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Capítulo tercero

El látigo

La treta ideada por Erdosain y llevada a cabo por el Astrólogo tuvo éxito, y éste resolvió que el día miércoles se llevara a cabo la primera reunión en la que se conocerían los «jefes».

El día martes, a las cuatro de la tarde, Erdosain recibió la visita del Astrólogo, quien le avisó que el miércoles de esa semana, a las nueve de la mañana, se reunirían los jefes en Témperley.

El Astrólogo permaneció en compañía de Erdosain unos minutos, y cuando éste bajaba la escalera, examinando sobresaltado su reloj, dijo a aquél:

-Caramba… son las cuatro, tengo que ir a un montón de sitios… lo espero mañana a las nueve… ¡Ay! yo he pensado que el único que podía desempeñar el puesto de Jefe de Industrias era usted. Bueno, mañana conversaremos… ¡Ah!, no se olvide de presentar… me­jor dicho, de prepararse un proyecto sobre turbinas hidráulicas, un tipo para usina de monta­ña, sencillo. Sería para la colonia y los trabajos de electrometalurgia.

-¿Cuántos kilowats?

-No sé… eso debe estudiarlo usted. Habrá hornos eléctricos… en fin, arrégleselas usted. Además, ha llegado el Buscador de Oro, mañana él le dará detalles más concretos. Prepárese para que no lo sorprenda el asunto. Diablo, se hace tarde… hasta mañana… -arre­glándose la chistera llamó a un chofer que pasaba y se acomodó en el automóvil.

Al día siguiente, Erdosain, caminando por las veredas de Témperley, observaba asom­brado que hacía mucho tiempo que no gozaba de una emoción de sosiego semejante.

Caminaba despacio. Aquellos túneles vegetales le daban la sensación de un trabajo titánico y disforme. Miraba deleitado los senderos de grano rojo en los parques, que avanza­ban sus láminas escarlatas hasta los prados, manteles verdes esmaltados de flores violáceas, amarillas y rojas. Y si levantaba los ojos, se encontraba con aguanosos pozales en el cenit, que le producían un vértigo de caída, pues de pronto el cielo desaparecía en sus pupilas y le dejaba en los ojos una negrura de ceguera, aclarándose el pensamiento en un furtivo maripo­seo de átomos de plata, que a su vez se evaporaban, transformándose en terribles azulencos ásperos y secos, ahora en lo alto, como cavernas de azul metileno. Y el placer que la mañana suscitaba en él, el goce nuevo, soldaba los trozos de su personalidad, rota por los anteriores sufrimientos del desastre, y sentía que su cuerpo estaba ágil para toda aventura.

-Augusto Remo Erdosain -tal como si pronunciar su nombre le produjera un placer físico, que duplicaba la energía infiltrada en sus miembros por el movimiento.

Por las calles oblicuas, bajo los conos del sol, avanzaba sintiendo la potencia de su personalidad flamante: Jefe de Industrias. La frescura del camino botánico le enriquecía de grandores la conciencia. Y esta satisfacción lo aplomaba en las calles, como a esos muñecos de celuloide el lastre de plomo. Pensaba que se mostraría irónico en la reunión, y un desprecio malévolo le surgía para los débiles del mundo. El planeta era de los fuertes, eso mismo, de los fuertes. Arrasarían al mundo y se presentarían a la canalla que se encalla el trasero en las butacas de todas las oficinas, blindados de grandeza, semejantes a emperadores solitarios y crueles. Se imaginaban nuevamente en un desmesurado salón de muros encristalados cuyo centro lo ocupaba una mesa redonda. Sus cuatro secretarios con papeles en las manos y las plumas tras de la oreja se acercaban a consultarle, mientras que en un rincón, con los sombre­ros en las manos, inclinadas las cabezas canosas, estaban los delegados de los obreros. Y Erdosain volviéndose hacia ellos les decía simplemente: «O mañana vuelven al trabajo o los fusilaremos». Eso era todo. Hablaba poco y en voz baja, y su brazo estaba fatigado de firmar decretos. Lo mantenía en pie la ferocidad de los tiempos que necesitaban el alma de un tigre para adornar los confines de todos los crepúsculos de siniestros fusilamientos.

Avanzaba ahora hacia la quinta del Astrólogo con el corazón batiente de entusiasmo, repitiéndose la frase de Lenin, como una musiquita llena de voluptuosidad:

«-¡Qué diablo de revolución es ésta si no fusilamos a nadie!».

Al llegar a la quinta y entreabrir una de las puertas, vio venir a su encuentro al Astrólogo, cubierto de un largo guardapolvo gris y un sombrero de paja.

