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El hombre del turbante verde

Por Roberto Arlt

A ningún hombre que hubiera viajado durante cierto tiempo por tierras del Islam podían quedar­le dudas de que aquel desconocido que caminaba por el tortuoso callejón arrastrando sus babuchas amarillas era un piadoso creyente. El turbante ver­de de los sacrificios adornaba la cabeza del foras­tero, indicando que su poseedor hacía muy poco tiempo había visitado la Ciudad Santa. Anillos de cobre y de plata, con grabados signos astrológicos destinados a defenderle de los malos espíritus y de aojamientos, cargaban sus dedos.

Abdalá el Susi, que así se llama nuestro peregrino del turbante verde, terminó por detenerse bajo el alero de cedro labrado de un fortificado palacio, junto a una reja de barras de hierro anudadas en los cruces, tras la cual brillaba una celosía de ma­dera laqueada de rojo. Junto a esta reja podía ver­se un cartelón, redactado simultáneamente en árabe y en francés:

Se entregarán 10.000 francos a toda persona que suministre datos que permitan detener a los contra­bandistas de ametralladoras o explosivos.

El Alto Comisionado

No bien el piadoso Abdalá terminó de leer esta especie de bando, cuando al final de la calle reso­naron los gritos de un pequeño vendedor de perió­dicos, italiano:

-¡La renuncia de Djamil! ¡Mardan Bey, primer ministro! ¡La renuncia de Djamil! ¡Mardan Bey, primer ministro!

Abdalá el Susi movió, consternado, la cabeza. Pronto comenzaría el terror. Pronto chocarían nue- vamente extremistas y moderados. Alejóse lenta, mente del cartelón, pegado junto a la celosía roja, diciéndose:

No sería mal negocio pescar los diez mil fran­cos.” Evidentemente, alguien estaba sembrando la campaña siria de ametralladoras livianas, que el dia­blo sabía de dónde brotaban. Un consulado de Da­masco no era ajeno a esta infiltración. Por su par­te, él, Abdalá el Susi, no creía absolutamente en nada, ni en la peregrinación a La Meca, ni en los anillos astrológicos, ni en el turbante verde. Las luchas de nacionalistas y moderados le resultaban una estupidez. No tenía finalidad cambiar de amo. Llegado el momento, todos golpeaban a la cabeza con la misma frialdad. Lo importante era vivir y vivir sin hacer nada, bajo ese hermoso cielo africa­no. Con diez mil francos podían hacerse muchas cosas.

Nuevamente volvió la cabeza con disimulo. Nadie le seguía y ello le regocijó, porque su conciencia no estaba sumamente tranquila.

Su conciencia no se encontraba sumamente tran­quila porque él había vivido en las más diversas regiones de África. Claro está que él no podía con­fesar desde el alto de un alminar cuáles eran los motivos que le indujeron hacía tres años a refugiar­se en plena selva congolesa, donde muchos meses vivió penosamente, alimentándose con carne de ele­fante. Tampoco podía decir qué era lo que buscaba en los alrededores de Dahomey, donde se le vio atracarse, como un miserable, de horribles gusanos fritos o indigestarse de langosta seca en las puer­tas mismas de Fez, o pasearse como un cadí preva­ricador por las calles de Túnez en un automóvil flamante.

Su existencia había sido variada y culposa. ¡Has­ta llegó a ser miembro de una banda de ladrones de elefantes! Ahora, el decente turbante verde que adornaba su cabeza, la escrupulosamente limpia chilaba que con hacendosos pliegues revestía su flaco cuerpo, la renegrida barba que le caía sobre el pecho indi­caban que Abdalá el Susi era un musulmán devoto, que no sólo había cumplido con su peregrinación a La Meca, sino que también era muy probable que disfrutara de ciertas rentas.

Y efectivamente, las rentas de que Abdalá el Susi disfrutaba eran el producto de un robo de alhajas cometido en El Cairo, en perjuicio de una gorda y estúpida turista americana. Estas alhajas habían sido vendidas a un judío del ghetto de Tetuán; su propietaria no las encontraría jamás, mientras que él, Abdalá el Susi, con el producto de aquel robo podría aún vivir tres meses sin necesidad de come­ter ningún acto de violencia o astucia.

De pronto el tortuoso callejón se abrió como el tubo de un embudo en una plazuela, entoldado por el follaje de una vid. En el centro de este zoco se veía una fuente; el suelo, de puntiaguda piedra, estaba cubierto de sombras movedizas, y más allá, bajo un inmenso toldo amarillo, junto a un muro encalado, se abría la arcada de un café musulmán. Sillas esterilladas invitaban a reposar. Siempre con paso grave llegó Abdalá el Susi hasta el toldo ama­rillo, y con respetable talante se instaló en un sillón, cruzándose de piernas. Encendió un cigarrillo y golpeó las manos. Un mofletudo muchacho, con bombachas anaranjadas y un fez rojo, se detuvo frente a él; el Susi pidió café y luego comenzó a meditar.

