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La cadena del ancla

Por Roberto Arlt

Cuando a fines del año 1935 visité Marruecos, el tema general de las conversaciones giraba en torno a las actividades de los espías de las potencias ex­tranjeras. Tánger se había convertido en una especie de cuartel general de los diversos Servicios Secre- tos. En Algeciras comenzaba ya esa atmósfera de turbia vigilancia y contravigilancia que se extiende por toda África costera al Mediterráneo.

Entre las verídicas historias y aventuras de espías que me fueron narradas, ésta que se titula “La cade­na del ancla” es la que conceptúo la más terrible.

Estaba una noche sentado en la mesa de un café de ese patio de calle que se llama el Zoco Chico de Tánger, en compañía de un hombre uniformado con el modestísimo traje azul de agente de hotel. Este hombrecillo, de ojos repletos de malicia, miraba pasar los burros de los indígenas entre las mesas, al tiempo que me decía caritativamente: -En África no hable nunca de política. Desconfíe siempre y de todo el mundo.

Por seguir su consejo, empecé a desconfiar de él.

Hacía el servicio de corredor de hotel, entre dos importantes establecimientos de Algeciras y Tánger. Es decir, un pie en España y otro en África. Su ver­dadero oficio era de policía. Lo que ignoro es a qué policía servía, si a la inglesa, a la francesa, a la espa­ñola o a la italiana. l era muy amigo de otro hom­bre que atendía el surtidor de nafta, estratégicamente ubicado a la salida del camino que conduce de Tán­ger a Tetuán.

El hombre del surtidor de nafta era un ciudadano de cara sonrosada, ojos celestes y sonrisa estúpida, que hablaba en francés, inglés y… árabe. De este ciudadano modesto, que con el conocimiento de tres idiomas se consagraba al cuidado de un surtidor de nafta me dijo un día Sergia Leucovich:

-Fíjese usted. Ese hombre en el sitio que traba­ja controla la filiación de todo el pasaje que va de Tánger a Melilla, a Ceuta o Tetuán.

El hombre del surtidor de nafta pertenecía al Intelligence Service.

Estaba, como comencé narrando, una noche bajo los focos voltaicos del Zoco Chico con el corredor de hoteles, que no se quitaba jamás su uniforme azul y gorra de inmensa visera de hule, cuando acer­tó a pasar, guiado por un lazarillo, un europeo gigan­tesco, andrajoso, ciego, tan melenudo como un indí­gena del Borch, la barba en collar y los pies calzados con unas pantuflas de piel de cabra. Extendió la mano y todos dejaron caer en su platillo algunas monedas. Cuando el mendigo se hubo alejado, el corredor de hoteles me dijo:

-Ha visto bien a ese hombre, ¿no?

-Demasiado.

-¿Y qué cree usted que es él?

-¡Hombre, no lo sé!

-Pues ese ciego es un oficial de marina.

-¡Oficial de marina… y mendigando!

-¿Le interesaría conocer esa historia?

-Sí.

El corredor de hoteles se respaldó en la silla, le pidió un té verde al camarero y comenzó su relato:

-Para Leonesa, acusada del asesinato de un ofi­cial de marina británico, hubiera sido preferible que jamás una coincidencia la librara de la horca, que la esperaba en Inglaterra. Ella había matado para sal­varse; posiblemente lo que le interesaba a la policía británica no era castigar a la asesina de un súbdito de su Majestad, pero el Intelligence Service también necesitaba interrogarla.

En cierto modo, el responsable de todo lo que ocurrió fue el fotógrafo judío Ismael Abraham, agen­te confidencial del caudillo musulmán nacionalista Yama Mohamed, nieto del gran Raisuli.