Con amistad se estrecharon fuertemente las manos al tiempo que decía el Astrólogo:

Barsut está tranquilo, ¿sabe? Yo creo que no va a oponer mucha resistencia para firmar el cheque. Ya llegaron esos tipos, pero primero veremos a Barsut. ¡Que esperen, qué diablo! ¿Se da cuenta usted de mi situación? Con ese dinero el mundo es nuestro.

Ahora habían entrado al escritorio y el Astrólogo, haciendo girar el anillo con la piedra violeta y mirando el mapa de Estados Unidos, prosiguió:

-Conquistaremos la tierra, realizaremos nuestra «idea»… podemos instalar un prostí­bulo en San Martín o en Ciudadela, y la colonia de los Santos en la montaña. ¿Quién más apto para regentear el prostíbulo que el Rufián Melancólico? Le nombraremos Gran Patriar­ca Prostibulario.

Erdosain se acercó a la ventana… Los rosales vertían un perfume potentísimo, agu­do, todo el espacio se poblaba de una fragancia roja, fresca como un caudal de agua. Moscar­dones de alas de cristal revoloteaban en torno de las manchas escarlatas de los granados. Erdosain permaneció algunos segundos así. El espectáculo lo retrotrajo a la idéntica tarde aquella en que había estado allí, en el mismo lugar. Y sin embargo, no se imaginaba que la noche lo esperaba con la sorpresa de la partida de Elsa.

El verdor multiforme penetraba por sus ojos, pero él no lo veía. Allá en el fondo de su existencia, con la mejilla apoyada en los pezones violetas de un cuadrado pecho masculi­no, estaba su esposa, lánguida, la mirada floja, los labios entreabiertos para la obscena boca del otro.

Un pájaro pasó ante sus ojos, y Erdosain volviéndose al Astrólogo, dijo con voz forzadamente suave:

-Hombre, haga usted lo que quiera. -Luego sentóse, encendió un cigarrillo y obser­vándolo al otro, que con un compás marcaba un círculo en un mapa azul, preguntó-: ¿Pero qué piensa hacer usted? ¿El Rufián Melancólico se prestará para administrar los prostíbulos?

-Sí, de eso no hay cuidado y Barsut no va a oponer mayor resistencia.

-¿Siempre está en la cochera?

-Me pareció prudente secuestrarlo. Lo encadené en la caballeriza.

-¿En la caballeriza?

-Era el único lugar sólido donde lo podía guardar. Además, en una pieza arriba de la cochera duerme el Hombre que vio a la Partera…

-¿Qué es eso?

-Algún día le contaré. Vio la partera y no puede dormir de noche. Bueno, yo había pensado que usted…

-¿Cómo, voy a ser el que…?

-Déjeme hablar. Que usted lo viera y tratara de convencerlo para que firmara, en fin, que le expusiera nuestras ideas…

-Va a haber que hacerlo firmar a la fuerza…

-Pero, ¿cómo? Yo, naturalmente, soy enemigo de la violencia, pero usted me entien­de. Nuestra idea está por encima de todo sentimentalismo, de eso es lo que usted debe enterarlo a Barsut, en fin, que nosotros no quisiéramos vernos en la obligación de tostarle los pies u otra cosa peor… para que nos firmara el cheque.

-¿Y usted está dispuesto?

-Sí, nosotros estamos dispuestos porque no podemos perder esta única oportunidad. Yo contaba con su invento de la rosa de cobre, pero eso es lento. Al Rufián Melancólico no conviene pedirle dinero. Si no lo tiene lo pondremos en un apuro, y si lo tiene y no nos lo quiere dar, perderemos un amigo. El hecho de que haya sido generoso con usted no quiere decir que lo sea con nosotros. Además, es un neurasténico que no sabe lo que da de sí.

Erdosain miraba por los cuadriláteros formados por los hierros de la ventana, las manchas escarlatas en las copas verdes de los granados. Una franja amarilla de sol cortaba el muro en lo alto de la estancia. Una tristeza enorme pasó por su corazón. ¿Qué es lo que había hecho de su vida?

El astrólogo reparó en su silencio y dijo:

-Vea, Erdosain. No nos queda otro remedio que afrontar todo o abandonar. La vida es así, triste… ¿pero qué quiere que hagamos? Yo también sé que lo agradable sería hacer las cosas sin sacrificios.

-Es que en este caso el sacrificio es otro…

-Y nosotros, Erdosain, y nosotros que nos jugamos la cárcel y la libertad por tiempo indeterminado. ¿Usted no ha leído las «Vidas Paralelas» de Plutarco?

-No…

-Pues se las voy a regalar para que leyéndolas aprenda que la vida humana vale menos que la de un perro, si para imprimir un nuevo rumbo a la sociedad, hay que destruir esa vida. ¿Sabe usted cuántos asesinatos cuesta el triunfo de un Lenin o de un Mussolini? A la gente no le interesa eso. ¿Por qué no le interesa? Porque Lenin y Mussolini triunfaron. Eso es lo esencial, lo que justifica toda causa injusta o justa.

