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El homicidio

A la una de la madrugada Erdosain entró a su cuarto. Encendió la lámpara que estaba a la cabecera de su cama, y a la luz azul que filtraba la caperuza del velador descubrió dormida, dándole las espaldas, a la Bizca. El embozo de la sábana se encajaba en su sobaco, y el brazo de la muchacha se encogía sobre el pecho. Su cabello, prensado por la mejilla, castigaba la funda con pincelazos negros.

Erdosain extrajo la pistola del bolsillo y la colocó delicadamente bajo la almohada. No pensaba en nada. Barsut, el Astrólogo, la mancha de sangre filtrándose bajo la puerta, todos estos detalles simultáneamente se borraron de su memoria. Quizás el exceso de acontecimientos vaciaba de tal manera su vida interior…, o una idea subterránea más densa, que no tardaría en despertarse.

Se desvistió lentamente, aunque a instantes se detenía en ese trabajo para mirar al pie de la cama los vestidos de la muchacha, desparramados en completo desorden. La puntilla de una combinación negra cortaba con bisectriz dentada la seda roja de su pollera. Una media colgaba de la orilla del lecho en caída hacía el suelo.

Murmuró, displicentemente:

—Siempre será la misma descuidada.

Se metió despacio bajo las sábanas, evitando rozar con los pies el cuerpo de la jovencita. Apagó la luz, y durante algunos minutos permaneció mirando la oscuridad incoherentemente. Luego, dándole las espaldas a la Bizca, apoyó la mejilla en la almohada, encogió las piernas, y quedó súbitamente dormido, con las manos engarfiadas junto al pecho. 

Durmió dos horas. Es probable que no se hubiera despertado en toda la noche, pero una mano quemante bifurcaba los dedos en su bajo vientre. Volvióse al tiempo que la Bizca lo atraía hacia sus senos; y como su brazo estaba debajo de la almohada, al hacer el movimiento de retirarlo para abrazarla involuntariamente tocó la pistola. Un antiguo pensamiento se renovó en él.

“Así debió de estar el fraudulento aquel que mató a la muchachita”, pensó, e instantáneamente su atención se desdobló para atender dos trabajos distintos.

La boca de la Bizca se había agrandado, y era una hendidura convulsa que se apegaba como una ventosa a su boca resignada. Erdosain involuntariamente tanteaba debajo de la almohada el cabo del revólver. Y la frialdad del arma le devolvía una conciencia helada que hacía independiente su sensualidad de aquel otro horrible propósito paralelo.

Retuvo un homicida rechinar de dientes, y de los maxilares la vibración ósea descendió por los tendones de los brazos hasta la raíz de las uñas. Rebotó la vibración, agolpándose en las articulaciones de los dedos, a semejanza del agua que no teniendo salida en una alberca refluye sobre sí misma.

En las tinieblas, la boca de ella prensó furiosamente sus labios. Erdosain permanecía inerte. La Bizca, como si estuviera encaramada en un banquillo, efectuaba un trabajo extraño de pasión, utilizando únicamente los labios. Erdosain la dejaba hacer. Una tristeza inmensa despertaba en él. Ante sus ojos se había clavado cierto antiguo crepúsculo de mostaza: la ventana de un comedor estaba abierta, y él, con ojos distraídos, miraba avanzar una raya amarilla de sol que doraba las manos sumamente pálidas de Elsa.

Nuevamente apretó el cabo de la pistola. Sentíase como un muerto entre los brazos de la jovencita. Ella ahondaba con la lezna de su lengua, en los repliegues de sus axilas, y Erdosain sentía la cálida vaharada de su aliento cuando apartaba la boca para besarle un distinto trozo de piel.

¡Todo aquello era inútil! Pero la jovencita no parecía comprender el singular estado de Erdosain. Su cuerpo pesado y caliente trajinaba en la oscuridad, y Remo tenía la sensación de estar enquistado en la pulpa ardiente de un monstruo gigantesco.

