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Accidentado paseo a Moka

Por Roberto Arlt

Cuando el Caballo Verde salió del puerto de Santa Isabel, el noble anciano, apoyado de codos en la pasarela del paquete, cargado de negros he­diondos y pirámides de bananas, me dijo al mismo tiempo que miraba entristecido cómo la isla de Fernando Po empequeñecía a la distancia:

-¡Cómo ha cambiado todo esto! ¡Cuánto! Y de qué modo!

Clavé los ojos en el rostro del noble anciano, que en su juventud había sido un conspicuo bandido, y moví también la cabeza, como si participara de sus sentimientos. El viejo continuó:

-Fue allá por el año 80. Entonces no existía el puerto que usted ha visto, ni la catedral con sus dos torres de cemento, ni el hospital, ni la Escuela de Artes e Industrias, ni alumbrado eléctrico en la calle de Sacramento, ni negros en bicicleta. No. Nada de eso existía.

Fijé la mirada en el lomo de una ballena que se sumergía y luego lanzaba un surtidor de agua al espacio, pero el viejo bandido no vio a la ballena. Su mirada estaba detenida en el pasado. Emocio­nado, prosiguió:

-Cuando llegué a Fernando Po, la aduana era una valla de bambú y la Casa de Gobierno una cho­za al pie de la colina. Algunos indígenas descalzos, embutidos en fraques donde habían zurcido charreteras de oro y sombrero de copa, desempeñaban funciones burocráticas con un puñal en el cinto y un paraguas en la mano. En el mismo paraje don­de se levanta hoy la catedral de Santa Isabel cono­cí al rey de los bupíes, un granuja pintado de ocre y amarillo que se pavoneaba, semidesnudo, por el islote, cubierto con un sombrero de mujer y diez collares de vértebras de serpiente colgando del cue­llo. Cuando comía en presencia de forasteros, una de sus mujeres, de rodillas frente a él, soportaba en sus manos el plato de madera, en el cual él y yo hundíamos los dedos para recoger puñados de arroz, que antes de comer apelmazábamos en una bola, porque ésa era la costumbre.

El noble anciano movió la cabeza.

-¡Cuánto, cuánto ha cambiado todo esto! África ya no es África. África ha muerto, mi querido joven.

No respondí palabra, aunque me halagó el epíteto de joven. La costa de la isla se alejaba; las cimas cobrizas del cráter de San Agustín y el pico de Rosa Gándara superponían sus moles triangulares en el horizonte; la bola de fuego del sol naufragaba en un mar ígneo de vellones escarlatas.

Súbitamente la inmensidad atlántica pareció in­flamarse en rojo de piedra, el rojo subió por los flancos del Caballo Verde, bajo los puentes; los negros parecían diablos hacinados en una caldera, las pirámides de plátanos irradiaban una atmósfera bermeja y la isla de Fernando Po, ennegrecida en un juego de contraluces, en este fondo de fuego, quedó reteñida de violeta. Mágicamente sus valles aparecieron cargados de brumas violetas, sus mon­tes tallados en bloques de terciopelo violeta, y de pronto, por el rostro del noble anciano, rodaron dos lágrimas, a las que el reflejo del Atlántico rojo dio apariencias de lágrimas de sangre. Luego, brus­camente, se hizo la noche. El tantán de los negros resonó a bordo del Caballo Verde; una luna perlática fosforeció en la inmensidad entre enormes estrellas rebosantes de temblorosas luces, y el no­ble anciano, que en su juventud había sido un cons­picuo bandido, dijo, mientras vertía sobre el hielo de su copa el oro de un whisky viejo:

-Esta tarde me acordé de mi primer viaje al va­lle de Moka. Yo tenía dieciocho años. Todo ocurrió en la primavera del año 80.

-Mi choza de ramas y techo de hojas de palma se levantaba en la isla de Leben. Allí me dedicaba a vivir desnudo en las caletas. Una mañana, como de costumbre, mi criado Alí me despertó con sus palabras rituales:

-Que tu día sea bendecido…

Alí era un chiquillo de quince años, que yo en­contré vagabundeando, muerto de hambre, en las orillas del río de Oro. Cuando tropecé con él anda­ba descalzo, su turbante era un trapo indecente y su chilaba hubiese avergonzado a un mendigo del zoco. A cambio de esa pobreza de bienes terrena­les, Alí era valiente como un tigre y docto como un ulema, pues hablaba holandés y un montón de dia­lectos africanos. Contra la seca carne de su pecho guardaba un puñal.