-¿Y quién lo va a asesinar a Barsut?

-Bromberg, el que vio a la partera…

-Usted no me había dicho…

-Ni había objeto, porque de ese lado todo estaba resuelto.

Una ráfaga de perfume se volcó en la estancia. Se hizo nítido el ruido del agua que caía en el tonel.

-Así que el asunto ya lo conocemos…

-Usted, yo y Bromberg…

-Demasiada gente para un secreto…

-No, porque Bromberg es mi esclavo, es esclavo de sí mismo, que es lo peor.

-Perfectamente, pero usted me va a entregar a mí un documento firmado en el que usted y Bromberg se confiesen autores del crimen.

-¿Y para qué quiere usted eso?

-Para estar seguro que no me engaña.

Con gesto maquinal el Astrólogo acomodó su galera, cogió su mongólico rostro entre sus gruesos dedos, y caminó hasta el centro de la estancia, así, con el codo apoyado en la palma de la otra mano, y dijo:

-No tengo inconvenientes en darle lo que usted me pide, pero no se olvide de esto. Yo vivo exclusivamente para realizar mi idea. Vienen tiempos extraordinarios. Yo no podría explicarle todos los prodigios que van a ocurrir porque no tengo tiempo ni ganas de discutir. Vienen sin duda tiempos nuevos. ¿Quienes los conocerán? Los elegidos. El día que yo en­cuentre un hombre capaz de substituirme y la empresa esté encaminada, me retiraré a meditar a la montaña. En tanto, todos los que me rodean me deben absoluta obediencia. Esto debe entenderlo usted si no quiere seguir el camino del otro…

-Esa no es forma de hablar.

-Sí, es forma, porque yo le voy a firmar a usted el documento que me pide.

-No lo preciso…

-¿Va a necesitar dinero usted?

-Sí, unos dos mil pesos para…

-No me diga… Se le entregará…

-Además, no quiero tener nada que ver con el asunto de los prostíbulos…

-Muy bien, llevará la contabilidad, pero ¿sabe ahora lo que nos hace falta? Es descu­brir un símbolo vulgar para entusiasmar al populacho…

-Lucifer.

-No, ése es un símbolo místico… intelectual… Hay que descubrir algo grosero y estúpido… algo que entre por los sentidos de la multitud como la camisa negra… Ese diablo ha tenido talento. Descubrió que la psicología del pueblo italiano era una psicología de bar­bero y tenor de opereta… En fin, veremos, ya tengo pensada una jerarquía, algo interesante… lo hablaremos otro día… puede que resulte…

-El caso es que podamos sostenernos…

-Eso se descuenta… los prostíbulos van a dar… ¿pero va a ir a verlo a Barsut? ¿Sabe lo que le dirá?

-Sí…

Erdosain salió en dirección a la cochera, en donde estaban instaladas las caballeri­zas. Era aquélla una casona de gruesas paredes y con piso alto donde había numerosas piezas vacías, recorridas de ratas.

En una de ellas vivía, o mejor dicho, dormía, el siniestro Bromberg, a quien Erdosain había visto el día del secuestro.

Comprendía que ahora iba en camino hacia un hundimiento del cual no se imaginaba de qué forma saldría maltrecha su vida, y esta incertidumbre así como su absoluta falta de entusiasmo por los proyectos del Astrólogo, le causaba la impresión de que estaba obrando en falso, creándose gratuitamente una situación absurda. «Todo había hecho bancarrota en mí», diríase más tarde; mas sobreponiéndose a su cansancio e indiferencia marchaba hacia la cochera. Su corazón golpeaba fuertemente al saber que se encontraría «con el enemigo». A instantes arrugaba el ceño y su rencor era evidente.

Abrió el candado, descorrió la cadena y súbitamente encurioseado empujó una de las hojas del portón.

El prisionero se disponía a comer, desnudos los brazos en el círculo de la luz amari­lla que sobre una mesa de pino extendía la lámpara de kerosene.

Estaba Barsut sentado bajo el triángulo de la pesebrera metálica, entre los muros de madera de un box, y al verlo a Erdosain arrugando la frente, detuvo por un segundo la acei­tera con que regaba un trozo de carne rodeada de patatas; luego, sin decir palabra que revela­ra su sorpresa, se engolfó nuevamente en su nutricio trabajo. Alargando el brazo y cogiendo entre sus dedos una pizca de sal espolvoreó las patatas. Guardaba compostura sombría a pesar de que un agujero de su camiseta rosa dejaba ver su sobaco negro.