Ella le mordía los brazos, semejante a un cachorro en sus juegos. Erdosain sabía dónde estaba su rostro por los soplos de viento que escapaban de aquellas fosas nasales.

Tristemente, la dejaba hacer. Comprendióse más huérfano que nunca en la terrible soledad de la casa de todos, y cerró los ojos con piedad por sí mismo. La vida se le escapaba por los dedos, como la electricidad por las puntas. En este desangramiento, Remo renunció a todo. En él apareció la aceptación de una muerte construida ya con la vida más espantosa que el verídico morir físico.

La mocita, horizontal, apegada a él, suspiró mimosa:

—¿Qué tenés, amor?

Ferozmente, Erdosain atrajo la cabeza de ella hacia él y la besó largamente. Estaba emocionado. Dos o tres veces miró hacia un rincón de tinieblas, como si temiera que allí hubiera alguien espiándole. Su corazón latía grandes golpes. Del fondo de sus entrañas brotaba un viento tan impetuoso, que al salir por la boca le arrastraba al alma.

Otra vez soslayó en la oscuridad el rincón invisible. Fue un minuto.

Se encaramó suavemente sobre ella, que con las dos manos le abarcó la cintura, creyendo que la iba a poseer. La jovencita le besaba el pecho y Erdosain apretó reciamente la cabeza de la criatura sobre la almohada. Sus movimientos eran excesivamente torpes. La muchacha iba a gritar; él le taponó la boca con un beso que le sacudió los dientes, mientras que su mano acercaba el revólver por debajo de la almohada. Ella quiso escapar a esa presión extraña:

—¿Qué hacés, mi chiquito? —gimió.

Fue tarde. Erdosain, precipitándose en el movimiento, hundió el cañón de la pistola en el blando cuévano de la oreja, al tiempo que apretaba el gatillo. El estampido lo hizo desfallecer. El cuerpo de la jovencita se dilató bajo sus miembros con la violencia de un arco de acero. Durante varios minutos, Erdosain permaneció inmóvil, estirado oblicuamente sobre ella, la carga del cuerpo soportada por un brazo.

Cuando el silencio externo reveló que el crimen no había sido descubierto, descendió de la cama, diciéndose extrañado: “¡Qué poco ruido ha hecho la explosión!”. Encendió la lámpara y quedóse sorprendido ante el espectáculo extraño que se ofrecía a sus ojos.

En la almohada roja, la jovencita apoyaba la cabeza con la misma serenidad que si estuviera dormida. Incluso, en un momento dado, con la mano derecha se arañó ligeramente una fosa nasal, como si sintiera allí alguna comezón. Después dejó caer el brazo a lo largo del cuerpo y volvió la cara hacia la luz.

Una paz extraordinaria aquietaba las líneas de su semblante. Erdosain, para que no se enfriara, le cubrió las espaldas con una colcha. La moribunda respiraba con dificultad. De un vértice de los labios se le despegaba un hilo de sangre. En el suelo sentíase el sordo aplastamiento del gotear de una canilla.

Erdosain, semidesnudo, se puso precipitadamente el pantalón; luego movió la cabeza desolado.

—¡Qué cosa rara! Hace un momento estaba viva, y ahora no está. 

Terminaba de ponerse las medias, cuando de pronto ocurrió algo terrible. La muchachita con brusco movimiento encogió las piernas, sacándolas de abajo de las sábanas, y con el busto muy erguido se sentó a la orilla de la cama. Erdosain retrocedió espantado. Un seno de la jovencita estaba totalmente teñido de rojo, mientras que el otro azuleaba de marmóreo.

Creyó por un instante que ella se iba a caer; pero no, la moribunda se mantenía en equilibrio, y extraordinariamente tiesa. Sus ojos abiertos contemplaban el casquete azul del velador. Hilos de sangre se desprendían de su cabellera roja, corriéndole por las espaldas.

Erdosain se apoyó en el muro para no caer, y ella giró desconsoladamente la cabeza de derecha a izquierda, como si dijera:

—No, no, no.