Un imbécil, por ejemplo, se presentaría ahora mismo en la Alta Comisaría de Dimisch esh Sham para solicitar autorización al Alto Comisionado para descubrir a los contrabandistas, y los porteros y los covachuelistas de la Alta Comisaría, simultáneamen­te, en sus casas, en el café, en el mercado, dirían: -Por fin se ha presentado un musulmán prudente que va a intentar descubrir a los contrabandistas de ametralladoras.

Y este musulmán prudente, como es lógico, antes de descubrir nada, moriría cualquier noche con el cuerpo hecho una criba de tiros y puñaladas. No, no, no. Abdalá el Susi no cometería ninguna de estas tonterías. Primero descubriría a los contra­bandistas, si podía, y luego vería el Alto Comisio­nado.

El Susi echó la mano al bolsillo interno de su chilaba y extrajo un periódico de la mañana.

Es evidente -decía el articulista- que los con­trabandistas se valen de un nuevo medio para sa­car fuera de las murallas de la ciudad las ametra­lladoras y los proyectiles.

Hasta ahora, inútilmente, han sido registrados los automóviles, los ejes de los carros, las más mí­nimas cargas que transportaban los bueyes, los ca­mellos, los mulos y los campesinos. Todo aquel que sale fuera de las puertas de Dimisch esh Sham lle­vando el más insignificante paquete en sus manos está seguro de ser registrado. Todas las viviendas cuyas ventanas se abrían sobre las murallas habían sido desalojadas, las casas clausuradas y las ventanas tapiadas. Sin embargo, de la ciudad continúan saliendo respetables cargas de proyectiles para ame­tralladoras no sólo livianas, sino pesadas, que se distribuyen entre los bandidos de la campiña.”
Por supuesto, “los bandidos” eran los líderes na­cionalistas extremistas, que luchaban activamente, organizando a los campesinos para la próxima re­vuelta.

Un gandul se detuvo en la boca del zoco, junto mismo al arco de la fuente, y comenzó a gritar:

-¡La renuncia de Djamil! ¡Mardan Bey, primer ministro!

Abdalá el Susi, parsimoniosamente, volvió a do­blar el periódico en ocho dobleces y se lo guardó entre el pecho y la chilaba. Su mirada, cargada de melancólica dulzura, volvió a posarse, complacida, sobre el arco encalado que se abría sobre una calle­juela techada y tan estrecha que parecía un túnel enfardado de sombras azules.

De pronto, en lo alto de un alminar revestido de azulejos amarillos y negros, se vio recortarse la si­lueta de un hombre. El hombre del alminar, apo­yándose en el antepecho sobre el vacío, gritó:

-Dios es grande. Yo atestiguo que no hay más a que un Dios. Yo atestiguo que Mahoma es el Pro­feta. Venid a la oración. Dios es grande y único.

Precipitadamente Abdalá el Susi abandonó su có­modo sillón de esterilla y, cayendo sobre sus rodi­llas en las ásperas piedras, se inclinó en dirección hacia La Meca, con los brazos extendidos delante de su cabeza, mientras pensaba:

-Me disfrazaré de Taleb.

Algunos días después de estas pacientes medita­ciones podíamos encontrar a Abdalá el Susi sentado sobre una esterilla a la sombra del arco de ladrillo que forma la puerta de Bab el Estha. Frente a él, en una pequeña mesa laqueada de rojo, se veían algunos coranes forrados de pieles teñidas de dife­rentes colores, y a otro costado algunos pliegos de pergamino auténtico, con pequeñas bolsas de cuero rojo encima.

-Llevad un versículo del Corán, que os libra de enfermedades, falsos testimonios, aojamiento, muer­te de ganado…

De tanto en tanto un campesino se acerca a Abdalá el Susi, y Abdalá el Susi escribe en un perga­mino, con gruesos caracteres, un versículo del Co­rán, lo introduce en la bolsa de cuero rojo y se lo entrega al campesino, que deja caer algunos cobres sobre la mesa.

-No te apartes nunca de él -le dice el Susi-. Tu ganado se multiplicará.

Mientras habla, el Susi no pierde de vista ni una sola de las personas que entran o salen por la puer­ta de Bab el Estha.

Yuntas de bueyes y rebaños de carneros pasan frente a sus ojos, vendedores con los pellejos de cabra repletos de aceite, campesinas con pilastras de carbón amarradas por juncos a los sobacos, bar­beros que se dedican a sangrar. Al lado mismo de Abdalá el Susi se instala un freidor de buñuelos que, de tanto en tanto, frente a la asombrada mirada de los queseros y floristas, arroja por los aires todos .los buñuelos que contiene una sartén y luego los recoge sin perder uno. El mismo Abdalá el Susi está asombrado de no recibir una salpicadura de la nauseabunda grasa que utiliza el tunecino.

Con las piernas cruzadas sobre su esterilla, grave el talante y pensativa la mirada, Abdalá el Susi ve llegar los camellos agobiados bajo tremendas car­gas con grandes manchones de alquitrán en su piel, para defenderlos de la sarna; pasan los cadíes de las tribus, en visita de ceremonial al Alto Comisio­nado, revestidos por magníficos albornoces escarla­tas.