Los ojos fijos en el fiambre, certificaban que Barsut le daba más importancia a su vianda que a Erdosain, detenido a tres pasos de allí. El resto del establo permanecía en la oscuridad. Por los intersticios de los muros entraban oblicuas saetas de sol que dejaban en el polvo del suelo porosos discos de oro.

Barsut no se dignaba ver nada. Apretó el pan en la tabla de la mesa, cortó enérgica­mente una rebanada, se sirvió soda, no sin previamente lanzar un chorro contra el piso para limpiar la boquilla, y luego se inclinó para leer un libraco al costado de su plato, mientras masticaba una mezcla de carne, pan y patatas.

Erdosain se apoyó en una pilastra que soportaba el techo, mareado del olor a pasto seco, y con los ojos entrecerrados distinguió a Barsut, que tenía medio rostro iluminado por la verdosa claridad de la pantalla, mientras sus maxilares se movían en la luz cruda que arrojaba el mechero de la lámpara. En estas circunstancias giró la cabeza y distinguió un látigo colgado en la pared.

Erdosain se sobresaltó. Tenía el mango largo y la lonja corta, y Barsut, que ahora seguía su mirada, frunció el labio despectivamente. Erdosain miró sucesivamente al hombre y al látigo y sonrió nuevamente. Se dirigió hacia el rincón y descolgó la fusta. Ahora Barsut se había puesto de pie y con los ojos terriblemente fijos en Erdosain, echaba el cuerpo afuera del box. Las venas del cuello se le dilataron extraordinariamente. Iba a hablar, pero el orgullo le impedía pronunciar una sola palabra. Sonó un chasquido seco. Erdosain había descargado un rebencazo en la madera para probar la flexibilidad del cuero, luego se encogió de hombros y la oblicua solar que cortaba las tinieblas fue atravesada por una raya negra, y el látigo cayó entre el pasto.

Erdosain se paseaba en silencio por el establo. Pensaba que aquella vida estaba en sus manos, que nadie podía arrebatársela, mas este sentimiento no lo hacía más feliz. Barsut encima de la divisoria de madera observaba el campo soleado, por la hendija que dejaba el portalón.

Habían cambiado los tiempos. Eso era todo. Lo miró con rencor a Barsut:

-¿Vas a firmar el cheque o no?

Barsut se encogió de hombros y Erdosain no volvió a preguntar. Quizás él se encon­trara algún día y a esa misma hora en una celda oscura mientras que su memoria evocaría en aquel mismo instante el espectáculo de una cancha con piso de polvo de ladrillo, a la orilla del río, y las raquetas reticulando el cielo, de algunas chicas jugando al tenis. Y sin poderse contener exclamó no tanto dirigiéndose a Barsut, como hablándose a sí mismo:

-¿Te acordás? Yo tenía para vos cara de infeliz. No hables. Y vos no sabías lo que yo estaba sufriendo. Ni vos ni ella. Callate. ¿Te pensás que me interesa tu dinero? No, hombre. Lo que hay es que estoy triste. Vos y ella me han llevado a todo esto. No sé ni por qué hablo. Lo único que sé es que estoy cansado. Pero para qué hablar… -Y se disponía a salir cuando el Astrólogo entró. Barsut le revisó las manos con la mirada y el Astrólogo, removiendo la chistera en la cabeza, tomó la lámpara, la apagó y sentándose en un cajón, dijo:

-Venía a verlo para que arregláramos esa cuestión del cheque. Usted sabrá que por eso lo secuestramos. Claro está que yo no le hablaría a usted de esta forma si en la libreta que le encontramos en el bolsillo y que Erdosain quiso quemar, impidiéndolo yo, no hubiera leído un pensamiento sencillamente formidable: «El dinero convierte al hombre en un dios. Luego Ford, es un dios. Si es un dios puede destruir la luna».

Aquello era mentira, pero Barsut no se conmovió.

Erdosain observaba el impenetrable rostro romboidal del Astrólogo. Era evidente que éste estaba ejecutando una comedia y que en ella Barsut no creía, seguro de que el otro le engañaba.

El Astrólogo continuó:

-Al principio, ese pensamiento me pareció una de las tantas estupideces que abundan en sus divagaciones… Sin embargo, terminé por preguntarme involuntariamente por qué el dinero puede convertir en dios a un hombre, y de pronto me di cuenta que usted había descu­bierto una verdad esencial. ¿Y sabe cómo comprobé que usted tenía razón? Pues pensando que Henry Ford con su fortuna podía comprar la suficiente cantidad de explosivo como para hacer saltar en pedazos un planeta como la luna. Su postulado se justificaba.

-Ciertamente -rezongó Barsut, halagado en su fuero interno.