La cosa ocurrió así:

Ismael Abraham entró a la oficina de la policía marítima del puerto de Ceuta. Tenía que visar su pasaporte, pues esa noche se embarcaba para Mála­ga, donde diligenciaría diversos asuntos. Ismael entró al despacho de policía e hizo estos gestos:

Echó la mano al bolsillo interior de su saco y extrajo una libreta negra. Dentro de la libreta negra estaba su pasaporte. Dejó la libreta negra sobre la mesa y le entregó el pasaporte al oficial. Éste cono­cía al fotógrafo y conversaron de algunas bagatelas. El oficial selló el pasaporte de Abraham y el fotó­grafo se echó al bolsillo el pasaporte y la libreta. Luego salió, echando a caminar por los muelles en dirección hacia la compañía de navegación.

Sin embargo, a mitad del tránsito tuvo una sen­sación extraña. Su bolsillo estaba excesivamente abultado. Posiblemente había puesto la libreta entre los forros y no en el bolsillo, y estaba por caerse. Llevó la mano al bolsillo y experimentó una sorpre­sa extraordinaria. En su bolsillo había dos libretas en vez de una: la suya y otra, otra de canto rojizo.

Inadvertidamente se había llevado una libreta que estaba sobre la mesa de la oficina de policía marí­tima. Abrió la libreta y encontró varios telegramas.

Uno decía: ‘Vigílese escrupulosamente al ciudadano Italo Lomberti. Usa armas.

Otro: ‘Deténgase a Leonesa Bolesvi, acusada de asesinato de un oficial de la marina británica. Lle­va en su poder una máquina para cifrar telegramas en clave.’

Lo de la máquina para cifrar telegramas en clave fue una sorpresa para el agente de Yama Mohamed, pues ignoraba la existencia de tales aparatos.

Luego otro telegrama: “Leonesa Bolesvi se en­cuentra en Tánger o Tetuán, pero se sabe que tiene que pasar a Ceuta. Vigílese la casa de Antón López y la de Efraín el Negro, en la Cuestecilla del Monte.” “Cuando el fotógrafo Abraham terminó de leer estos telegramas, se había olvidado en absoluto de lo que conversara con el oficial del puesto. Bendijo a Jehová.

La casualidad, la más extraordinaria de las ca­sualidades le había puesto en coyuntura de servirlo a Yama Mohamed. El informe le valdría una buena bolsa de duros “assanis”, porque Leonesa estaba refu­giada en la casa del nieto de Raisuli. Lo que posi­blemente ignoraba la embajada inglesa era que Leo­nesa pensaba dirigirse a El Cairo.

Era necesario ponerse en comunicación con Yama Mohamed, pero él no podía utilizar el telégrafo. El teléfono de su casa también estaría bajo el control de la policía; el único recurso era escribir, pero re­cientemente, por un empleado indígena, había sabi­do que en el correo central había un puesto de poli­cía donde se abrían las cartas de todos aquellos individuos conceptuados como sospechosos de es­pionaje o actividades políticas. Las cartas eran fo­tografiadas y luego se remitían al destinatario.

Cuando el fotógrafo llegó al puesto de donde salían los autobuses de Ceuta para Tánger, hacía cinco minutos que había partido el último coche. Caviló un instante, pero luego se resolvió y contrató un automóvil para volver a Tánger.

A la una de la mañana, Abraham entraba al jar­dín de palmeras de Yama Mohamed. El nieto de Raisuli escuchó el relato del fotógrafo, y su mano izquierda, involuntariamente, comenzó a sobar su barba renegrida. El detalle de la máquina para ci­frar telegramas en clave indicaba sobradamente que alguien que conocía muy de cerca a Leonesa la ha­bía delatado. Yama examinó el rostro del fotógrafo, y le dijo:

-Espérame.

Luego cruzó el jardín de palmeras con paso tar­do. Estaba caviloso.

Yama abandonó las pantuflas a la entrada de su dormitorio y entró descalzo. Tendida en unos coji­nes, fumando y leyendo el Morning Post estaba Leo­nesa. Yama se sentó a su lado, sobre una estera, y le dijo:

-Te han delatado. Lee. -Y le alcanzó los tele­gramas.