Adecenté a Alí dentro de la posibilidad de mis recursos, y me lo llevé a la isla de Leben, en la de Fernando Po.

Ahora estaba frente a mí, más perezoso y ador­milado que nunca, rezongando con la boca abierta por un bostezo: “-Que tu día sea bendecido. Allí están los hom­bres que te conducirán a Moka. “Hacía varios días le había manifestado a Alí que quería visitar el valle de Moka. El valle de Moka, antes que lo estropearan los blancos, era un paraíso de helechos, en cuyo centro una fuente de agua hirviente dejaba escapar vapores venenosos que ma­taban a los pájaros que cometían la imprudencia de entrar en la atmósfera de sus emanaciones de óxido de carbono. Los negros bupíes decían que el diablo vivía en el valle de Moka.

En cierto modo, mi aventura era descabellada, porque el calor arreciaba cada día más. Lluvias constantes sucedían a soles de fuego, pero yo estaba dispuesto a toda costa a entrenarme en la vida sal­vaje de los bosques tropicales, pues tenía el proyec­to de asaltar el próximo invierno un importante Banco de Calcuta y de huir a través de la selva; mas, precisamente, para huir a través de la selva había que conocer la selva, estar familiarizado con sus peligros, con sus hombres, con su misterio.

Tal es la razón por la que yo me veía en marcha ahora, a través de un bosque tupido, en compañía de un pillete mahometano y cuatro salvajes autén­ticos. Éstos tenían el rostro rayado de cicatrices horizontales. Marchaban en fila india, completa­mente desnudos, mostrando vientres enormes en cuerpos flaquísimos, con collares de vértebras de serpiente en torno del cuello, para librarse del mal de ojo y de los genios malignos de la selva. Sobre sus cabezas motudas cargaban las bolsas de arroz, cacao y café que necesitábamos para sobrevivir en medio de la selva. También llevábamos algunas bo­tellas de pólvora para los jefes salvajes que encon­tráramos en el camino. Yo iba armado con una mag­nífica carabina, revólver y puñal. Mi proyecto era meter a los indígenas en el valle de Moka y obligar­los a cruzar el valle en dirección contraria a la que habían venido, aprendizaje que tenía que ser rico en experiencias para mí y Alí, a quien pensaba con­vertir en un eficiente ayudante de bandido.

Durante los primeros días de viaje, quiero de­cir, las primeras horas, el paisaje me extasió violen­tamente. Mis hombres, unos con yataganes prehis­tóricos, otros con hachas de extraña procedencia, se abrían paso entre la cortina vegetal que filtraba en verde la luz solar. Había momentos que parecía­mos buzos en el fondo del mar, tan perfecta era la atmósfera verde en la cual nos movíamos constan­temente. Nuestra pequeña caravana era acompa­ñada por los arrullos de las palomas silvestres, las voces atroces de los papagayos, los ronquidos de los filicotis, los chillidos de los monos, que se desgañi­taban, huyendo rápidamente por las ramas más al­tas.

Alí, contra su costumbre de irme pisando los ta­lones y de adularme conscientemente en cuanto sos­pechaba que pudiera agradarme, caminaba ahora junto a los bupíes, que tal es el nombre de los sal­vajes de Po, melancólicamente agobiado.

Atribuí su silencio a que estaba fatigado, como yo también comenzaba a estarlo de caminar continuadamente sobre una crujiente alfombra de hojas secas o podridas, cuyos vahos penetraban por las narices hasta martillear su neuralgia en las sienes. A veces levantaba la cabeza; allá arriba, muy alto, se veía la cúpula de los árboles cuyo nombre igno­raba, pero cuyo tronco, áspero o lustroso, de hojas gruesas o transparentes, soportaba desde sus ramas en arco innumerables bejucos, manchados de estre­llas escarlatas o de cálices blancos.

De pronto Ah me hizo una señal. Me acerqué a él y dijo:

-Estos perros enemigos del Profeta saben que estoy enfermo.

Lo miré, sorprendido, a él y a los cargueros.

Efectivamente, los bupíes debían sospechar la naturaleza de la enfermedad de Alí, porque habla­ban vivamente entre ellos. Llevé mi mano a la fren­te de Alí. Quemaba de fiebre. Le tomé el pulso. Su corazón parecía querer saltar del pecho.