-Entonces me di cuenta que toda la antigüedad clásica, que los escritores de todos los tiempos, salvo usted que había escrito esta verdad sin saber explotarla, no habían concebido jamás que hombres como Ford, Rockefeller o Morgan fueran capaces de destruir la luna… tuvieran ese poder… poder que, como le digo, las mitologías sólo pudieron atribuir a un dios creador. Y usted, implícitamente, sentaba de hecho un principio: el comienzo del reinado del superhombre.

Barsut volvió la cabeza para examinar el Astrólogo. Erdosain comprendió que éste hablaba seriamente.

-Ahora bien, cuando llegué a la conclusión de que Morgan, Rockefeller y Ford eran por el poder que les confería el dinero algo así como dioses, me di cuenta que la revolución social sería imposible sobre la tierra porque un Rockefeller o un Morgan podían destruir con un solo gesto una raza, como usted en su jardín un nido de hormigas.

-Siempre que tuvieran el coraje de hacerlo.

-¿El coraje? Yo me pregunté si era posible que un dios renunciara a sus poderes… Me pregunté si un rey del cobre o del petróleo llegaría a dejarse despojar de sus flotas, de sus montañas, de su oro y de sus pozos, y me di cuenta que para privarse de ese fabuloso mundo había que tener la espiritualidad de un Buda o de un Cristo… y que ellos, los dioses que disponían de todas las fuerzas, no permitirían jamás su exacción. En consecuencia, tendría que acontecer algo enorme.

-No lo veo… Yo escribí ese pensamiento guiado por otros móviles.

-Interesa poco. Lo enorme es esto: La humanidad, las multitudes de las enormes tierras han perdido la religión. No me refiero a la católica. Me refiero a todo credo teológico. Entonces los hombres van a decir: «¿Para qué queremos la vida?…» Nadie tendrá interés en conservar una existencia de carácter mecánico, porque la ciencia ha cercenado toda fe. Y en el momento que se produzca tal fenómeno, reaparecerá sobre la tierra una peste incurable… la peste del suicidio… ¿Se imagina usted un mundo de gentes furiosas, de cráneo seco, mo­viéndose en los subterráneos de las gigantescas ciudades y aullando a las paredes de cemento armado: «¿Qué han hecho de nuestro dios?…» ¿Y las muchachitas y las escolares organizan­do sociedades secretas para dedicarse al sport del suicidio? ¿Y los hombres negándose a engendrar hijos que el iluso Berthelot creía que se alimentarían con pastillas sintéticas?…

-Es mucho suponer -dijo Erdosain.

El Astrólogo se volvió hacia él, asombrado. Le había olvidado.

-Claro, no sucederá mientras los hombres no reparen en qué se funda su desdicha.

Eso es lo que ha pasado en realidad con los movimientos revolucionarios de carácter econó­mico. El judaismo acercó sus narices al Debe y al Haber del mundo y dijo: «La felicidad está en quiebra porque el hombre carece de dinero para subvenir a sus necesidades…» Cuando debió decir que: «La felicidad está en quiebra porque el hombre carece de dioses y de fe».

-¡Pero usted se contradice! Antes dijo que… -objetó Erdosain.

-Cállese, ¿qué sabe?… Y pensando, llegué a la conclusión de que ésa era la enferme­dad metafísica y terrible de todo hombre. La felicidad de la humanidad sólo puede apoyarse en la mentira metafísica… Privándole de esa mentira recae en las ilusiones de carácter econó­mico…, y entonces me acordé que los únicos que podían devolverle a la humanidad el paraíso perdido eran los dioses de carne y hueso: Rockefeller, Morgan, Ford… y concebí un proyecto que puede aparecer fantástico a una mente mediocre… Vi que el callejón sin salida de la realidad social tenía una única salida… y era volver para atrás.

Barsut, cruzándose de brazos, se había sentado a la orilla de la mesa.

Sus pupilas verdes estaban tiesas en el Astrólogo, que, con el guardapolvo abotona­do hasta la garganta y el pelo revuelto, pues se había quitado el sombrero, caminaba de un extremo a otro de la cochera, apartando con la punta de un botín los tallos de pasto seco que sembraban el suelo. Erdosain, apoyado de espaldas contra un poste, observaba el semblante de Barsut, que lentamente se iba impregnando de atención irónica, casi malévola, como si las palabras que decía el Astrólogo sólo befa merecieran. Este, como si se escuchara a sí mismo, caminaba, se detenía, a instantes se mesaba el cabello. Dijo:

-Sí, llegará un momento en que la humanidad escéptica, enloquecida por los place­res, blasfema de impotencia, se pondrá tan furiosa que será necesario matarla como a un perro rabioso…

-¿Qué es lo que dice?…

-Será la poda del árbol humano… una vendimia que sólo ellos, los millonarios, con la ciencia a su servicio, podrán realizar. Los dioses, asqueados de la realidad, perdida toda ilusión en la ciencia como factor de felicidad, rodeados de esclavos tigres, provocarán cata­clismos espantosos, distribuirán las pestes fulminantes… Durante algunos decenios el trabajo de los superhombres y de sus servidores se concretará a destruir al hombre de mil formas, hasta agotar el mundo casi… y sólo un resto, un pequeño resto será aislado en algún islote, sobre el que se asentarán las bases de una nueva sociedad.