Leonesa se cruzó las piernas al modo oriental; vista al soslayo de la lámpara ofrecía el perfil de un ave de rapiña con la cabeza recubierta de un ondu­lado casco de cabello rojo. Luego murmuró:

-Es curioso. El único que sabía que yo llevaba una máquina de cifrar telegramas era el subsecre­tario de Relaciones Exteriores. Él y el ministro.

-Pues uno de los dos te ha delatado.

-Debe ser el subsecretario.

-Podría ser el ministro.

-Es el subsecretario; pero escúchame, Yama. Tengo que pasar a El Cairo.

-¡Irás a meterte en la misma boca del lobo! “-¿Conoces alguien que pueda llevarme?

-Por tierra es imposible. Te será fácil escapar a la policía inglesa, pero mejor irás por mar. “-Si los ingleses me pillan, me ahorcan.

Yama se restregó la barba y dijo:

-Nunca debe matarse sino en caso de extrema necesidad. (Se refería al oficial asesinado por Leo­nesa.)

-Precisamente, ése fue un caso de extrema ne­cesidad.

Yama encendió un cigarrillo, y con expresión somnolenta contempló las volutas. El único que podía servirle era René Vasonier. René Vasonier era primer oficial de La Nuit, un paquete de diez mil toneladas que hacía el servicio de cabotaje en­tre Tánger y El Cairo. René no lo conocía al nieto de Raisuli, pero el caudillo árabe conocía las activi­dades del primer oficial. Éste contrabandeaba haschich y se dedicaba a la trata de blancas como agen­te de Giacomo Nigro en toda la costa mediterránea. El capitán del buque no sospechaba estas activida­des extrañas de su primer oficial. El contrabando de haschich o mujeres se efectuaba de esta manera:

A medianoche, por el agujero de la cadena del ancla izquierda, se desprendía una escalerilla de cuerda y un hombre trepaba por la escalerilla, y en el escobén por donde salía la cadena del ancla arrojaba los paquetes de haschich. Las mujeres en­traban por la borda y, semejantes a un torpedo, eran introducidas en el tubo por donde pasaba la cadena del ancla. El refugio era seguro: el capitán de La Nuit, en el período de diez años que coman­daba la nave, no había utilizado ni una sola vez el ancla izquierda de la nave. Ésta se había conver­tido en una superflua decoración del buque.

Precisamente, La Nuit hacía dos días que había anclado en Tánger. Yama examinó a la espía y le dijo:

-¿Te atreverías a viajar embutida en un tubo de acero?

-¿Un tubo de acero?

El nieto de Raisuli le explicó de lo que se trata­ba. Leonesa, atentísima, escuchaba. “-¿Es seguro?

-Todos los viajes el oficial lleva y trae. Unas veces es haschich y otras mujeres.

-Perfectamente; háblalo a ese hombre.

Y ésta es la razón por la cual al día siguiente René Vasonier acudió a la tienda del fotógrafo ju­dío, se hizo fotografiar ostentosamente y luego es­cuchó una historia sobre Leonesa, de la cual no creyó una palabra. Pero el fotógrafo le entregó un ” paquete con cinco mil francos y dijo:

-Yama Mohamed, el nieto de Raisuli, te reco­mienda esa mujer.

René Vasonier comprendió que el destino de to­dos sus futuros negocios estaba entre las manos de aquel hombre, y entonces gravemente respondió:

-Díle a tu señor Mohamed que toda la policía de Inglaterra no sería capaz de impedir que esa mujer entrara a El Cairo.

El fotógrafo continuó:

-Vendrás esta tarde a buscar las fotografías, y entonces te diré lo que hay que hacer.

La noche de ese mismo día, faltaba poco para amanecer, un bote se deslizó junto a La Nuit; una escalerilla de cuerda se desprendió de un costado oscuro de la popa, y Leonesa, envuelta en un im­permeable con capuchón, subió al buque. El primer oficial en persona la esperaba. Bajaron unas esca­lerillas, se deslizaron a lo largo de recalentados co­rredores de chapas de hierro y después de atravesar una galería de la sentina llegaron al tubo de la ca­dena del ancla.