-Hagamos alto -dije-. Dí a los hombres que busquen hojas de palma, que nos quedaremos aquí hasta mañana.

Alí habló con los indígenas; éstos dejaron sus cargas en el suelo y se apartaron para recoger ha jas de palma con que techar la choza que tenían que fabricar.

Alí se dejó caer en el suelo y entrecerró los ojos. Así permaneció durante una hora. Lejos se escu­chaban las voces de los cargueros bupíes. Alí, con la cabeza apoyada en el tronco, dormitaba. De pron­to se puso de pie, arrojó un grito, echó a correr, golpeó de cara en un árbol y cayó. Por momentos un estremecimiento sacudía su cuerpo. Me incliné sobre él para examinarlo, y entonces, allí, en su bra­zo amarillento, vi una ligera mancha escarlata que extendía sus arabescos.

Me retiré estremecido.

No quedaba duda. Alí estaba bajo la acción del primer ataque de la enfermedad del sueño.

Como si mi descubrimiento hubiera aterrorizado a la naturaleza que me rodeaba, un silencio impo­nente pesaba en el bosque. Las voces de los bupíes no se escuchaban ya.

Aturdido por la sorpresa, me senté en el tronco de un árbol derribado por el rayo. ¿No estaría yo también infectado? No podía ignorar las consecuencias de esta terrible enfermedad tan contagiosa como incurable. En el Congo, más de una vez me había encontrado con negros encadenados por el pesquezo a recios árboles para que no pudieran deambular a través de los poblados propagando su peste. Allá, en el fondo de la maleza, una tarde, no lejos del Río de Oro, descubrí un alucinante grupo de negras y negros en distintas etapas de la enfer­medad. Algunos durmiento, con la piel pegada a los huesos, otros con los párpados tan inflamados que apenas podían mantenerlos abiertos. Algunos, semiincorporados como espectros de ceniza, pedían limosna desde su lecho de hojas secas. Otros, com­pletamente inmóviles, pegados al suelo con las pier­nas encogidas, parecían momificados en su extremí­sima demacración. Nubes de mosquitos se cernían sobre sus cuerpos de muertos vivos.

¿Qué hacer? “Si yo abandonaba a Alí en el bosque, lo devora­rían las fieras, las hormigas gigantes, los buitres. Si lo llevaba conmigo, me infectaba, si ya no lo estaba. ¿Qué hacer? Alí estaba perdido, y yo tam­bién, quizá, estaba perdido. De los bupíes no se escuchaba una sola voz. Nos habían abandonado, aterrorizados por la enfermedad cuya peligrosidad conocían.

Tomé mi revólver, me acerqué a Alí y le enca­ñoné cuidadosamente la cabeza. Sonó un estampido. Alí no sufriría más.

Ahora lo que yo tenía que hacer era volver a Leben. Hacía siete horas que habíamos salido del islote; la noche estaba próxima. Pasaría la noche en la selva, y al día siguiente regresaría por el ca­mino que habían abierto las hachas y yataganes de los bupíes.

Dando un rodeo en torno del cadáver de Alí, me acerqué al lugar donde los indígenas habían aban­donado las bolsas de provisiones; preparé un poco de cacao, y deshecho por la fatiga, pensando torpe­mente que yo podía estar también enfermo de la enfermedad del sueño, apoyé la cabeza en una bol­sa, y bajo la oscuridad del ramaje me quedé dor­mido.

Un grito espantoso me despertó en la noche.

Me puse de pie en la oscuridad. Estaba rodea­do de ramas de árboles sobre las que se movían lentejuelas fosforescentes. Eran las pupilas de los pájaros que reflejaban en su fondo la luz de la luna, invisible desde el lugar donde yo vigilaba.

Me estremecí en mi mojadura de rocío. Ni un grito ni una voz en el bosque, donde tan espantoso aullido había estallado. Por momentos se oía el crujido que provocaba una ardilla al deslizarse so­bre las hojas secas, o el roce de un reptil al desli­zarse.

Me tomé el pulso. El corazón marchaba perfec­tamente.

El bosque permanecía en un silencio total, un silencio como el que provoca la presencia de un ser vivo entre las bestias. Sin embargo, nada denuncia­ba al hombre ni al salvaje, como no ser este silen­cio festoneado en la altura de lentejuelas fosfores­centes que se movían con reflejos amarillos.

