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La madre en la vida y en la novela

Por Roberto Arlt

Me acuerdo que cuando se estrenó la película La Madre, de Máximo Gorki, fue en un cinematógrafo aristocrático de esta ciudad. Los palcos desbordaban de gente elegante y superflua. La cinta interesaba, sobre to­das las cosas, por ser del más grande cuentista ruso, aunque la tesis… la tesis no debía ser vista con agrado por esa gente.

Pero cuando en el film se vio, de pronto, un escuadrón de cosacos precipitarse sobre la madre que, en medio de una calle de Moscú, avanza con la bandera roja, súbitamente la gente prorrumpió en un grito:

-¡Bárbaros! ¡Es la madre!

Era la madre del revolucionario ruso.

Hay algo de patético en la figura de la madre que adora a un hijo, y de extraordinariamente hermoso. En los cuentos de Máximo Gorki, por ejemplo, las figuras de madres son siempre luminosas y tristes. ¿Y las abue­las? Me acuerdo que Gorki, en La historia de mi vida, describe a la abue­la ensangrentada, por los puñetazos del abuelo, como una figura mística y santa. El corazón más duro se estremece frente a esa estampa doliente, mansa, que se inclina sobre la pobre criatura y le hace menos áspera la vida con sus cuentos absurdos y sus caricias angélicas.

En Marcel Proust, novelista también, la figura de la madre ocupa muchas páginas de las novelas El camino de Swan y A la sombra de las muchachas en flor.

Aquí, en la Argentina, el que le ha dado una importancia extraordi­naria a la madre es Discépolo en sus sainetes. Por ejemplo, en Mateo hay una escena en que la madre, sumisa a la desgracia, se rebela de pronto contra el marido, vociferando este grito:

-Son mis hijos, ¿sabes? ¡Mis hijos! ¡Míos!

En Estéfano también la figura de la madre, de las dos madres, es ma­ravillosa. Cuando asistía a la escena, yo pensaba que Discépolo había vi­vido en el arrabal, que lo había conocido de cerca, pues de otro modo no era posible ahondar la psicología apasionada de esas mujeres que, no teniendo nada en la vida, todo lo depositan en los hijos, adorándolos ra­biosamente.

Sin discusión ninguna, los escritores que han exaltado la figura de la madre son los rusos. En El príncipe idiota, de Dostoievski, así como en las novelas Crimen y castigo y Las etapas de la locura, las figuras de madres allí trazadas tocan aún el corazón del cínico más empedernido. Otro gigante que ha cincelado estatuas de madres terriblemente hermosas es Andreiev. En Sacha Yeguley, esa mujer que espera siempre la llegada del hijo que ha sido enviado a Siberia, es patética. ¿Y la madre de uno de Los siete ahorcados? ¿Esa viejecita que sin poder llorar se despide del hijo que será colgado dentro de unas horas? Cuando se leen estas páginas de pronto se llega a comprender el dolor de vivir que tuvieron que sopor­tar esos hombres inmensos. Porque todos ellos conocieron madres. Por ejemplo, el hermano de Andreiev fue el que colocó una bomba en el pala­cio de invierno del zar. La bomba estalló a destiempo, y ese hombre, con las piernas destrozadas, fue llevado hasta la horca, buscando con sus ojos empañados de angustia a la madre y al pequeño Andreiev, que más tarde contaría esa despedida enorme en Los siete ahorcados.

¿Y qué historia de la revolución rusa no tiene una madre? Encade­nadas fueron llevadas a la Siberia; debían declarar contra los hijos bajo el látigo, y los que quedaron no las olvidaron más. De allí esos retratos conmovedores, saturados de dulzura sobrenatural, y que sólo sabían llo­rar, silenciosamente; ¡tanto les habían torturado los hijos!

Porque, ¿qué belleza podría haber en una mujer anciana si no fuera esa de los ojos que, cuando están fijos en el hijo, se animan en un fulgor de juventud reflexiva y terriblemente amorosa? Mirada que va ahondán­dose en la pequeña conciencia y adivinando todo lo que allí ocurre. Por­que está esa experiencia de la juventud que se fue y dejó recuerdos que ahora se hacen vivos en la continuidad del hijo.

El hijo lo es todo. Recuerdo ahora que en el naufragio del “Principessa Mafalda” una mujer se mantuvo con su criatura ocho horas en el agua. ¡Ocho horas! ¡Ocho horas! Esto no se comprende. ¡Ocho horas! En el agua helada, con una criatura entre los brazos. ¡Ocho horas! Cuan­do, por fin, le arrojaron un cabo y la izaban, un bárbaro, de un golpe, le hizo caer el hijo al agua, y esa mujer enloqueció. Digo que ante esa madre debía uno ponerse dé rodillas y adorarla como el más magnífico 1 símbolo de la creación. El más perfecto y doliente.

Y esta terrible belleza de la madre tiene que desparramarse por el mun­do.

Salvo excepciones, el hombre todavía no se ha acostumbrado a ver en la madre sino una mujer vieja y afeada por el tiempo. Es necesario que esta visión desaparezca, que la madre ocupe en el lugar del mundo un puesto más hermoso, más fraternal y dulce.

Yo no sé. Hay momentos en que me digo que esto debe fatalmente ocurrir, que hasta ahora hemos estado viviendo todos como encegueci­dos, que hemos pasado junto a las cosas más bellas de la tierra con una especie de indiferencia de protohombres, y que todavía faltan muchos al­tares en el templo de la vida.

Y como otras muchas cosas, esta exaltación de la madre, esta adora­ción de la madre, llegando casi a lo religioso, se la debemos a los escrito­res rusos. Cada uno de ellos, en la cárcel, o en la terrible soledad de la estepa, cayéndose de cansancio y de tristeza, de pronto tuvo, ante los ojos, esa visión de la mujer, “carne cansada y dolorosa”, que más tarde, invi­siblemente inclinada sobre sus espaldas, les dicta las más hermosas pági­nas que han sido dadas a nuestros ojos.