido. Dice:

—Espere un momentito —y la pollera se arremolina en torno de sus piernas mientras va corriendo por la galería. 

Emilio la contempla ávidamente, y piensa: “Qué ingenua parece”. E internamente agradecido a las palabras de la chica, rebusca en su valijón el paquete de caramelos menos manoseado para ofrecérselo. El Sordo permanece silencioso, esquivo como un mulo, la nariz contra el pilar.

Aparece la chica, ligeramente sonrosada las mejillas. Los cabellos se abren a los costados de sus sienes. Trae un billete de un peso en la mano.

—Sírvase, y que Dios lo ayude.

Emilio le alcanza el paquete de caramelos.

—Que Dioz ze lo pague zeñorita —y tomando el peso se lo echa al bolsillo.

—Guárdese los caramelos, gracias.

—Que Dioz y la Virgen ze lo paguen, zeñorita… 

Y Emilio, tomando al Ciego del brazo con el mismo gesto del que toma un asno por el ronzal, lo aparta de la pilastra. Cuando se han alejado unos pasos, Eustaquio pregunta:

—¿Cuánto te dio?

—Veinte zentavoz.

Eustaquio menea la cabeza disconforme. 

—Tantas preguntas por esa miseria. 

Emilio se siente irritado:

—Zoz un mal nazido. No tenéz ni zinco de agradezimiento por laz perzonaz que te benefizian.

El Sordo, que no lo escucha porque Emilio vomita su mal humor para sí mismo, salta a otra pregunta:

—¿Qué hora es?

—Laz diez deben zer, máz o menoz.

—Parece que va a llover.

Emilio estalla indignado, y le vocifera en una oreja:

—¿Cómo queréz que llueva, grandízimo bellaco, zi el zielo eztá máz limpio que tuz ojoz?

El Sordo protesta:

—Si se ve todo oscuro.

—¿Tenéz mierda en la cabeza, voz? ¿Queréz ver todo del color de la leche con ezaz antiparraz que te echaztez? ¡Qué zordo máz taimado ézte! Ufa, maldito el día que te acompañé. Nunca he vizto hombre máz indizcreto que voz.

Se detienen frente a las puertas de las casas que presumen habitadas por gente sencilla. En un conventillo les dan un paquete de comida. Se apartan, y Emilio estalla:

—¿Qué ze habrán penzado ezas porquerías? ¿Que uno eztá muerto de hambre, o que tiene criadero de zerdoz?

Erguido y rígido, camina el Sordo como un ciego auténtico. La verdad es que casi lo es, pues sus gafas forradas internamente de papel violeta no dejan pasar de la claridad de la mañana sino una espesa penumbra que tiene la densidad de la noche. E insiste, abombado por aquella negrura que se le mete en los sesos:

—Debe estar por llover. No se ve nada. Y hace una calor bárbara.

—¿Cómo no vaz a tener calor, bellaco, zi eztáz zintiendo el calor de loz tizones del infierno donde los diablos te van a toztar por mal hombre?

—Tengo sudando los sesos.

—Jodete. ¿Por qué te pazaztez toda la vida haziendo cábalaz para ganar a laz carreraz? ¿Para qué te zirvió tu cálculo infinitezimal? Para atraillarme por eztaz callez como un probezito de Dioz.

—¿Cuánto habremos juntado hasta ahora?

—Zeiz pezoz, máz o menoz.

—Yo no sé que pasa ahora. Antes a mediodía casi siempre teníamos como diez y quince pesos juntados; ahora a gatas si se saca la mitad. Y la gente da… Yo siento que te da…

—Mirá… como me digaz otra vez lo mizmo te planto en medio de la calle, llamo a un vigilante, y le digo: “Vea… ezte zordo bellaco eztá eztafando a la gente”. ¿Qué te penzazte voz? ¿Que te eztoy robando? Me traez como a un probrecito por eztaz callez de Dioz, y todavía me cueztionáz. ¿No tenéz vergüenza? Todo lo que zacamoz te lo jugáz a laz carreraz. Y laz chicaz en caza, pazando mizeria. Zoz un mal hijo y peor hombre. Lo único que zabéz ez imaginar bellaqueríaz. Zoz un taimado, ezo ez lo que zoz.

Ruge irónico el Sordo:

Tachi, tachi, svergoñato.

—Y de yapa zoz un zínico. Lo imitaz al italiano enfermo. Pero a voz también ze te va a convertir en zacaroza la sangre. Reíte no máz… vaz a ver… al freír zerá el reír.

Rígido, el Sordo camina en silencio, con empaque de mulo. Agobiado, triste, Emilio.

—¿Seguís por la calle del itinerario?

—Bendito zea Dioz… Parezéz un general de brigada. Eztoy zeco con tu plan. Claro que vamoz…

—Es que en el itinerario hay una plaza. Todavía no hemos llegado.

—¿Qué culpa tengo yo? ¿Queréz que te inztale la plaza aquí, en medio de la caye?

Una señora viene de la feria con un cestón entre cuyas tapas cuelga la cabeza de un pato degollado. Los detiene encuriosada:

—Tan joven, y ciego. ¿Piden limosna, ustedes?

—No zeñora. Vendemoz carameloz a laz perzonaz de buena voluntad que quieran ayudarnoz… 

—¿Y cómo le pasó eso?

—Eztaba haziendo una reazión con ázido nítrico, y ze rompió el tubo de enzayo y con la explozión le zaltaron gotaz y vaporez en loz ojoz.