Sin embargo, un grito terrible, allí cerca, había venido a despertarme. ¿Quién era el que había gri­tado? “La noche debía estar avanzada, porque arriba, entre las ramas de los árboles, las grandes estrellas próximas parecían flotar en un estanque de agua verde.

Cautelosamente me senté en el suelo y me puse a esperar la llegada del día. Pensé que me sobraba razón cuando pensaba que para fugarse a través de la selva había que estar entrenado. No nos había­mos apartado nada más que unas horas de la orilla del agua, y ya se presentaban dificultades insupe­rables.

Otra vez me quedé dormido. Cuando desperté, el sol estaba alto. De pronto me llamó la atención un grupo de monos chillando en la copa de un ár­bol, señalándose los unos a los otros, cómo seres humanos, algo que yo no podía ver desde el lugar en que me encontraba. Recordé el grito de la noche y trepé a un árbol para escudriñar.

Desde la rama más alta dónde ya me había enca­ramado, sólo se distinguía una especie de plazoleta o claro en el bosque. Nada más. Sin embargó, los monos chillaban y se mostraban algo que yo no podía ver. Bajé del árbol y comencé a cortar entre los bejucos de la cortina vegetal un caminó hacia el claro misterioso. Trabajaba alegremente, a pesar de la terrible temperatura que hacía, porque pensa­ba que esa disposición para el trabajó indicaba que todavía yo no estaba infectado por la enfermedad del sueño.

Finalmente llegué a la plazoleta.

Allí, en un claro, a ras del suelo, se veía la cabe­za de una negra dormida o muerta, puesto que estaba con los ojos cerrados. Parecía aquélla una cabeza cortada dejada expresamente en el suelo. A unos metros de la cabeza, separada del brazo, se veía la manó derecha de la negra. Había sido cor­tada de un hachazo.

El cuerpo de la negra estaba enterrado en el suelo hasta el mentón.

El castigó que los bupies infligían a las mujeres que cometían el delito de adulterio ó que abando­naban el bosque para vivir con un extranjero. Me incliné sobre la negra. Ofrecía un espectáculo ex­traño esa cabeza con los ojos cerrados a ras del suelo. Levanté un párpado de la cabeza. La negra estaba viva.

Miré en derredor. La tribu que la castigó allí, a poca distancia, había dejado olvidada una paleta de madera. Corrí a la pala y comencé a quitar la tierra del hoyo en el que la negra viva estaba ente­rrada. El sudor corría a grandes chorros por mi cuello. Yo descargaba y descargaba paletadas de tierra, y la negra no abría sus ojos. Le toqué la frente. Se consumía de fiebre. Finalmente, evitan­do herirle el cuerpo, abrí el hoyó y conseguí retirar a la negra aún viva de su sepultura. Los negros que la mutilaron le habían envuelto el muñón en hier­bas, a fin de evitar la hemorragia y prolongar así su agonía. Cargué a la negra sobre mi espalda. Era una muchacha joven y bonita. La llevé hasta mi campamento, a la orilla de la fuente, y le eché un poco de agua entre los labios.

Yo no era un sentimental; estaba acostumbrado a considerar al negro al mismo nivel que a la bes­tia, pero esta negra de cara romboidal, joven y ya martirizada, despertó mi piedad. Tres días después que la retiré de su sepultura abrió los ojos. Me miró, sonrió, y luego volvió a cerrarlos. Finalmen­te reaccionó, y por uno de aquellos milagros casi incomprensibles, su brazo mutilado se cicatrizó.

Yo trabajaba alegremente para salvar la vida de Bokapi. Trabajaba alegremente como un esclavo porque esa constante disposición para trabajar me indicaba que no estaba infectado por la enfermedad del sueño. Creo que fue la primera vez en mi vida que trabajé. Había que buscar agua, preparar el arroz, ahuyentar de la cabaña toda clase de bicharracos: langostas, gorgojos, hormigas, grillos, caba­llos del diablo. Un día recuerdo que maté una araña negra y peluda, grande como un cangrejo. Oscilan­do sobre sus patas de camello se aproximaba a Bokapi, que dormía.

Finalmente, Bokapi me contó el origen de sus desventuras. Su pecado consistía en haberse ido a vivir con un mestizo.

