Conversaciones de ladrones
A veces, cuando estoy aburrido, y me acuerdo de que en un café que conozco se reúnen algunos señores que trabajan de ladrones, me encamino hacia allí para escuchar historias interesantes.
Porque no hay gente más aficionada a las historias que los ladrones.
¿Este hábito provendrá de la cárcel? Como es lógico, yo nunca he pedido determinadas informaciones a esta gente que sabe que escribo, y que no tengo nada que ver con la policía. Además que el ladrón no gusta de ser preguntado. En cuanto se le pregunta algo, tuerce el gesto como si se encontrara frente a un auxiliar y en el despacho de una comisaría. Yo no sé si muchos de ustedes han leído Cuentos de un soñador, de Lord Dunsany. Lord Dunsany tiene, entre sus relatos maravillosos, uno que me parece viene a cuento. Es la historia de un grupo de vagabundos. Cada uno de ellos cuenta una aventura. Todos lloran menos el narrador. Terminado el relato, el narrador se incorpora al círculo de oyentes; otro, a su vez, reanuda una nueva novela que hace llorar también al reciente narrador.
Bueno; el caso es que entre los ladrones ocurre lo mismo. Siempre es a la una o a las dos de la madrugada. Cuando, por A o por B, no tienen que trabajar, es casi siempre en un período de vida en que anuncian un formal propósito de vivir decentemente. Aquí ocurre algo extraño. Cuando un ladrón anuncia su propósito de vivir decentemente, lo primero que hace es solicitar que le “levanten la vigilancia”. En este intervalo de vacaciones prepara el plan de un “golpe” sorprendente. La policía lo sabe; pero la policía necesita de la existencia del ladrón; necesita que cada año se arroje una nueva hornada de ladrones sobre la ciudad, porque si no su existencia no se justificaría.
En dicho intervalo, el ladrón frecuenta el café. Se reúne con otros amigos.
Es después de cenar. Juega a los naipes, a los dados o al dominó. Algunos también juegan al ajedrez.
El comisario Romayo, me enseñó una vez el cuaderno de un ladrón, en cuya casa acababa de hacer un allanamiento. Este ladrón, que trabajaba de carrero, era un ajedrecista excelente. Tenía anotados nombres de maestros y soluciones de problemas ajedrecísticos resueltos por él. Este asaltante hablaba de Bogoljuboff y Alekhine con la misma familiaridad con que un “burrero” habla de pedigrees, aprontes y performances.
A la una o las dos de la madrugada, cuando se han aburrido de jugar, cuando algunos se han ido y otros acaban de llegar, se hace en torno de cualquier mesa un círculo adusto, aburrido, canalla. Círculo silencioso, del cual, de pronto, se escapan estas palabras:
-¿Saben? En Olavarría lo trincaron al Japonés.
Todos los malandras levantan la cabeza. Uno dice:
-¡El Japonés! ¿Te acordás cuando yo anduve por Bahía Blanca? Las corrimos juntos con el Japonés.
Ahora el aburrimiento se ha disuelto en los ojos, y los cogotes se atiesan en la espera de una historia. Podría decirse que el que habló estaba esperando que cualquier frase dicha por otro le sirviera de trampolín, para lanzar las historias que envasa.
-El Japonés. ¿No era el que estuvo en…? Dicen que estuvo en el asalto con la Vieja…
Uno me mira a mí.
-Son “mulas de investigaciones”. ¡Qué va estar en el asalto!
-Cierto es que si usted de noche se lo encuentra al Japonés…
-Mira che. El Japonés es como una niña, de educado.
Estalla una carcajada, y otro:
-Será como una niña, pero te lo regalo. ¿De dónde sacas que es como una niña?
-Cuando yo tenía dieciséis años estuve detenido con él, en Mercedes… Era como una niña, te digo. Venían las señoras de caridad, nos miraban y decían: “¡Pero es posible que esos chicos sean ladrones!”. Y me acuerdo que yo contestaba: “No señoritas, es un error de la policía. Nosotros somos de familia muy bien”. Y el Japonés decía: “Yo quiero ir con mi mamita”… Si te digo que es como una niña.
Estallan las risas, y un ladrón me toma del brazo y me dice:
-Pero no le crea. Usted ve la jeta que tengo yo, ¿no? Bueno. Yo soy un angelito al lado del Japonés. Pero mire: lo encuentra al Japonés un “lonyi”, y de sólo verlo, raja como si viera la muerte. Y éste dice que era una niña… Yo me acuerdo de una quesería que asaltamos con el Japonés… Nos llevamos como doscientos quesos en un carrito. ¡El laburo para venderlos!…. ¡Y el olor! Si se seguía la pista con solo olernos…
Otro:
-Lo que es ahora el oficio está arruinado. Se han llenado de mocosos batidores. Cualquier gil quiere ser ladrón.
Yo miro, reflexiono y digo:
-Efectivamente, ustedes tienen razón; ladrón no puede ser cualquiera…
-¡Pero claro! Es lo que digo yo … Si yo me quisiera meter a escribir sus notas, no las podría hacer. ¿No?… Y así es con el “oficio”. A ver; dígame, ¿cómo haría usted para robarle ahora al patrón que está en la caja?… Vea que el cajón está abierto…
-No sé…
-¡Pero amigo! ¡Que no se diga! Vea; se acerca al mostrador y le dice al patrón: “Alcánceme esa botella de vermouth”. El patrón ladea el cuerpo para ese lado del estante. En cuanto el hombre está por retirar la botella, usted le dice: “No, esa no: la de más arriba”. Como el trompa está de espalda, usted puede limpiarle la caja… ¿Se da cuenta?… -Yo me admiro convencionalmente, y el otro continúa-: ¡Oh! Eso no es nada. Hay “trabajos” lindos… limpios… Ese del robo de la agencia Nassi… Esa es muchachada que promete…
-¿Y el Japonés? Me acuerdo: veníamos una vez en el tren… íbamos para Santa Rosa…
Son las tres de la madrugada. Son las cuatro. Un círculo de cabezas… un narrador. Digase lo que se quiera, las historias de ladrones son magníficas; las historias de la cárcel… Cinco de la madrugada. Todos miran sobresaltados el reloj. El mozo se acerca somnoliento y, de pronto, en diversas direcciones, pegados casi a las paredes, elásticos como panteras y rápidos en la desaparición, se escurren los malandrines. Y de cinco de ellos, cuatro tienen pedido levantamiento de vigilancia. ¡Para mejor robar!…