Barsut se había puesto de pie. Con el entrecejo fiero, y las manos metidas en los bolsillos del pantalón, se encogió de hombros, preguntando:

-¿Pero es posible que usted crea en la realidad de esos disparates?

-No, no son disparates, porque yo los cometería aunque fuera para divertirme.

Y continuó:

-Desdichados hay que creer en ellos…, y eso es suficiente… Pero he aquí mi idea: esa sociedad se compondrá de dos castas, en las que habrá un intervalo… mejor dicho, una dife­rencia intelectual de treinta siglos. La mayoría vivirá mantenida escrupulosamente en la más absoluta ignorancia, circundada de milagros apócrifos, y por lo tanto mucho más interesantes que los milagros históricos, y la minoría será la depositaría absoluta de la ciencia y del poder. De esa forma queda garantizada la felicidad de la mayoría, pues el hombre de esta casta tendrá relación con el mundo divino, en el cual hoy no cree. La minoría administrará los placeres y los milagros para el rebaño, y la edad de oro, edad en la que los ángeles merodea­ban por los caminos del crepúsculo y los dioses se dejaron ver en los claros de luna, será un hecho.

-Pero eso es monstruoso en sí. Eso no puede ser.

-¿Por qué? Yo sé que no puede ser, pero hay que proceder como si fuera factible.

-Esa desproporción… la ciencia…

-¡Qué ciencia ni ciencia! ¿Acaso usted sabe para qué sirve la ciencia? ¿Usted no se burla en su pensamiento de los sabios y los llama «infatuados de los perecedero»?

-Veo que usted se ha leído esas pavadas.

-Claro. No hay que contradecir porque sí a la gente. Y la desproporción monstruosa que usted advierte en mi sociedad existe actualmente en nuestra sociedad, pero a la inversa. Nuestros conocimientos, quiero decir nuestras mentiras metafísicas, están en pañales, mien­tras que nuestra ciencia es un gigante… y el hombre, criatura doliente, soporta en él este desequilibrio espantoso… De un lado lo sabe todo… del otro lo ignora todo. En mi sociedad la mentira metafísica, el conocimiento práctico de un dios maravilloso será el fin…, el todo que rellenará la ciencia de las cosas, inútil para la felicidad interior, será en nuestras manos un medio de dominio, nada más. Y no discutamos esto, porque es superfluo. Se ha inventado casi todo pero no ha inventado el hombre una máxima de gobierno que supere a los principios de un Cristo, un Buda. No. Naturalmente, no le discutiré el derecho al escepticismo, pero el escepticismo es un lujo de minoría… Al resto le serviremos la felicidad bien cocinada y la humanidad engullirá gozosamente la divina bazofia.

-¿Le parece a usted posible?

El Astrólogo se detuvo un momento. Ahora hacía girar el anillo de acero con la piedra violeta, se lo quitó del dedo para observar su interior; luego, acercándose a Barsut, pero con un gesto de extrañeza, como el de un hombre cuya imaginación está distante de la realidad, repuso:

-Sí, todo lo que imagina la mente del hombre puede ser realizado dentro de los tiempos. ¿No ha impuesto ya Mussolini la enseñanza religiosa en Italia? Le cito esto como una prueba de la eficacia del bastón en la espalda de los pueblos. La cuestión es apoderarse del alma de una generación… El resto se hace solo.

-¿Y la idea?

-Aquí llegamos… Mi idea es organizar una sociedad secreta, que no tan sólo propa­gue mis ideas, sino que sea una escuela de futuros reyes de hombres. Ya sé que usted me dirá que han existido numerosas sociedades secretas… y es cierto…, todas desaparecieron porque carecían de bases sólidas, es decir, que se apoyaban en un sentimiento en una idealidad política o religiosa, con exclusión de toda realidad inmediata. En cambio, nuestra sociedad se basará en un principio más sólido y moderno: el industrialismo, es decir, que la logia tendrá un elemento de fantasía, si así se quiere llamar a todo lo que le he dicho, y otro elemento positivo: la industria, que dará como consecuencia el oro.