-Será sumamente molesto -dijo el oficial-, pero es el único lugar del buque que jamás revi­sará la policía.

Leonesa le escuchaba grave.

-A medianoche le traeré siempre los alimentos. Entre al tubo, no de cabeza, sino por los pies. ¿Quiere que le deje haschich para olvidarse del tiempo?

-No.

-Entre. Mañana zarparemos a primera hora.

La Nuit debía salir de Tánger a las siete de la mañana, pero a las cinco, inopinadamente, se pre­sentó la policía francesa. Les acompañaban dos ofi­ciales de policía inglesa y un empleado de la emba­jada. El buque fue revisado escrupulosamente, pero a nadie se le ocurrió mirar en el tubo del ancla.

Cuando Yama Mohamed escuchó el informe de la revisión del buque, sonrió satisfecho. Leonesa se había salvado. Sería extraordinariamente útil a la causa del nacionalismo árabe. En El Cairo po­dría reorganizar el servicio de espionaje del movi­miento, que había sido quebrado por numerosas detenciones.

Leonesa entraba y salía de su redondo escondite negro como un topo de las galerías subterráneas. Durante el día le estaba absolutamente prohibido salir del tubo de acero; por la noche se deslizaba fuera de él, el cuerpo marcado por los eslabones de la cadena del ancla, los huesos adoloridos.

Más de una vez había estado tentada a pedirle haschich al oficial, pero pensaba que una noche René Vasonier se presentaría diciéndole:

-Hemos llegado. Salga. -Y entonces ella res­piraría el aire puro de la noche, abandonaría para siempre esa sepultura de acero en cuyas tinieblas redondeadas reposaba como un cadáver.

Cuando estaba tendida en el interior del tubo de la cadena del ancla no podía revolverse casi. Es­taba separada de los eslabones por una pequeña franja de lona. Dormía o meditaba extendiendo sus planes en el futuro, dentro de todas las probabili­dades que le ofrecía su existencia de espía.

René Vasonier se había insinuado una vez para hacerle más agradable el viaje durante la noche, pero Leonesa escuchó sus palabras amables con in­diferencia. El hombre le resultaba desagradable. René Vasonier no se atrevió a insistir. Tras ella estaba, tiesa y amenazadora, la figura de Yama Mohamed, el nieto de Raisuli. Leonesa le pidió ciga­rrillos, whisky, y él se los trajo. A partir del cuar­to día de viaje, Leonesa comenzó a embriagarse sis­temáticamente. Sólo así era posible vivir dentro del tubo de acero, cuya glacial vibración se comunicaba a todo su cuerpo como el resuello de un monstruo que estuviera digiriéndola en su estómago de ti­nieblas.

A veces se detenían en puertos, donde el buque permanecía inmóvil un día o dos, luego partían; cuando anclaron en Malta, un cuerpo de policía re­visó nuevamente la nave. Esta vez eran ingleses; ella les oía hablar desde lejos; entre los bultos de la estiba; después se fueron, sobrevino el silencio, y por la noche partieron.

René Vasonier estaba satisfecho. La nueva rela­ción con Yama Mohamed abría amplias perspecti- vas para su tráfico ilegal. El capitán de La Nuit era un imbécil; no se enteraría jamás de sus acti­vidades. Yama Mohamed podía suministrarle un trabajo abundante; los intereses secretos que co­rrían de El Cairo a Tánger, bajo la forma de infor­mes, paquetes extraños, armas contrabandeadas y personas en constante fuga, aparición y desapari­ción, le aseguraban con su intervención cómplice un destino magnífico y sorprendente.

