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La vida contemplativa

Por Roberto Arlt

Para dedicarse a la vida rea-contemplativa, hay que tener vocación, vale decir, hay que esgunfiarse. No conozco en el léxico castellano un vo­cablo que encierre tan profundo significado filosófico como el verbo re­flexivo que acabo de citar, y que pertenece a nuestro reo hablar.

El esgunfiado -no hay que confundir- no es aquel que se tira a muerto. No. Tienen pasta distinta; broncas subjetivas; distintas. Fiacas desemejantes. El que se esgunfia es un “orre” filosófico que tiene esta razón oscura para cuanta pregunta se le hace:

-Me esgunfié.

Y al contestar así, estira la jeta en reagria expresión de aburrimien­to.

Dejó un día de hacer acto de presencia en el taller. Se despertó, y su primera bronca fue darle un mordiscón a la bombilla matera, y decir, rechazando el mate:

-Estoy esgunfio. Este mate me revienta.

Luego volvió la cabeza para el muro; se tapó la porra con la sábana y se apoliyó hasta las tres de la tarde. A las tres, se levantó, se puso el traje dominguero, y con paso tardo entró al café de la esquina. Y los ami­gos, al verlo, le preguntaron:

-¿No fuiste a laburar? -No; me esgunfié.

Y silenciosamente se mandó a bodega el café, entre la sobradora mi­rada del mozo, que pensó:

-Otro, vago a la pileta. ¡Qué barrio de sábalos, éste! (Explicación técnica de sabalaje: pez que abunda en las orillas de agua sucia.)

Al día siguiente repitió el programa “farnientesco”. La vieja lo mi­ró de reojo, y dijo tímidamente:

-¿No vas a trabajar?

Y el otro, cejijunto, contestó:

-No; estoy esgunfio de tanto taller.

Y la hermana torció para el lado de la cocina, pensando:

-Este también se esgunfió. Igual que Juancito. (Juancito es su no­vio.)

A la semana, mientras cenaban, el viejo, que con el cucharón llena­ba el plato de sopa, dijo:

-Así que no vas más al taller ¿eh?

-No; me esgunfié.

El “jovie” detuvo un instante el cucharón en el aire; movió la cabe­za rapada a lo Humberto “primo”, se rascó los mostachos, y luego, arran­cando medio pan se llenó la boca de miga.

Y todos morfaron en silencio.

Y el vago no trabajó más.

Desde entonces, no labura. Su trabajo se limita a esgunfiarse. Se le­vanta a las diez de la mañana, se pone el “fungi” y sale hasta la esquina para apoyarse en la vidriera del almacén. De diez a once, se solea. Quieto como un lagarto, se queda arrimado a la pared, con los pies cruzados, los codos apoyados en el alféizar de la vidriera, el ala del sombrero de­fendiéndole los ojos; una mueca amarga tirando sus dos catetos de la punta de la nariz a los dos vértices de los labios; triángulo de expresión mafiosa que se descompone para saludar insignificantemente a alguna vecina.

El almacenero lo sobra desde el otro lado del vidrio, y tras de la reja de la caja, y piensa maldiciéndolo:

-Estos hijos del país…

El odia a los hijos del país. Los odia porque se tiran a muertos, por­que se esgunfian, porque no trabajan. Quisiera ver la tierra convertida la mitad en un almacén y la otra mitad en dependientes de ella. Luego inclina el “mate” sobre el Haber y firma un cheque, regocijado de su pros­peridad y de no haberse esgunfiado nunca de ese tren de laburo, que co­mienza a las cinco de la mañana y termina a las doce de la noche.

El que se aburre, de pie junto a la vidriera, charla ahora con otro vago. Ese no se esgunfió nunca. Pero, en cambio, se tiró a muerto. Porque sí. Por prepotencia. “¡Qué trabajen los otros!” Los dos vagos inter­cambian palabras fiacosas. Lentas. Palabras que son así: “¿Te dije que estuve en lo de Pedro?” Y al rato, nuevamente: “¿Te dije? Lo vi a Pe­dro”. Y a los quince minutos: “Pedro está bien, ¿sabés?” Y a los otros cinco minutos: “Y qué es lo que te dijo Pedro”. Diálogo fiacoso, con las jetas arrugadas, la nariz como oliéndo la proximidad de la fiera: tra­bajo; los ojos retobados bajo los párpados en la distancia de los árboles verdes que decoran la callejuela del barrio sábalo.

A la tarde, de cada vizcachera sale uno de estos “orres”. Las muje­res hacen rechinar la Singer, ellos, con balanceo lento, salen para el café. Siempre hay uno en el café que tienen veinte guitas. Ese es el que toma café. Otros siete amigos vagos, hacen rueda en torno de la mesa y sólo piden agua. El mozo relojea resignado, ¡qué destino el suyo! ¡En vez de ser sirviente del Plaza Hotel, haber rodado a esa ladronera! Bueno, a to­dos no les están concedidos los triunfos magníficos. Y el mozo avinagra el gesto en un pronunciamiento mental de mala palabra. Y en la mesa i corre la pachorra de este diálogo:

-¿Te dije que lo vi a Pedro? -Silencio de cinco minutos. -¿Y qué te dijo Pedro? -Otros cinco minutos de silencio. -¿Así que lo viste a Pedro? -Otros diez minutos de silencio. -Lo vi ayer a Pedro. -Otros cinco minutos de silencio. -¿Y qué te contó Pedro?

Son los esgunfiados. La fiaca les ha roído el tuétano. Tan aburridos están, que para hablar, se toman vacaciones de minutos y licencias de cuar­to de hora. Son los esgunfiados. Los que no hacen ni bien ni mal. Los que no roban ni estafan. Los que no juegan ni apuestan. Los que no pasean ni se divierten. Tan esgunfiados están, que a pesar de ser fiacas podrían tener novia en el barrio, y no la tienen; que es mucho laburo eso de ir a chamuyar en una puerta y darle la lata al viejo; tan esgunfiados están, que a lo único que aspiran es a una tarde eterna, con una remota puesta de sol, una mesita bajo un árbol y una jarra de agua para la sed.

En la India, estos vagos, hubieran sido perfectos discípulos de Nues­tro Señor, el Buda, porque son los únicos que entre nosotros conocen los misterios y las delicias de la vida contemplativa.