Temblando, se acercó Erdosain, y creyendo que María podía escucharlo le habló:

—Acostate, chiquita, acostate.

La había tomado suavísimamente por los hombros, pero ella, obstinadamente, giraba la cabeza de derecha a izquierda con pena inenarrable.

El asesino sintió en ese momento en su interior que la muchachita le preguntaba:

—¿Por qué hiciste eso? ¿Qué mal te hice yo?

En silencio, la jovencita, con los labios entreabiertos, corriéndole sanguinolentas lágrimas por las mejillas, decía un “no” tan infinitamente triste con su movimiento terco, que Erdosain cayó de rodillas y le besó los pies. De pronto ella se dobló, y arrastrando el cable de la lámpara se desmoronó a un costado. Su cabeza chocó sordamente contra la alfombra, la lámpara se apagó, y ya no respiró más. Erdosain, a gatas, se arrastró hasta un rincón.

El asesino permaneció un tiempo incontrolable acurrucado en su ángulo. Si algo pensó, jamás pudo recordarlo. De pronto, un detalle irrisorio se hizo visible en su memoria, y poniéndose de pie exclamó, irritado:

—¿Viste?… ¿Viste lo que te pasó por andar con la mano en la bragueta de los hombres? Estas son las consecuencias de la mala conducta. Perdiste la virginidad para siempre. ¿Te das cuenta? ¡Perdiste la virginidad! ¿No te da vergüenza? Y ahora Dios te castigó. Sí, Dios, por no hacer caso de los consejos que te daban tus maestras.

Nuevamente Erdosain se acurruca en su rincón. Hay momentos en que le parece que va a echar el alma por la boca. Una franja de sol y de mañana aclara un instante su oscuridad demencial y las tinieblas del cuarto.

Se acuerda de una vizcacha preñada, cuya cueva inundada y vigilada por los perros estaba en su única salida custodiada de hombres armados de palos. En el fondo oscuro y rugoso percibe un trompón de foca con haces de bigotes, un vientre enorme de pelaje luciente, y luego la angustia humana de dos ojos aterrorizados, mientras los canes avizoran ardientes de jadeo y descubiertos los molares.

Un terror gritante le anuda los nervios, trombas de aire escapan de su laringe seca como el crisol de un horno, el cuerpo se le atornilla sobre sí mismo en dos direcciones contrarias, su cerebro deja escapar por las fosas nasales un hedor de agua con la que se ha lavado carne.

El silencio guillotina los muros, las mamposterías; y él, postrado, con las córneas volcadas hacia lo alto de los párpados, se siente morir en un agotamiento de cloroformo. La vizcacha preñada surge en la mañana de sol que de través se ha infiltrado en la noche de aquella casa de perdición. ¡Y el palo de los hombres, los pelos erguidos y los esmaltados molares de los canes con el belfo arrugado en un frenesí de apetencia!

Cuatro espaciados toques de bronce se dilatan en la noche concéntricamente desde la torre de la iglesia de la Piedad. Erdosain tiembla de frío. En puntillas se acerca a la cama y coge una sábana que arroja sobre el cadáver tendido en el suelo. Se viste a oscuras. Rápidamente. Con los botines en las manos cruza el pasillo, donde un soslayo de claridad lunar revela puertas cerradas y persianas entornadas. La frialdad del piso de mosaicos le atraviesa las medias.

Entra al cuarto de baño y enciende la luz. Frente al lavatorio hay un espejo. El asesino, cerrando los ojos, lo descuelga del clavo. No quiere verse en ningún espejo. Tiene horror de sí mismo. Se lava cuidadosamente las manos. La palangana enlozada enrojece. Se seca a medias, y rápidamente se pone el cuello y la corbata, a tientas. Termina de calzarse y, con infinitas precauciones, después de apagar la luz del cuarto de baño, se dirige al dormitorio. Enciende un fósforo, porque no recuerda dónde puso el sombrero; lo toma y sale, dejando semientornada la puerta. 

