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El tímido llamado

Por Roberto Arlt

Mientras baño mis ojos enfermos de un negro colirio”, escribe Ho­racio; en la epístola quinta del libro primero de Las sátiras.

Indudablemente, estoy obsesionado con la Oftalmología. Lo único que me consuela es que, hace un montón de siglos, un poeta romano ha­ya pasado las de Caín como yo; pero como no me voy a pasar la vida hablando de cosas pestosas, entremos, pues, a tratar al hombre del tími­do llamado… y verán que vale la pena.

A pesar de estar transitoriamente tuerto (no sé si me dejarán defini­tivamente, mis tres amigos, los oftalmólogos), con el único ojo en dispo­nibilidad ando por la calle viendo todo lo que me importa, y lo que no me importa también.

Pues bien; hoy a las doce y media he sido testigo de este insignificantí­simo hecho, que revela todo un mundo.

Un muchacho de veintitrés o veinticinco años, mal vestido, de expre­sión inteligente, se acercó’ a un suntuoso portal en la calle Charcas y tocó dos veces el timbre. Ahora bien; si ustedes hubieran observado con qué timidez el hombre apretó el botón; con qué prudencia, luego de tocarlo se retiró del portal y sacó una carta del bolsillo; si ustedes hubieran visto esto, comprenderían de sobra que ese muchacho iba a la tal casa a pedir algo, y a pedirlo con timidez; que los que no van a pedir suelen hacer sonar el timbre hasta que la batería se descarga.

El tan tímido llamado me emocionó. Comprendí toda la tragedia que en él se encerraba; porque sólo el que haya pasado amargos momentos en la vida sabe de qué modo se apoya el dedo en el timbre de la casa don­de vive un ballenato influyente o un tiburón voraz. Me acompaña un señor amigo y al hacerle la observación de qué modo el tal muchacho había llamado, me contestó:

-La misma suposición que hace usted acabo de hacerla yo.

Y nos detuvimos a esperar en el cordón de la vereda para ver lo que ocurría.

Salió, al minuto, el portero, y el muchacho lo saludó cortésmente. El otro lo miró, recogió la carta y volvió a cerrar la puerta en las narices del presunto postulante. Siempre es así. El de más abajo es el más duro con el que necesita algo.

Los tiburones, los buitres y los ballenatos tienen siempre un barniz de cultura que hace atender con una deferencia que, aunque fría, es siem­pre deferencia, al postulante.

En cambio, el portero del buitre o del tiburón, no. Es el más inexo­rable con el postulante. Es el punto trágico de éste. Afrontar el portero es el momento más doloroso en el vía crucis del que tiene que pedir algo, si sus botines están descalabrados y su traje deslucido o deslustrado por los codos.

El portero nunca contesta al saludo que le hace un hombre mal vesti­do. Y no tan sólo no contesta, sino que, además, le cierra las puertas en las narices a éste, como si estuviera temeroso de que hurtara algo del hall.

Cuando el portero vislumbra al postulante, lo primero que hace es tener con una mano el picaporte de la puerta y mirarle los botines al des­dichado. Y después de mirarle los botines, toma la carta, la observa por los dos costados, cierra la puerta y desaparece.

Esta mirada le hiela el corazón al postulante. Ha comprendido que su primer enemigo, que el primero que le negará el vaso de agua, es este mal educado que camina de casualidad en dos pies.

Y en cuanto la insultante catadura del portero ha desaparecido, se produce en el postulante una terrible emoción depresiva. Ahora siente que está en la calle, en la calle de la ciudad, porque no hay cosa más humi­llante que esa: esperar frente a una puerta cerrada, sabiendo que la gente que pasa lo mira y adivina que ha ido allí a pedir algo. Es un minuto, dos minutos, pero dos minutos parecidos a los que pasaría una persona decente amarrada a la picota, expuesta a todas las miradas que la desnu­dan, que la pesan y le asignan un rincón en el infierno de la desdicha.

Y mientras esos minutos pasan, el postulante piensa en la acogida que le hará el buitre; cavila si lo recibirá o no, y de qué modo, si lo recibe; y hasta prepara las frases con que hará su pedido. Dolorosísima situa­ción; en este intervalo, el alma del hombre se satura de esperanzas y de amargura; sabe que todas sus humillaciones son inútiles, que esa carta, que el portero ha recibido con un gesto desganado, no pesará nada en su destino y, sin embargo, como un náufrago, se aferra a esa única tabla, porque todo hombre, en realidad, no podría vivir si no estuviera cogido con los dientes a una mentira o una ilusión.

Recuerdo que un insigne pillete me decía una vez:

-Si quiere que lo traten con respeto, no se olvide de tener siempre en el ropero un traje nuevo y unos zapatos flamantes. Muérase de ham­bre, pero que no le falten guantes ni bastón. Aféitese, si no tiene navaja con un vidrio, y póngase, en vez de polvo, cualquier compuesto de pulir metales; pero si va a pedir algo vaya con la prestancia de un gran señor y la insolencia de un príncipe. La gente, en este país, sólo respeta a los insolentes y a los mal educados. Si usted entra a un juzgado o a una co­misaría hablando fuerte y sin quitarse el sombrero, todos le atenderán cortésmente, temeroso de que usted sea algún bandido que actúa en la política.

Lo mismo ocurre con los porteros. Sólo respetan los zapatos bien lustrados y el traje nuevo. Ya sabe, amigo postulante, pida; pero pida con orgullo, como si le hiciera un favor a aquel a quien le va a pedir algo.