El tono de su voz se hizo más bronco. Una ráfaga de ferocidad ponía cierta desvia­ción de astigmatismo en su mirada. Movió la greñuda cabeza a diestra y siniestra, como si le punzara el cerebro la agudeza de una emoción extraordinaria, apoyó las manos en los ríñones y reanudando el ir y venir, repitió:

-¡ Ah! el oro… el oro… ¿Sabe cómo lo llamaban los antiguos germanos al oro? El oro rojo… el oro… ¿Se da cuenta usted? No abra la boca. Satanás. Dése cuenta, jamás, jamás ninguna sociedad secreta trató de efectuar una tal amalgama. El dinero será la soldadura y el lastre que le concederá a las ideas el peso y la violencia necesarias para arrastrar a los hom­bres. Nos dirigiremos en especial a las juventudes, porque son más estúpidas y entusiastas. Les prometeremos el imperio del mundo y del amor… Les prometeremos todo… ¿me com­prende usted?… y les daremos uniformes vistosos, túnicas esplendentes… capacetes con plu­majes de variados colores… pedrerías… grados de iniciación con nombres hermosos y jerar­quías… Y allá en la montaña levantaremos el templo de cartón… Eso será para imprimir una cinta… No. Cuando hayamos triunfado levantaremos el templo de las siete puertas de oro…

Tendrá columnas de mármol rosado y los caminos para llegar a él estarán enarenados con granos de cobre. En torno construiremos jardines… y allá irá la humanidad a adorar el dios vivo que hemos inventado.

-Pero el dinero…, el dinero para hacer todo eso…, los millones…

A medida que el Astrólogo hablaba, el entusiasmo de éste se contagiaba a Erdosain. Se había olvidado de Barsut, aunque éste se encontraba frente a él. Sin poderlo evitar, evoca­ba una tierra de posible renovación. La humanidad viviría en perpetua fiesta de simplicidad, ramilletes de estroncio tachonarían la noche de cascadas de estrellas rojas, un ángel de alas verdosas soslayaría la cresta de una nube, y bajo las botánicas arcadas de los bosques se deslizarían hombres y mujeres, envueltos en túnicas blancas, y limpio el corazón de la in­mundicia que a él lo apestaba. Cerró los ojos, y el semblante de Elsa se deslizó por su memo­ria, mas no despertó ningún eco, porque la voz del Astrólogo llenaba la cochera de esta réplica salvaje:

-¿Así que le interesa de dónde sacaremos los millones? Es fácil. Organizaremos prostíbulos. El Rufián Melancólico será el Gran Patriarca Prostibulario… todos los miem­bros de la logia tendrán interés en las empresas… Explotaremos la usura… la mujer, el niño, el obrero, los campos y los locos. En la montaña… será en el Campo Chileno… colocaremos lavaderos de oro, la extracción de metales se efectuará por electricidad. Erdosain ya calculó una turbina de 500 caballos. Prepararemos el ácido nítrico reduciendo el nitrógeno de la atmósfera con el procedimiento del arco voltaico en torbellino y tendremos hierro, cobre y aluminio mediante las fuerzas hidroeléctricas. ¿Se da cuenta? Llevaremos engañados a los obreros, y a los que no quieran trabajar en las minas los mataremos a latigazos. ¿No sucede eso hoy en el Gran Chaco, en los yerbales y en las explotaciones de caucho, café y estaño? Cercaremos nuestras posesiones de cables electrizados y compraremos con una pera de agua a todos los polizontes y comisarios del Sur. El caso es empezar, ya ha llegado el Buscador de Oro. Encontró placeres en el Campo Chileno, vagando con una prostituta llamada la Másca­ra. Hay que empezar. Para la comedia del dios elegiremos un adolescente… Mejor será criar un niño de excepcional belleza, y se le educará de él por todas partes, pero con misterio, y la imaginación de la gente multiplicará su prestigio. ¿Se imagina usted lo que dirán los papana­tas de Buenos Aires cuando se propague la murmuración de que allá en las montañas del Chubut, en un templo inaccesible de oro y de mármol, habita un dios adolescente… un fan­tástico efebo que hace milagros?

-¡Sabe que sus disparates son interesantes!

-¿Disparates? ¿No se creyó en la existencia del plesiosauro que descubrió un inglés borracho, el único habitante del Neuquén a quien la policía no deja usar revólver por su espantosa puntería?… ¿No creyó la gente de Buenos Aires en los poderes sobrenaturales de un charlatán brasileño que se comprometía a curar milagrosamente la parálisis de Orfilia Rico? Aquél sí que era un espectáculo grotesco y sin pizca de imaginación. E innumerables badulaques lloraban a moco tendido cuando el embrollón enarboló el brazo de la enferma, que todavía está tullido, lo cual prueba que los hombres de ésta y de todas las generaciones tienen absoluta necesidad de creer en algo. Con la ayuda de algún periódico, créame, hare­mos milagros. Hay varios diarios que rabian por venderse o explotar un asunto sensacional. Y nosotros les daremos a todos los sedientos de maravillas un dios magnífico, adornado de relatos que podemos copiar de la Biblia… Una idea se me ocurre: anunciaremos que el moci­to es el Mesías pronosticado por los judíos… Hay que pensarlo… Sacaremos fotografías del dios de la selva… Podemos imprimir una cinta cinematográfica con el templo de cartón en el fondo del bosque, el dios conversando con el espíritu de la Tierra.

