Psicología simple del latero
Usted estaba sentado gozando de la fresca viruta. Toda su alma se disolvía en una especie de ecuanimidad que alcanzaba hasta a los últimos bicharracos de la tierra, y a medida que disfrutaba de la fresca viruta apoltronado en la mesa del café, se iba diciendo a sí mismo:
-No hay vuelta: la vida tiene sus partes lindas.
Y otro medio litro se le perdía suavemente en la bodega.
Pero exactamente al pensar por segunda vez: “No hay vuelta, la vida es linda”, se le acercó un señor, uno de esos malditos señores, que uno conoce por un azar aún más maldito, y el sujeto, después de saludarlo cordialmente, se sentó frente a usted, “por un momento, nada más, porque tenía mucho que hacer”.
Usted se resignó, se resignó pensando que la vida ya no era tan linda, porque albergaba en su seno a ese monstruo inexplicable que se llama latero.
Yo no soy ningún cascarrabias; por el contrario, me deleita el espectáculo de la vida, porque me he hecho una filosofía barata que me resuelve todos los problemas. Pues bien, la única ventaja que sobre la tierra reconozco al latero, es haberme dado tema para escribir estas líneas, líneas sobre la personalidad del latero y su producto: la lata.
Porque eso de aguantar a un charlatán, es lo más horrible que hay.
Precisamente, yo me encontraba en la mesa de un café; tenía un medio litro delante de mis narices y contemplaba a las mujeres que pasaban, con esa bondadosa ecuanimidad que albergan los sujetos que saben que las mujeres no les llevan el apunte. Pero, como decía, me recreaba mirándolas pasar y alababa el arte que el Todopoderoso puso en esa costilla que arrancó de nuestro pecho cuando vivíamos en el paraíso. Y mi espíritu estaba colmado de indulgencia como el de Buda bajo la higuera, con la sola diferencia que yo le llevaba dos ventajas al Buda; y era que estaba tomando cerveza, y en vez de encontrarme bajo una higuera que da mala sombra me veía bajo un toldo flamante y multicolor.
De pronto, un sujeto, gordo y enorme, levantó los brazos ante mí. Yo alcé la cabeza, sorprendido, y, ¡ahora sí que lamento no encontrarme bajo la higuera! El que me saludaba era un solemne charlatán.
Estuvo dos horas dándome la lata. Cuando se fue, quedé mareado, exactamente como cierto día de verano, en que un poeta cordobés, Brandan Caraffa, me leyó los cuatro actos de un drama y tres metros y medio de un poema dedicado a las vacas de Siva.
No sé por qué tengo la impresión de que el latero es un tipo medio zonzo; un zonzo que “hace vapor”, como diría Dickens. Porque resulta absurdo que un tipo de esta clase siempre tenga un stock de pavadas para deambular en cuanto ve a un semejante. Resulta absurdo y fastidioso. Porque el latero no se conforma con hacer un montón de preguntas indiscretas. En cuanto suelta la lengua, el tipo se olvida de que existe el tiempo y el aburrimiento, y entonces, para recrear su propios oídos, empieza a contar historias, ¡y qué historias!
Por ejemplo: De cómo se casó su hermana contra la voluntad de su familia con un vendedor de máquinas de coser.
A usted se le importa absolutamente nada la historia de la hermana del latero. Por el contrario; le parece muy natural de que esa tía se haya casado con un maquinero, si así se le antojó. Pero el maldito latero trata de interesarlo en el asunto. Le dice que una hermana (y dale con la hermana). Luego cambia de disco, y entonces saca del bolsillo un fardo de cartas, y dice que ésas son las cartas de la novia, y que la novia lo quiere mucho, y que la novia es una muchacha muy de su casa, que lo demostrarán ampliamente las sesenta y dos docenas de cartas que lleva en el bolsillo de su saco.
Inútil es que usted diga al fulano latero que no pone en duda las virtudes de su novia; que, por el contrario, la cree una santa y digna mocita; el testarudo hace como si oyera llover, y empieza por “un parrafito nada .
más”, y luego, si eso no fuera suficiente, quiere hacer una confidencia de carácter reservadísimo, y dice, a pesar de los gestos que usted hace para evitar la confidencia, que su novia es una chica buenísima y virtuosa, tan virtuosa, que la primera vez que él la besó en la frente, ella se puso a llorar.
Usted suda sangre. Y el latero continúa. Luego habla de un perro que tuvo, y de la madre del perro, y de la casta de la perra madre, y de los perritos que tuvo, y de cómo él se divertía con los perritos y de cómo los perritos fueron regalados, y de lo que la gente decía de los perritos en el barrio, y de cómo una frutera que quería un perrito…
Por fin, el tentador de Satanás, el Tirteafuera moderno, el latoso que en tiempos de Don Quijote fue a tomarle el pelo a Sancho a la hora de almorzar; por fin, el charlatán enemigo de Dios, de los hombres, y del reposo, se resuelve a irse después de dos horas, de dos espantosas horas de lata con gestos, guiños de ojo, posturas de opereta italiana y expresiones de conspirador.
Usted se queda extenuado. ¿Le han vaciado el cráneo con un trépano? ¡Vaya a saber lo que le pasa! Es que el enemigo de Dios, el latero truculento de los perritos, la novia y el diablo, lo ha dejado enfermo. Y ¡adiós la paz que pensó gozar bajo el toldo que hacía el papel de higuera! ¡Adiós la ecuanimidad universal, y el regocijo en la belleza de las mujeres que pasaban sin mirarlo! Se acabó todo, pues le ha quedado la cabeza como si se la hubieran pasado por la abertura de un horno de pudelación.