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Apuntes filosóficos acerca del hombre que "se tira a muerto"

Por Roberto Arlt

Antes de iniciar nuestro grandioso y bello estudio acerca del “hom­bre que se tira a muerto”, es necesario que nosotros, humildes mortales, ensalcemos a Marcelo de Courteline, el magnífico y nunca bien pondera­do autor de Los señores chupatintas, y el que más amplia y jovialmente ha tratado de cerca al gremio nefasto de los “que se tiran a muerto”, gre­mio parásito e imperturbable, que tiene puntos de contacto con el “sque­nun”, gremio de sujetos que tienen caras de otarios y que son más despa­bilados que linces. Y cumplido ya nuestro deber con el señor de Courteli­ne, entramos de lleno en nuestra simpática apología.

Hay una rueda de amigos en un café. Hace una hora que “le dan a los copetines”, y de pronto llega el ineludible y fatal momento de pa­gar. Unos se miran a los otros, todos esperan que el compañero saque la cartera, y de pronto el más descarado o el más filósofo da fin a la cues­tión con estas palabras:

-Me tiro a muerto.

El sujeto que anunció tal determinación, acabadas de pronunciar las palabras de referencia, se queda tan tranquilo como si nada hubiera ocu­rrido; los otros lo miran, pero no dicen oste ni moste, el hombre acaba de anticipar la última determinación admitida en el lenguaje porteño: Se tira a muerto.

¿Quiere ello decir que se suicidará? No, ello significa que nuestro per­sonaje no contribuirá con un solo centavo a la suma que se necesita para pagar los copetines de marras.

Y como esta intención está apoyada por el rotundo y fatídico anun­cio de “me tiro a muerto”, nadie protesta.

Con meridiana claridad que nos envidiaría un académico o un con­feccionador de diccionarios, acabamos de establecer la diferencia funda­mental que establece el acto de “tirarse a muerto”, con aquel otro adjeti­vo de “squenun”.

Hacemos esta aclaración para colaborar en el porvenir del léxico ar­gentino, para evitar confusiones de idioma tan caras a la academia de los fósiles y para que nuestros devotos lectores comprendan definitivamente la distancia que media entre el “squenun” y el “hombre que se tira a muerto”.

El “squenun” no trabaja. El “hombre que se tira a muerto” hace como que trabaja. El primero es el cínico de la holgazanería; el segundo, el hipócrita del dolce far riente. El primero no oculta su tendencia a la; vagancia, sino que por el contrario la fomenta con sendos baños de sol; el segundo acude a su trabajo, no trabaja, pero hace como que trabaja, cuando lo puede ver el jefe, y luego “se tira a muerto” dejando que sus; compañeros de deslomen trabajando.

¿El que “se tira a muerto” es un hombre que después de tantas cavi­laciones llegó a la conclusión de que no vale la pena trabajar? No. No se “tira a muerto” el que quiere, sino el que puede, lo cual es muy distinto.

El que “se tira a muerto”, ya ha nacido con tal tendencia. En la es­cuela era el último en levantar la mano para poder pasar a dar la lección, o si le conocía las mañas al maestro, levantaba el brazo siempre que éste no lo iba a llamar, creyendo que sabía la lección.

Cuando más infante, se hacía llevar en brazos por la madre, y si lo querían hacer caminar, lloraba como si estuviera muy cansado, porque en su rudimentario entendimiento era más cómodo ser llevado que llevar­se a sí mismo.

Luego ingresó a una oficina, descubrió con su instinto de parásito cuál era el hombre más activo, y se apegó a él, de modo que teniendo que hacer entre los dos un mismo trabajo, en realidad éste lo hiciera, por­que tan lleno de errores estaba el trabajo del que “se tira a muerto”.

Y los jefes acabaron por acostumbrarse al hombre que “se tira a muer­to”. Primero protestaron contra “ese inútil”, luego, hartos, le dejaron hacer, y el hombre que “se tira a muerto” florece en todas las oficinas, en todas nuestras reparticiones nacionales, aun en las empresas donde es sagrada ley chuparle la sangre al que aún la tiene.

La naturaleza con su sabia previsión de los acontecimientos sociales y naturales, y para que jamás le faltara tema a los caballeros que se dedi­can a hacer notas, ha dispuesto que haya numerosas variedades del ejem­plar del hombre que “se tira a muerto”.

Así, hay el hombre que no se puede “tirar espontáneamente a muer­to”. Lo atrae el dolce far niente, pero este placer debe ir acompañado de otro deleite: la simulación de que trabaja.

Le veréis frente a la máquina de escribir, grave el gesto, taciturna la expresión, borrascosa la frente. Parece un genio, el que le mira se dice:

-¡Qué cosas formidables debe pensar ese hombre! ¡Qué trabajo im­portantísimo debe de estar realizando!

Inclinémonos ante la sabiduría del Todopoderoso. El, que provee de alimentos al microbio y al elefante a un mismo tiempo; él, que lo reparte todo, la lluvia y el sol, ha hecho que por cada diez hombres que “se tiran a muertos”, haya veinte que quieran hacer méritos, de modo. que por sa­bia y trascendental compensación, si en una oficina hay dos sujetos que todo lo abandonan en manos del destino, en esa misma oficina hay siem­pre cuatro que trabajan por ocho, de modo que nada se pierde ni nada se gana. Y veinte restantes hacen sebo de modo razonable.