[¿cómo editar?] | [source]

Ventanas iluminadas

Por Roberto Arlt

La otra noche me decía el amigo Feilberg, que es el coleccionista de las historias más raras que conozco:

-¿Usted no se ha fijado en las ventanas iluminadas a las tres de la mañana? Vea, allí tiene argumento para una nota curiosa.

Y de inmediato se internó en los recovecos de una historia que no hubiera despreciado Villiers de L’Isle Adam o Barbey de Aurevilly o el barbudo de Horacio Quiroga. Una historia magnífica relacionada con una ventana iluminada a las tres de la: mañana.

Naturalmente, pensando después en las palabras de este amigo, llegué a la conclusión de que tenía razón, y no me extrañaría que don Ramón Gómez de la Serna hubiera utilizado este argumento para una de sus geniales greguerías.

Ciertamente, no hay nada más llamativo en el cubo negro de la no-1 che que ese rectángulo de luz amarilla, situado en una altura, entre el prodigio de las chimeneas bizcas y las nubes que van pasando por encima de la ciudad, barridas como por un viento de maleficio.

¿Qué es lo que ocurre allí? ¿Cuántos crímenes se hubieran evitado si en ese momento en que la ventana se ilumina, hubiera subido a espiar ; un hombre?

¿Quiénes están allí adentro? ¿Jugadores, ladrones, suicidas, enfer­mos? ¿Nace o muere alguien en ese lugar?

En el cubo negro de la noche, la ventana iluminada, como un ojo, vigila las azoteas y hace levantar la cabeza de los trasnochadores que de pronto se quedan mirando aquello con una curiosidad más poderosa que el cansancio.

Porque ya es la ventana de una buhardilla, una de esas ventanas de madera deshechas por el sol, ya es una ventana de hierro, cubierta de cor­tinados, y que entre los visillos y las persianas deja entrever unas rayas de luz. Y luego la sombra, el vigilante Ve se pasea abajo, los hombres que pasan de mal talante pensando en los líos que tendrán que solventar con sus respetables esposas, mientras que la ventana iluminada, falsa co­mo mula bichoca, ofrece un refugio temporal, insinúa un escondite con­tra el aguacero de estupidez que se descarga sobre la ciudad en los tran­vías retardados y crujientes.

Frecuentemente, esas piezas son parte integral de una casa de pen­sión, y no se reúnen en ellas ni asesinos ni suicidas, sino buenos mucha­chos que pasan el tiempo conversando mientras se calienta el agua para tomar mate.

Porque es curioso. Todo hombre que ha traspuesto la una de la ma­drugada, considera la noche tan perdida, que ya es preferible pasarla de pie, conversando con un buen amigo. Es después del café; de las rondas por los cafetines turbios. Y juntos se encaminan para la pieza, donde, fatalmente, el que no la ocupa se recostará sobre la cama del amigo, mien­tras que el otro, cachazudamente, le prende fuego al calentador para pre­parar el agua para el mate.

Y mientras que sorben, charlan. Son las charlas interminables de las tres de la madrugada, las charlas de los hombres que, sintiendo cansado el cuerpo, analizan los hechos del día con esa especie de fiebre lúcida y sin temperatura, que en la vigilia deja en las ideas una lucidez de delirio.

Y el silencio que sube desde la calle, hace más lentas, más profun­das, más deseadas las palabras.

Esa es la ventana cordial, que desde la calle mira el agente de la es­quina, sabiendo que los que la ocupan son dos estudiantes eternos resol­viendo un problema de metafísica del amor o recordando en confidencia hechos que no se pueden embuchar toda la noche.

Hay otra ventana que es tan cordial como ésta, y es la ventana del paisaje del bar tirolés.

En todos los bares “imitación Munich” un pintor humorista y ge­nial ha pintado unas escenas de burgos tiroleses o suizos. En todas estas escenas aparecen ciudades con tejados y torres y vigas, con calles torci­das, con faroles cuyos pedestales se retuercen como una culebra, y abra­zados a ellos, fantásticos tudescos con medias verdes de turistas y un som­brerito jovial, con la indispensable pluma. Estos borrachos simpáticos, de cuyos bolsillos escapan golletes de botellas, miran con mirada lacri­mosa a una señora obesa, apoyada en la ventana, cubierta de un extraor­dinario camisón, con cofia blanca, y que enarbola un tremendo garrote desde la altura.

La obesa señora de la ventana de las tres de la madrugada, tiene el semblante de un carnicero, mientras que su cónyuge, con las piernas de alambre retorcido en torno del farol, trata de dulcificar a la poco amable “frau”.

Pero la “frau” es inexorable como un beduino. Le dará una paliza a su marido.

La ventana triste de las tres de la madrugada, es la ventana del po­bre, la ventana de esos conventillos de tres pisos, y que, de pronto, al ilu­minarse bruscamente, lanza su resplandor en la noche como un quejido de angustia, un llamado de socorro. Sin saber por qué se adivina, tras el súbito encendimiento, a un hombre que salta de la cama despavorido, a una madre que se inclina atormentada de sueño sobre una cuna; se adi­vina ese inesperado dolor de muelas que ha estallado en medio del sueño y que trastornará a un pobre diablo hasta el amanecer tras de las cortinas raídas de tanto usadas.

Ventana iluminada de las tres de la madrugada. Si se pudiera escri­bir todo lo que se oculta tras de tus vidrios biselados o rotos, se escribiría el más angustioso poema que conoce la humanidad. Inventores, rateros, poetas, jugadores, moribundos, triunfadores que no pueden dormir de alegría. Cada ventana iluminada en la noche crecida, es una historia que aún no se ha escrito.