Son las cuatro y media de la mañana. Vacilando, se detiene en la esquina de Talcahuano y Corrientes. Las luces de las bocacalles resbalan por la superficie de sus ojos como imágenes de un filme apresurado. Camina apresuradamente hacia el Oeste, por la calle Cangallo. A las seis y media de la mañana llegó a Flores. Entró a una lechería. Sentóse sobre la silla, sin hacer un movimiento hasta las ocho de la mañana.

Cuando la raya amarilla de sol, que se deslizaba por el piso, llegó hasta su pie caletándole el cuero del zapato, salió de la lechería, dirigiéndose a mi casa. Permaneció allí tres días y dos noches. En ese intermedio me confesó todo.

Recuerdo que nos reuníamos en una pieza enorme y vacía de muebles. Mi familia estaba en el campo y yo había quedado solo, al cuidado de la casa. Además, como aquel cuarto era sombrío mi madre lo había clausurado. Llegaba allí muy poca luz. En realidad, aquello parecía un calabozo gigantesco.

Erdosain quedábase sentado en el borde de una silla, la espalda arqueada, los codos apoyados en las piernas, las mejillas enrejadas por los dedos, la mirada fija en el pavimento. Hablaba sordamente, sin interrupciones, como si recitara una lección grabada al frío por infinitas atmósferas de presión en el plano de su conciencia oscura. El tono de su voz, cuales fueran los acontecimientos, era parejo, isócrono, metódico, como el del engranaje de un reloj.

Si se le interrumpía no se irritaba, sino que recomenzaba el relato, agregando los detalles pedidos, siempre con la cabeza inclinada, los ojos fijos en el suelo, los codos apoyados en las rodillas. Narraba con lentitud derivada de un exceso de atención, para no originar confusiones.

Impasiblemente amontonaba iniquidad sobre iniquidad. Sabía que iba a morir, que la justicia de los hombres lo buscaba encarnizadamente; pero él con su revólver en el bolsillo, los codos apoyados en las rodillas, el rostro enrejado en los dedos, la mirada fija en el polvo de la enorme habitación vacía, hablaba impasiblemente.

Había enflaquecido extraordinariamente en pocos días. La piel amarilla, pegada a los huesos planos del rostro, le daba la apariencia de un tísico.

Detalle extraño en esa última etapa de su vida: Erdosain se negó rotundamente a leer los sensacionales titulares y noticias que, profusamente ilustradas, ocupaban las páginas segunda y tercera de casi todos los diarios de la mañana y de la tarde.

Barsut había sido detenido en un cabaret de la calle Corrientes al pretender pagar la consumición que había efectuado con un billete falso de cincuenta pesos. Simultáneamente con la detención de Barsut, se había descubierto el cadáver carbonizado de Bromberg entre las ruinas de la quinta de Temperley. Barsut denunció inmediatamente al Astrólogo, a Hipólita, Erdosain y Ergueta. 

La detención de Ergueta no ofreció dificultad ninguna. Fue encontrado sin sombrero, calzando alpargatas y arropado en su sobretodo, con la Biblia bajo el brazo, camino hacia Lanús. Al amanecer del día sábado el descubrimiento del cadáver de la Bizca convirtió los sucesos que narramos en el panorama más sangriento del final del año 1929. La policía buscaba encarnizadamente a Erdosain. Brigadas de pesquisas habían sido destacadas en todas las direcciones de la ciudad.

No quedaba duda alguna de que se estaba en presencia de una banda perfectamente organizada y con ramificaciones insospechadas. El asesinato de Haffner, que el cronista de esta historia cree independiente de los otros sucesos delictuosos, fue eslabonado a la tragedia de Temperley. Las declaraciones de Barsut ocupaban series de columnas. No cabía duda de su inocencia.

