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La Señora del Médico

Por Roberto Arlt

Teléfono. —Grinnn… grinnn… grin…

Notero. —¡Al diablo con el teléfono!

Teléfono. —Grinnn… grinn… grin…

Notero. —¡Hola!… Sí: con Arlt… Hable no más…

Desconocido. -Señor Arlt, perdone que lo moleste. Entre romperle la cabeza de un palo a mi mujer o contarle lo que me pasa, he optado por esto último… Deseo que le haga una nota a mi mujer…

Notero. —¿A su señora?…

Desconocido. —Sí; a mi legítima esposa. Permítame que me presen­te. Soy médico.

Notero. —Tanto gusto.

Médico. —Soy médico… y no se ría, señor Arlt; acaba de ocurrirme con mi mujer, el suceso más estrafalario que pueda presentársele a un pro­fesional. Tan estrafalario, que ya le he dicho: entre romperle la cabeza

a mi esposa de un palo, o confiarme a usted, opto por lo último. Asegú­rese al aparato, no se vaya a caer de espaldas.

Notero. —Ya estoy hecho a noticias bombas, de manera que no me sorprenderá. Hable.

Médico. —Bueno; en estos momentos, mi señora está terminando de vestirse para ir a consultar a un curandero.

Notero. —¡Qué formidable! Usted es médico y ella…

Médico. —Y ella está terminado su “toilette” en compañía de una amiga, para ir a lo de un desvergonzado, que se las da de naturalista, con el objeto de que le adivine qué enfermedad padece, la cual, entre parénte­sis, consiste en unas eczemas, naturalmente duras de curar, debido a que es diabética.

Lo maravilloso del caso, es que el tipo ese dice diagnosticar las en­fermedades por la forma de la letra y el nombre de los pacientes, y mi mujer es tan simple que se lo cree, y no sólo se lo cree, sino que, ade­más, me hace un drama para que le permita visitar a ese tremendo pillete, que vive en Villa Domínico, y no cobra la consulta, pero receta yuyitos que un cómplice suyo, en la herboristería de la esquina, vende a peso de oro.

Notero. —Realmente es divertido su problema.

Médico. —Usted comprende que uno no ha cursado los seis años de escuela primaria y otros seis de bachillerato, más otros siete de Universi­dad, para terminar fracturándole el cráneo a su legítima esposa. Es in­compatible con la profesión; de manera que le agradecería profundísima­mente se molestara en escribir una nota sobre este caso, demostrativo de que hasta las mujeres de los médicos tienen aserrín en el cerebro.

Notero. —Encantado, señor. Precisamente estaba rumiando un po­co de bilis, de manera que usted quedará complacido, porque creo que me va a salir una nota chisposa de bronca.

Las necias se mueren por los charlatanes. Como las necias abundan, el problema del hombre inteligente es mucho más grave de lo que puede suponerse. Los charlatanes son los únicos individuos que acaparan la aten­ción de las frívolas y mentecatas. El autor de estas líneas no sabe a qué anomalía atribuir semejante fenómeno. ¿Se debe a la mentalidad casi in­fantil de las damnificadas? ¿O a su poca facilidad para concentrarse en los temas serios?

Una mujer duda del marido, del novio, del hermano y del padre, pe­ro tropieza en su camino con un desvergonzado locuaz, pirotecnia pura, gestos melodramáticos, apostura estudiada, teatralidad estilo novela de esa pavota llamada Delly, y padre, novio o marido, quedan anulados por el charlatán.

No hay nada que hacer. El charlatán ataca directamente la imaginación de la mujer, le subleva las glándulas de secreción interna, le altera el equilibrio, y sanseacabo, como dicen las viejas.

Inútil razonarles. Inútil demostrarles que el tío de los fuegos artificiales es un sinvergüenza que va a explotarles el poco seso y la mínima discreción que tienen y el insignificante discernimiento que atesoran. Inútil. Sólo una estaca podría obrar el milagro… que… ni una plantación de estacas surtirían el efecto que se desea provoquen los razonamientos.

Marido, hermano, novio, padre, en la obtusa fracasan todos. En cuanto un charlatán consigue infiltrarse en aquella microscópica zona de entendimiento con que la mujer se engalana, el trabajo más lógico, más rotundo, se estrella en la fulana, como el agua en un roquedal. No escucha ni quiere saber nada que pueda menoscabar la chatura de su fetiche. El punto de mira es el farsante que una vez se denomina curandero, otra profesor de cine o profesor de declamación o de cualquier otra pacada.

«Él me va a curar». «Él me va a mandar a Jolibud». «Él hará que yo supere a Berta Singerman».

Usted puede con la tabla pitagórica en la mano demostrarle, como dos y dos son cuatro, que el charlatán es un embaucador, un vivo y la fulana dirá que «sí», y al final irá a lo del vivo, porque el vivo, le demostrará que dos más dos son cinco.

Dice un refrán:

«Nada más dificl que hacerle beber agua a un burro que no tiene sed». Parodiando el proverbio se puede decir: «Nada más difícil que hacerle entender razones a una mujer que no quiere entenderlas. Más fácil es hacerle beber todo un río a un burro que no tiene sed».

En dichas circunstancias, marido, novio, hermano o padre, la conducta que deben adoptar es dejar que la futura engañada se parta la cabeza contra la pared… Eso es siempre un remedio… y de indiscutible eficacia.