—¿Y no habla? ―le dice a Eustaquio, que permanece detenido, esquivo como un mulo cuya venta tramita un gitano.

—Ez que ez zordo ademáz, zeñora, zordo como una tapia.

—¡Qué desgracia!… ¿y qué venden ustedes?

—Carameloz, zeñora… paquetez de diez y veinte zentavoz.

—¿No tiene paquetitos de cinco? 

—No, zeñora…

—Entonces, será otra vez.

Y la vieja parlera, esporteando su cestón de vituallas, se retiró compadecida. Emilio se quedó mascullando infamias.

—¿Vez, zordo perverzo? La tenéz con eztos barrioz.

El otro, que no oye, que no oye si no se le habla muy fuertemente en la caja del oído, marcha imperturbable y atiesado. Eustaquio se inclina sobre él y le vocifera, pegándole casi los labios a la oreja:

—¿Cuánto te dio? 

—No me dio ni zinco. 

Eustaquio repone:

—No importa. Por cada pobre vivo que no da, hay diez imbéciles que dan. No te dirijas a las señoras de edad. Las señoras de edad son tacañas y duras de corazón. La estupidez humana es infinita. Dirigite a las mujeres humildes, no a las burguesas. ¡Las burguesas! Las burguesas son avaras. Pedile a las pobres mujeres. Las pobres mujeres tienen un corazón asequible a los sentimientos tiernos. Las mujeres que van a la feria y compran patos descabezados no creen en Dios ni en el Diablo. Pedile a las chicas. Las chicas se enternecen. No tienen experiencia todavía. No hables mucho. Un lazarillo que habla mucho convence poco. ¿Me oís?

—Zí que te oigo, bellaco.

—¿Le dijistes que estaba ciego por mi amor a la ciencia?

—No —aúlla Emilio.

—Decí siempre por amor a la ciencia. Es una frase que convence. Empezá así: “Ciego por su ferviente amor a la ciencia” ―agregó lo de ferviente―. Después colocá la cláusula del ácido nítrico. Ahora sí que me parece que el cielo está nublado.

—Laz nubez laz tenéz voz en la cabeza, truhán.

En la vereda frontera aparece un frutero vociferando su mercadería.

El Sordo lo oye, podría decirse, por intuición. Le grita a Emilio:

—Che, llamalo al frutero.

—Ahí eztáz, glotón. No penzáz otra coza que darte la vida de un arziprezte.

El frutero se acerca derrengado por dos cestones que le enyugan el cogote con una lonja de cuero. Tiene cara de picardía, y examina a los dos perdularios con gestos de quien descubre el secreto de la trampa. Los tres proletarios de la calle disputan unos minutos, y por fin el Sordo embaúla en los bolsillos del macferlán dos docenas de bananas.

Ahora los dos hermanos llegan a la plaza del itinerario. Buscan un banco a la sombra de un árbol y se echan allí. Emilio tiene los pies doloridos. El Sordo bufa, aturdido por su ceguera artificial. Murmura:

—Che, ¿me puedo sacar los anteojos? 

—No, hay gente por ahí.

El Sordo esguinza el rostro, y comienza a comer bananas. Arranca las cáscaras en tres tiras y las arroja sobre sus espaldas al cantero verde, a cuya orilla está el banco. Come ávidamente, llenándose la boca de modo que la saliva corre entre los puntos grises de la barba que le sombrea los labios. Emilio lo observa disgustado, y come púdicamente, dando más rápidos y profundos bocados que él. 

El Sordo comienza a filosofar:

—Decí si no es linda una vida así, Emilio. Sé sincero. Uno no tiene preocupaciones, horario, jefes que lo griten. La libertad absoluta. Querés pedir, pedís; no querés pedir, no pedís. ¿Viste el otro día esos campos por donde andábamos? Mira, me ha quedado la gana de hacerme una choza de lata por ahí y vivir como un abade, panza al sol. Me llevaría el Quijote y una caña de pescar. ¿Para qué trabajar y romperse la cabeza?

—Zoz un pelafuztán. ¿Y a laz chicaz quién laz ayuda, el Papa? ¿Y mamá? Tiene razón Juan cuando dize que zoz un mal hijo y un mal hermano. Zi uno fuera como voz, loz piojoz le andarían al trote por enzima.

El Sordo calla, mascullando internamente su ideal de vagancia. Un chozo a la orilla de un río, campo verde, y esperar que la vida pase, como aguarda un enfermo en la antesala de un dentista que llegue su turno para que le extraigan el diente que le hace sufrir.

Esgrimiendo su garrote, enfático de autoridad, se acerca, buida la mirada sobre los dos hombres, el guardián de la plaza.

—¿Ustedes tiraron esas cáscaras de bananas ahí? —y señala el cantero.

No lo pueden negar, porque el Sordo está atracándose con la banana número diecinueve.

—A ver si juntan esas cáscaras y se mandan a mudar. ¿Qué se pensaron, que esto es un potrero?

El largo Emilio menea la cabeza con resignación de mártir. Sube al cantero y junta inclinado las cáscaras que el Sordo, despreocupadamente, ha tirado por encima de sus espaldas. Eustaquio adivina el rezongo de Emilio y sonríe sardónicamente, pelando la banana veinte. Emilio piensa:

—Y dezpuéz ze queja zi me guardo una parte de la limozna… Da máz trabajo él zolo que un regimiento de criaturaz.