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¿No se lo decía yo?

Por Roberto Arlt

Siempre que en una casa, por intercesión o culpa de un tercero, ocurre un desbarajuste, no falta un miembro de la familia que exclame, regocijado: -¿No se lo decía yo? Siempre me pareció que esto iba a terminar así. Como es natural, sobre si el referido miembro lo dijo o no lo dijo, se ar­ma otra pelotera de San Quintín; pelotera que en modo alguno aclara el lío, sino que lo enturbia más, pues por efecto de los ánimos explosivos, viene a suscitar nuevos chismes, nuevas historias, nuevos coscorrones.

Y es que la frase trae siempre a colación una primera impresión: prime­ra impresión que se desechó por inútil, ya que el semblante nuevo es como una tierra desconocida que, por sus accidentes, permite juzgar de su topografía, de sus posibilidades transitables y de otras tantas condiciones que se relacio­nan con la vida.

De ahí, que muchos, cuando se encuentran en presencia de un rostro nue­vo, es como si de pronto, tuvieran ante los ojos un mapa; mapa que les per­mite, en el aturdimiento de las palabras que se cambian por primera vez, in­tuir las virtudes o los vicios de ese nuevo desconocido que se mueve en las vo­ces y los gestos y los rasgos faciales.

Son gentes que llegan hasta adivinar cosas ajenas. No se trata de magos ni de brujos, de quirománticos ni de astrólogos, sino de intuitivos, como ex­plicaremos más adelante.

Para ellos la cara de un individuo es como un libro abierto, con letras grandes y con figuritas explicativas. Por eso difícilmente se equivocan. Y esa habilidad extraordinaria la han desarrollado hasta lo maravilloso por su ili­mitado amor a la alacranería. Porque no es posible hablar muy bien ni mal de la gente si uno no conoce a su víctima. Y el afán de alacranear se hace tan intenso, que los alacranes aprenden a reconocer a la gente con una certeza y una rapidez inconcebible. Así largan su baba de maledicencia, y así, también, demuestran sus dotes proféticas cuando dicen: “¿No se lo decía yo?”

Y es que cuando un individuo, un poco sensible, comienza a manifes­tar sus primeras impresiones, resulta frecuentemente que se le tacha de vene­noso o de alacrán; y cuando sus profecías se confirman, se le mira con una rabieta mal disimulada; esa rabieta con que juzgaríamos a un hombre que nos pudo salvar de un peligro y que no lo hizo, aunque sabemos perfectamente que el “intuitivo” no tuvo la culpa, ya que bien nos lo advirtió.

Lo cual, entre paréntesis, no es ningún mérito, ya que la gente, por lo ge­neral, es más bien mala que buena, y entonces menos peligro de equivocarse se corre pensando desfavorablemente de la humanidad que de un modo op­timista.

Según los manuales de ciencias ocultas y de psicología trascendental, los intuitivos son personas de gran sensibilidad y cultura, gente cuyo refinamiento interior y exterior les permite juzgar, a simple vista, de la mentalidad de sus semejantes. Esto, según la psicología; porque, según los libros de ciencias ocultas, esas intuiciones son el producto de una vida pura, física y mental­mente hablando.

Pero yo he descubierto que eso debe ser puro macaneo, o macaneo libre de gente que necesita escribir un libro, y, sobre escribirlo, venderlo.

Y hago esta brusca proposición porque he observado que en los barrios de nuestra ciudad las que desempeñan tal tarea profética no son personas de extraordinaria cultura ni vida interior semejante a la del Buda o de Cristo, sino viejas de nariz ganchuda, ancianas temibles por lo chismosas, de sonrisa me­liflua, que a cada mudanza que se efectúa en el barrio, se asoman envueltas en una pañoleta, a la puerta de calle y con una sonrisa burlona, aguzando co­mo destornilladores sus ojillos grises, controlan todos los trastos que los fa­quines bajan de los carros.

Otras vecinas, igualmente curiosas, mosquetean la descarga, y la vieja intuitiva reserva la opinión hasta la tarde.

Al día siguiente, la de la ganchuda nariz y lengua de lezna, observa a sus nuevos vecinos con sonrisa afectuosa. Pasa, de intento, tres veces frente a la casa, para notar de qué modo visten las mujeres, para verles las caras, y lue­go, prudente, friolera, se recoge. Ha formado opinión.

Y al otro día, en la carnicería, cuando todas las amigas hacen rueda en torno del bofe o de un repollo, mientras que la mujer del carnicero vigila el puesto de verdura, la vieja, al ser interrogada, contesta.

-Me parecen unos tramposos.

Y lo curioso es que la maldita viejezuela acierta.

Otras veces, el estudio psicológico se refiere al novio de la niña.

La anciana metomentodo observa dos o tres días la cara del galán, y lue­go, un día, cuando se habla de bodas y de noviazgos, y en la conversación se entremezcla el futuro del matrimonio de la mocita que despierta todas las envidias de sus amigas, la de la nariz ganchuda dice:

-El corazón me da que el mozo ese la va a plantar con la ropa comprada.

Y así ocurre. Un buen día, el bergante desaparece, y todas las comadres, recordando la predicción de la condenada vieja, exclaman:

-Pero, ¿había visto? ¡Qué olfato tiene doña María!

Y es que doña María, o doña X, se pasa la vida estudiando la vida del prójimo. Y la estudia con apasionamiento inconsciente en todos los detalles exteriores que permiten hacer deducciones profundas, y llega un momento en que ve con más claridad en las vidas de los otros que en la propia.