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Candidatos a millonarios

Por Roberto Arlt

No hay hoy turro que haya invertido diez centavos en una suscrip­ción colectiva para comprar un vigésimo de la de los dos millones, que no se considere con derecho a mirarlo por encima del hombro, ante la ridícula perspectiva de una imposible riqueza. Si no camine usted por el centro y fíjese. Frente a las vidrieras de las agencias de automóviles, hay detenidos, a toda hora, zaparrastrosos inverosímiles, que relojean una má­quina de diez mil para arriba y piensan si ésa es la marca que les conviene comprar, mientras estrujan en el bolsillo la única monedita que les servi­rá para almorzar y cenar en un bar automático.

Una fiebre sorda se ha apoderado de todos los que yugan en esta po­blación. La esperanza de enriquecerse mediante uno de esos golpes de for­tuna con que el azar le da en la cabeza a un desdichado, convirtiéndolo, de la mañana a la noche, de carbonero en el habitante perpetuo de un Rolls-Royce o de un Lincoln.

Fiebre que se transforma en sucripciones en todas las oficinas; fiebre que se contagia a los hombres reposados y a los entendimientos fosiliza­dos; fiebre que empieza en el botones más insignificante y termina, o cul­mina, en el presidente de cualquier XX Company.

Es de lo más curioso esta sugestión colectiva. Durante todo el año se juega a la lotería, pero nadie se preocupa. Los aficionados al escolazo legal, van y compran su billetito sin decir oste ni moste; a lo más, en la oficina, a la hora del té, largan esto, como quien no quiere la cosa:

-Hoy me jugué un quinto, para ver si consigo pagarle al sastre, o hacerme un traje.

Y usted puede observar que el aficionado no espera sacar una fortu­na, sino que limita sus más extraordinarias ambiciones a ganarse unos doscientos pesos, convencido de que nunca saldrá de ese riel de mishadura en la que lo colocó su destino arruinado.

Pues bien; este señor, que durante todo el año ha limitado las ambi­ciones que tenía a ganar para comprarse un traje o un juego de corbatas, del día a la noche se transforma ahora en una fiera insaciable, y con lo único que se conforma es… con un millón. ¡Un millón!

El fenómeno se extiende a las más distintas clases sociales. Allí tiene, por ejemplo, el candidato a propietario: el “pato” que ha comprado un lotecito de tierra en Villa Soldati o en La Mosca, pueblo que son el infier­no en la tierra o el Sahara injertado en los alrededores de Buenos Aires. Pues bien, ese tipo, que en la lucha por la vida siempre se ha sentido for­feit: ese tipo que ha limitado sus aspiraciones a un terreno que tenga la superficie de un pañuelo o una sábana de una plaza; ese buen señor de ojos llorosos, punta de nariz enrojecida, manos siempre húmedas de un sudor frío, encorvado a lo Rigoletto; ese señor, hoy, bruscamente, se ha enderezado, y en vez de andar merodeando por La Mosca o por Villa Sol­dati abandona los extramuros y convierte en su radio de acción el barrio Norte o la Avenida Alvear.

Y no crean que pasea. No. El tiene un pálpito (esta es la época en que todos tienen pálpitos), tiene el pálpito de que el billete que compra­ron en la oficina va a salir con los dos millones. Y de pronto, la modestia que impregnaba sus sueños, la dorada mishadura que decoraba sus ambi­ciones de pobretón sempiterno, se han derretido como un helado al sol, y ahora el tipo no quiere saber ni medio con La Mosca o Villa Soldati. Repudia de plano los barrios crostas, las quince cuadras que hay de la casa de zinc a la estación y se siente llamado a un futuro más encomiable, y con el único y levantado propósito de comprarse un terreno o un chalet en la Avenida Alvear, se pasea por ella. Y hasta le encuentra defectos a los palacios que ostentan el letrero de remate judicial; y hasta ya adquiere un sentido arquitectónico, porque dice, para su coleto, que esta casa está mal situada porque no le da el sol y aquel otro terreno es estrecho para hacer en él un garage donde pueda entrar su automóvil vagón.

Y estos son los tiempos en que no hay ordenanza que no se crea con derecho a pilotear un Hudson. Es la época en que en los hogares más po­brecitos llega el “jovie”, y secándose con una sábana el sudor de la bo­cha, exclama:

-¡Ah! ¡Si ganamos la grande! Y el eco contesta, esperanzado:

-¡Ah, si la ganáramos!

Realmente es triste que por este puerco dinero todos estemos penan­do. Quien más, quien menos. Quien para realizar grandes proyectos, quien para hacer precisamente todo lo contrario: no realizar nunca nada, nun­ca.

Después hay otra cosa muy seria. ¿Para qué le serviría ganar un mi­llón a mucha gente? Para nada. ¿Qué harían con el dinero? No trabajar, aburrirse, adquirir vicios estúpidos, mirar las fachadas de las casas, ir a una sección al biógrafo, y eso es todo. La mayoría de los individuos que sueñan con tener un millón, crea que no están capacitados ni para tener m¡¡ pesos, en el bolsillo. Perderían en seguida la cabeza.

Y tan es así, que hay sujetos que se vuelven locos cuando ganan, no un millón, sino cincuenta mil pesos. Hace dos años, varios ricos hechos por la lotería, se estrellaron contra las columnas que sirven para alum­brar a los tipos que pasan rumiando maldiciones en la oscuridad de la noche.

De modo que usted no se haga muchas ilusiones con el millón. Con o sin millón, usted, si es un aburrido se va a estufar lo mismo. Los únicos que merecerían ganar el millón, si hay un destino inteligente, son los ena­morados. Esos sí, porque, al menos, durante unos días, serían en la vida perfectamente felices. Y mi deseo es que le caiga una parte bien en la ca­beza, a una de esas parejas que los trescientos sesenta y cinco días del año comentan con palabra modesta:

-Si tuviéramos mil pesos podríamos casarnos. Trescientos para el juego de comedor, trescientos para el dormitorio.

¡Pobre gente! Esa sí que se merecería un cachito de fortuna, de suer­te, de manotón de azar.