Pero si es fácil la entrada por la puerta, la salida es difícil. Todo aquel que lleva un bulto, un paque­te o una carga es revisado implacablemente por los soldados de capa azul. Inútiles son las protestas de los campesinos, de los turistas. Para registrar a las mujeres de éstos, en una garita tras la puerta de ladrillo hay dos empleadas de policía.

Un día, irónicamente, un soldado le dice a otro:

-Los contrabandistas van desnudos.

Y ambos se ríen de la guasada.

El que no se rió fue Abdalá el Susi.

Con la frente grave bajo su turbante verde, el ex ladrón de elefantes medita, envuelto en las nubes de polvo que levanta el ganado al entrar.

Conoce a todos los bribones de los alrededores. Ha identificado al entregador de una banda de asal­tantes. Ha reconocido a un estafador inglés que se pasea jactanciosamente con un bastón de bambú y un casco de corcho. Pero él no está allí para ocu­parse de bagatelas.

La frase de los dos soldados de capa azul conti­núa girando en su cerebro: “Los contrabandistas van desnudos.” Claro que es una burla. Pero una burla que no carece de sentido común. Al único hombre a quien los soldados jamás registran, jamás miran, es al mendigo miserable, que con algunos harapos sobre sus riñones, mostrando los huesos bajo la piel ama­rillenta o llagada, pasa extendiendo su mano. El único hombre a quien los soldados no registran es al hombre desnudo. Al mendigo de los aduares, que con el belfo colgante, la mirada extraviada, sentado en el lomo de un borrico, con los pies arrastrando junto al suelo, pasa frente a todos, con la pobreza de su repulsiva desnudez a la vista de todos. Pero Abdalá el Susi no deja descansar su pensamiento. Repite: “Los contrabandistas van desnudos.” Por­que es evidente que un hombre desnudo no puede ocultar una ametralladora, a menos que haya encon­trado un procedimiento para tornar invisible la ame­tralladora, y este procedimiento no existe.

Pasan las yuntas de bueyes y los rebaños de mo­ruecos, y las cabras saltarinas, y las cargoneras del valle, y los campesinos de la vega, y los cadíes en­vueltos en sus magníficos albornoces escarlatas, con los bordes revestidos de una trencilla de oro, can­tan los muecines a la hora eterna el pregón de la oración, y hace bailar el buñuelero sus buñuelos en la sartén, y Abdalá el Ladrón está allí, sentado so­bre su polvorienta esterilla amarilla, repitiéndose por milésima vez.

-¿Cómo puede un hombre desnudo pasar de con­trabando una ametralladora sin que se le descubra? De pronto, el hombre del turbante verde levanta la vista.

Es la tercera vez que, frente a sus ojos, pasa ese mendigo, desnudo casi, montado en un borriquillo que apenas se puede mantener en pie. El mendigo tiene la cabeza arrollada en un trapo, y los restos de un pantalón, y el pecho desnudo.

Siempre que este andrajoso entra por la mañana, sale por la tarde, acompañado de algún otro men­digo, tan haraposo como él, tan desnudo como él.

-Éstos son los hombres que pueden llevar las ametralladoras de contrabando -le dice Abdalá al teniente francés, que, detenido frente a él, escucha su hipótesis.

-Si los dos van casi desnudos, ¿cómo te explicas que puedan ocultar a la vista de todos unas ame­tralladora?

-Verás -asegura Abdalá-. Esta tarde, antes de que cierren las puertas de la ciudad, ellos saldrán, los dos desnudos, montados en su borriquito con una ametralladora de contrabando. Y no te extra­ñes, teniente, si es una ametralladora pesada.

El teniente Levil se aleja de la puerta de Bab el Estha, sonriendo escépticamente. Pero no faltará a su. palabra. Esta tarde, con algunos hombres, es­tará allí para hacerle el juego a ese endiablado su­jeto del turbante verde.

Efectivamente, a la caída del sol, el pordiosero, que entró semidesnudo a la ciudad montado en un borriquillo, viene acompañado de otro mendigo, tam­bién semidesnudo, montado en un borriquillo. Los dos vagabundos llevan sus pies arrastrando junto al suelo, el cuerpo inclinado sobre el cuello de sus borriquillos sarnosos, un harapo caído sobre la es­palda.

El teniente Levil se acerca a Abdalá el Ladrón y le dice:

-Allí están tus hombres.

Entonces, Abdalá el Susi se incorpora de un sal­to, se acerca a uno de los pordioseros y de un pu­ñetazo trata de derribarlo del borrico. El viejo que recibe el puñetazo de Abdalá no se cae del borrico, se inclina a un costado, y permanece allí inerte, mientras que el otro trata de escapar, pero es suje­tado por los hombres del teniente Levil.

Entonces, Abdalá el Susi le dice al teniente:

-Mira. Han atado a un muerto al borrico. Den­tro del pecho del muerto viene oculta la ametra­lladora.

Y, corriendo un andrajo, muestra un largo corte en el pecho del cadáver robado.