Transcurrían los días; únicamente cuando entra­ron a Port-Said, el capitán de La Nuit, Piontevil, reparó que la mar estaba excesivamente picada. Vasonier también observó que los buques junto al murallón de la ciudad se meneaban constantemente.

Piontevil, desde el puente de mando, miró a su oficial y exclamó:

-¡Que bajen las dos anclas!

René dejó de vigilar la maniobra para volverse espantado.

-¿Las dos anclas? Siempre trabajamos con una, capitán.

-“Esto está muy picado.

René sintió que un sudor frío le bañaba el cuer­po con su viscosidad repugnante. ¿Las dos anclas? No era posible. ¿Y la mujer que iba metida en el tubo de acero? La aventura se transformaba en una tragedia. Balbuceó:

-Hace como diez años que no funciona esa an­cla, capitán.

Piontevil no le escuchaba, mirando el mediodía de Port-Said y sus confines de espuma agitada.

En tanto el primer oficial se decía que descubrir a la fugitiva era perder su carrera, someterse a un proceso por soborno. Callarse era condenar a muer­te a la mujer. Pero su carrera…

-¡Y esas anclas! -gritó Piontevil.

Ya no había tiempo de avisar a la mujer. El capitán de La Nuit, sin esperar a que su oficial diera la orden, gritó por el portavoz:

-¡Las dos anclas! -Y entonces René le hizo una señal a los hombres de los cabrestantes de vapor. Rechinaron las palancas, una columnita de humo se escapó de los cilindros oxidados, comenzó a gi­rar un tambor, y de pronto un grito agudísimo cru- zó los aires sobre la superficie del mar; todos se mi­raron al rostro sin poder especificar de dónde par­tía aquel grito; luego estalló otro más agudo y car­gado de horror, las cadenas rechinaban en los escobenes y ya no volvió a escucharse nada.

Las anclas entraron en el agua agitada; de pron­to, un pescador que rondaba la nave con su botecilio exclamó:

-¡Una pierna sale por el escobén!.. .

Todos los desocupados del puerto se precipita­ron a mirar.

Del ojo de acero, por donde se había deslizado la cadena, colgaba una pierna de mujer. Hilos de sangre se coagulaban en el acero del casco.

Después de dos años de este suceso, René Vasonier no podía aún encontrar trabajo en ninguna compañía marítima.

Un día en París se encontró con el fotógrafo Abraham, el mismo fotógrafo de Tánger. El fotó­grafo no le preguntó ni una palabra por el destino de aquella desconocida que embarcara una noche en el puerto de Tánger. René pensó:

-Se han olvidado.

La muerte de Leonesa se borraba de su mente. Otro día volvió a encontrarse con un arquitecto ita­liano de Tánger. Le ofrecieron trabajo en las cons­trucciones de cemento armado de la colonia italiana. Aceptó. Pasaban los meses; el drama había tenido menos repercusión de la que él supusiera. Una vez preguntó por Yama Mohamed y le dijeron que esta­ba lejos. La tragedia de Port Said era un mal ne­gocio. Pero él se levantaría nuevamente.

Una noche, dirigiéndose a Ceuta, a poco de sa­lir del Borch, su automóvil tropezó con un hombre tendido en la carretera. Se detuvo, abrió la porte­zuela; cuando puso el segundo pie en el suelo, un palo cayó sobre su cabeza; cuando despertó estaba amarrado de pies y manos; dos hombres cubiertos por el capuchón de la chilaba, con gruesas barbas hasta los pómulos, le miraban en silencio. Un ter­cero avivaba el fuego en un hornillo donde enro­jecía lentamente una barra de hierro.

Cuando la varilla alcanzó el rojo blanco, los dos hombres se precipitaron sobre él; con sus robustos dedos le abrieron los párpados, mientras el tercero aproximaba la punta de la barra de hierro al rojo blanco, primero a un ojo, después a otro.

Se desmayó. Algunas horas después le encon­traron unos turistas. Le desataron, pero René Vasonier no pudo verles. Estaba ciego.”