Los titulares de las noticias abarcaban una y dos páginas. De la mañana a la noche, los cronistas policiales trabajaban amarrados a la máquina de escribir. El día sábado casi todos los diarios de la tarde se convirtieron en álbumes de fotografías macabras. Los reporteros cenaron viandas frías, escribiendo entre bocado y bocado nuevos pormenores de la tragedia. La fotografía de Erdosain campeaba en todas las páginas, con las leyendas más retumbantes que pudiera inventar la imaginación humana.

Erdosain se negaba rotundamente, no sólo a leer, sino a mirar esas hojas de escándalo.

Si pudiera remarcarse en él una singularidad durante esos días, era su seriedad. Cuando se cansaba de conversar sentado, caminaba de un punto a otro del cuarto, hablando como si dictara. Era en realidad un espectáculo extraño el del asesino yendo y viniendo por el cuarto, con pasos lentos, conversando sin volver la cabeza, como frente a un dictáfono.

Durante los tres días que permaneció en mi casa no probó bocado. Tenía. mucha sed y bebía continuamente agua. Una vez, como suma gracia, me pidió que le diera un limón. Posiblemente estaba afiebrado.

Resultaba asombrosa su resistencia. Conversaba hasta dieciocho horas por día. Yo tomaba notas urgentemente. Mi trabajo era penoso, porque tenía que trabajar en la. semioscuridad. Erdosain no podía tolerar la luz. Le era insoportable.

El lunes a la noche se vistió esmeradamente, y me pidió que lo acompañara hasta la estación de Flores. Aquello era peligrosísimo, pero no me negué. Recuerdo que antes de salir me dejó una carta para Elsa, a quien vi algún tiempo después.

A las nueve y media, salimos a la calle. Caminábamos en silencio por veredas arboladas. Observé que encendía un cigarrillo tras otro; además caminaba sumamente erguido. Pisaba fuertemente el suelo. En un tramo del camino, dijo:

—Siento la proximidad de la sepultura negra y húmeda, pero no tengo miedo.

Llegamos a la estación del ferrocarril por la calle Bolivia. Tomamos el camino de piedra que detrás del edificio se utiliza para el tránsito de coches. A través de los árboles del parque brillaban pedazos de vidrieras de dos cafés esquinados. El altoparlante de una radio graznaba agudo:

—La mejor cera perfumada para encerar pisos. Compre sus muebles en lo de Sánchez y Compañía. Gómez y Gómez son buenos sastres. Buenos sastres son Gómez y Gómez.

Nos detuvimos junto a la saliente que en aquella dirección del edificio forma una especie de torreón con techo de pizarra a dos aguas, y en el piso primero una balconada enjalbegada con cal. Bajo los triangulares soportes de la balconada, fulgían tristemente en cada vértice del torreón ―como en un establecimiento carcelario― dos lámparas eléctricas. De una puerta abierta de desteñidas hojas verdes escapaban tufos de creolina.

—Espéreme un momentito —dijo Erdosain. 

Observé recién entonces que desde su llegada a mi casa Remo había dejado de tutearme. Entró a la boletería y salió inmediatamente. Dijo:

—Faltan tres minutos para la llegada del tren. 

Quedó nuevamente en silencio. No se me ocurría decirle nada. Él miraba con suma fijeza en redor, pero ausente de todo. Abrió los labios como quien va a decir algo; luego los entrecerró, moviendo lentamente la cabeza. En esos momentos tenía la sensación de la inutilidad de toda palabra terrestre. Estaba sumamente pálido. Adelgazaba por minutos. Por romper ese silencio angustioso le pregunté: 

—¿Sacó boleto?

—Sí… hasta Moreno.

Callamos nuevamente. Las luces bailaban ante mis ojos. De pronto Erdosain dijo:

—Váyase, por favor. Su compañía me es insoportable. Necesito estar solo. Discúlpeme. Cuando la vea a Elsa, dígale que la quise mucho. Muchas gracias por todas sus bondades.

Le apreté fuertemente la mano y me fui. Él se quedó inmóvil en la orilla de granito del camino de piedra.