La cosa ocurrió así: “Entonces, cada tres meses, llegaba un buque al puerto de Santa Isabel. La llegada del buque se festejaba con una fiesta fantástica. En la costa de la selva, entre las cañas de azúcar y los plátanos, se formaban danzones de negros. Corrían latas de aguardiente tenebroso, fuego vivo que trocaba el danzón en una orgía de la cual también participa­ban los blancos. En una de estas fiestas conoció ella al mestizo Juan, lo amó y se fue a vivir con él en las proximidades de la empalizada de bambú.

El mestizo la amaba cuanto puede amar un mes­tizo, y no le pegaba nunca, ni por la noche ni por el día. Pero a pesar de estas virtudes, el mestizo se enfermó. Inútilmente lo atendió el marinero que era jefe de la aduana, y después el hechicero del poblado más próximo. El mestizo murió como Dios manda, y Bokapi se quedó sola.

La tribu en el bosque no se había olvidado de su deserción. Una tarde que Bokapi corrió hasta el bosque a buscar una gallina, recibió un golpe en la cabeza. Cuando despertó estaba tendida en el suelo. La habían despojado de sus ropas; algunos bupíes armados de bambú aguardaban el momento de su suplicio. Primero un hechicero viejo, envuel­to en innumerables vueltas de vértebras de serpiente y con la cabeza adornada de cuernos de antílope, le había lanzado torrentes de imprecaciones; des­pués, un grupo de viejas la flageló con látigos de bejucos hasta que Bokapi se desmayó. Cuando re­cobró el conocimiento estaba oprimida por un corsé frío que la paralizaba toda entera. Se reconoció en­terrada viva, con la cabeza a ras del suelo y un brazo fuera, sobre la tierra. Silenciosamente dan. zaban en torno de ella sombras injuriosas; de pron- to las sombras se detuvieron; el hechicero levantó el hacha y la dejó caer.

El tremendo grito que me había despertado fue lanzado por Bokapi al sentir la mano cortada.

Conocí entonces la naturaleza negra.

Si Bokapi había amado al mestizo, a mí me ado­raba. Cuando pudo caminar y valerse, cuanta aten­ción le sugería su imaginación para demostrarme su amor y gratitud la ponía en práctica. Si yo en­traba en la choza, ella se ponía de rodillas y besaba el suelo que pisaba. Luego corría a ofrecerme li­cor de plátano, que sabía preparar, o solomillos de rata gigante, que se ingeniaba para atrapar. Cuando yo me dormía, ella, de pie a mi lado, movía cons­tantemente una hoja de palma para renovar el aire en torno de mi rostro. Yo pensaba ahora que no me dedicaría a ser bandido ni intentaría robar el Banco de mi proyecto. Viviría para siempre con Bokapi en la isla de Leben, y Bokapi trabajaría para mí, y yo no haría nada más que bañarme en las caletas y dormir en los arenales.

Finalmente abandonamos la selva.

El camino que algunas semanas antes habían abierto sus salvajes hermanos estaba borrado. Sin embargo, Bokapi se orientaba en la selva con natu­ralidad asombrosa. Tres días demoramos en llegar a los acantilados, y cuando estábamos por salir de la floresta, entre cuyos claros se distinguían los cocoteros de los arenales, ocurrió lo imprevisto.

Bokapi y yo caminábamos tranquilamente, cuan­do, de pronto, ella me apretó el brazo, detenién­dome.

A cinco metros de nosotros, desenvolviendo sus pesados aros amarillos, irritada, nos miraba una boa. Su cabeza triangular se dirigía a nosotros con la lengua bífida ondulando de furor fuera de la es­camosa boca.

Me paralizó un frío mortal. No podíamos esca­par. Íbamos a perecer los dos. Bokapi lo compren­dió, se despidió de mí con una mirada y rápidamen­te se lanzó a la boa.

¡Quién pudiera contar la inútil lucha de la negra con la boa! Yo vi cómo Bokapi, con su único brazo libre, intentó tomar la garganta de la boa; vi cómo los anillos de la terrible serpiente prensaban sus piernas y su pecho; vi cómo Bokapi clavó los dien­tes en el lomo de la boa con tan furiosa mordedura, que súbitamente la boa duplicó su presión. Y Bokapi ya no se movió.

Entonces, a la vista de la playa, entré al bosque y me puse a llorar como una criatura. La selva era terrible.”