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Una hora y media después

Simultáneamente, en los subsuelos de casi todos los diarios de la ciudad.

Los crisoles del plomo desplazan en la atmósfera nublada, que se aclara junto a las lámparas del techo, curvas de aire recalentado a cincuenta grados. Silban las mechas verticales de las fresadoras mordiendo páginas de plomo. Una lluvia de asteriscos de plata golpea las gafas de los operarios. Hombres sudorosos voltean semicirculares planchas, las colocan sobre burros metálicos y rebajan con buriles las rebabas. Altas como máquinas de transatlánticos, las rotativas ponen en el taller el sordo ruido del mar chocando en un rompeolas. Vertiginosos deslizamientos de sábanas de papel entre rodillos negros. Olor de tinta y grasa. Pasan hombres con hedor de ácido sulfúrico. Ha quedado abierta la puerta del taller de fotograbado; de allí escapan ramalazos de luz violácea.

Se está cerrando la edición de medianoche. El Secretario, en mangas de camisa y un cigarrillo apagado colgando del vértice de los labios, de pie junto a una mesa de hierro señala a un operario de blusa azul en qué punto de la rama debe colocar la composición. Silban velados en nubes de vapor blanco los equipos de prensas, al estampar los cartones de las matrices. El Secretario va y viene por el pasadizo que dejan las mesas cargadas de plateadas columnas de plomo.

En un rincón repiquetea débilmente la campanilla del teléfono.

—Para usted, Secretario —grita un hombre.

Rápidamente, el Secretario se acerca. Se pega al teléfono.

—Sí, con el Secretario. Oigo… Hable… Más fuerte, que no se oye nada… ¿Eh?… ¿Eh?… ¿Se mató Erdosain?… Diga…. Oigo… Sí… Sí… Sí… Oigo… Un momento… ¿Antes de Moreno?… Tren… Tren número. Un momento… —el Secretario anota en la pared el número 119—. Siga… Oigo… Un momento… Diga… Pare la máquina… Diga… Sí… Sí… Va en seguida.

El Capataz le hace una señal al Jefe de Máquinas. Este aprieta un botón marrón. El ruido del oleaje merma en el taller. Resbala despacio la sábana de papel. La rotativa se detiene. Silencio mecánico.

El Secretario se acerca rápidamente al escritorio del taller y escribe en un trozo de papel cualquiera: «En el tren de las nueve y cuarenta y cinco se suicidó el feroz asesino Erdosain».

Le alcanza el título a un chico, diciendo:

—En primera página, a todo lo ancho.

Escribe rápidamente en otro trozo de papel sucio:

«En momentos de cerrarse esta edición, nuestro corresponsal en Moreno nos informa telefónicamente —el Secretario se detiene, enciende la colilla y continúa— que el feroz asesino de la niña María Pintos y cómplice del agitador y falsificador Alberto Lezin, cuya detención se espera de un momento a otro, se suicidó de un balazo en el corazón en el tren eléctrico número 119, poco antes de llegar a Moreno. Se carece por completo de detalles. Al lugar del hecho se han trasladado los empleados superiores de investigaciones de la Capital y Provincia, así como el juez del crimen de La Plata. En nuestra edición de mañana daremos amplios detalles del fin de este trágico criminal, cuya detención no podía demorar…». El Secretario tacha las palabras “cuya detención no podía demorar” y punto y aparte agrega:

«Espérase con este hecho que la investigación para aclarar los entretelones de la terrible banda de Temperley entrará en un franco camino de éxito. En nuestra edición de mañana daremos amplios detalles».

Le entrega el papel al hombre vestido de azul, diciéndole:

—Negra, cuerpo doce, sangrado.

El Secretario toma el teléfono interno:

—¡Hola! ¿Quién está ahí?… ¿Es usted?… Vea: tome inmediatamente un fotógrafo y váyase a Moreno. Erdosain se suicidó. Lleve a Walter. Háganle reportajes a los guardas y maquinistas del tren, a los pasajeros que viajaban en ese coche… 119… ¡Ah! Oiga, oiga… Saquen fotografías del vagón, del maquinista, del guarda. En seguida… Sí, tomen un auto si es necesario… Y muchas fotografías.

Cuelga el tubo y enciende la colilla que le cuelga del vértice de los labios.

Con el sombrero tumbado hacia las cejas y un pañuelo de nudo torcido sobre el nervudo cuello, se acerca indolente, arrastrando los pies y escupiendo por el colmillo, el Jefe de Revendedores. Con los tres únicos dedos de su mano izquierda se rasca la barba que le flanquea la cicatriz de una tremenda cuchillada en la mejilla derecha. Después tasca saliva, y al tiempo de apoyar los codos sobre una mesa metálica, del mismo modo que lo haría en el mostrador de una cantina, pregunta con voz enronquecida:

—¿Se mató Erdosain?

El Secretario lo envuelve en una rápida sonrisa.

—Sí.

El otro vapulea un instante larvas de ideas y termina su rumiar con estas palabras:

—Macanudo. Mañana tiramos cincuenta mil ejemplares más…