-¿Pero usted es un cínico o un loco?

Erdosain lo miró malhumorado a Barsut. ¿Era posible que fuera tan imbécil e insen­sible a la belleza que adornaba los proyectos del Astrólogo? Y pensó: «Esta mala bestia le envidia su magnífica locura al otro. Esa es la verdad. No quedará otro remedio que matarlo».

-Las dos cosas, y elegiremos un término medio entre Krisnamurti y Rodolfo Valentino… pero más místico, una criatura que tenga un rostro extraño simbolizando el sufri­miento del mundo. Nuestras cintas se exhibirán en los barrios pobres, en el arrabal. ¿Se imagina usted la impresión que causará al populacho el espectáculo del dios pálido resucitan­do a un muerto, el de los lavaderos de oro con un arcángel como Gabriel custodiando las barcas de metal y prostitutas deliciosamente ataviadas dispuestas a ser las esposas del primer desdichado que llegue? Van a sobrar solicitantes para ir a explotar la ciudad del Rey del Mundo y a gozar de los placeres del amor libre… De entre esa ralea elegiremos los más incultos… y allá abajo les doblaremos bien el espinazo a palos, haciéndolos trabajar veinte horas en los lavaderos.

-Yo lo creía a usted obrerista.

-Cuando converse con un proletario seré rojo. Ahora converso con usted, y a usted le digo: Mi sociedad está inspirada en aquella que a principios del siglo noveno organizó un bandido persa llamado Abdala-Aben-Maimum. Naturalmente, sin el aspecto industrial que yo filtro en la mía, y que forzosamente garantía su éxito. Maimum quiso fusionar a los librepensadores, aristócratas y creyentes de dos razas tan distintas como la persa y la árabe, en una secta en la que implantó diversos grados de iniciación y misterios. Mentían descara­damente a todo el mundo. A los judíos les prometían la llegada del Mesías, a los cristianos la del Paracleto, a los musulmanes la del Madhi… de tal manera que una turba de gente de las más distintas opiniones, situación social y creencias trabajaban en pro de una obra cuyo verdadero fin era conocido por muy pocos. De esta manera Maimum esperaba llegar a domi­nar por completo el mundo musulmán. Excuso decirle que los directores del movimiento eran unos cínicos estupendos, que no creían absolutamente en nada. Nosotros les imitare­mos. Seremos bolcheviques, católicos, fascistas, ateos, militaristas, en diversos grados de iniciación.

-Usted es el rufián más descarado que he conocido… Si tuviera éxito…

Barsut experimentaba un singular placer en insultarlo al Astrólogo. Y es que no quería reconocer que era inferior al otro. Además, había algo que le humillaba profundamen­te, parecerá mentira, pero le indignaba pensar que Erdosain fuera amigo y gozara de la inti­midad de hombre semejante. Y se decía: «¿Cómo es posible que este imbécil haya llegado a ser amigo de tal hombre?» Y por ese motivo sentía que en su interior no había mala razón que no contradijera las palabras del Astrólogo.

-Lo tendremos, ya que está el cebo del oro. Los resultados de nuestra organización se verán por los balances que arrojen los negocios que emprendamos. Los prostíbulos serán una fuente de dinero. Erdosain ha ideado un aparato que permitirá controlar diariamente el núme­ro de visitas que reciba cada pupila. Esto sin contar con las donaciones, una nueva industria que pensamos explotar: la rosa de cobre, que ha inventado Erdosain. Ahora usted se puede explicar por qué lo hemos secuestrado.

-¿Qué hacemos con la explicación si estoy preso?

En aquel instante, Erdosain se observó a sí mismo de lo singular que resultaba el hecho de que Barsut en ningún momento le amenazara al Astrólogo con represalias para el momento en que se encontrara libre, lo que le hizo decirse: «Hay que andar con cuidado con este Judas, es capaz de vendernos, no por su plata, sino por envidia». El Astrólogo continuó:

-Su dinero nos servirá para instalar un lenocinio, organizar el pequeño contingente y comprar y herramientas, instalación de radiotelegrafía y otros elementos para el lavadero de oro.

-¿Y usted no admite que puede equivocarse?

-Sí… ya lo he pensado, pero procedo como si estuviera en lo cierto. Además, una sociedad secreta es como una enorme caldera. El vapor que produce puede mover una grúa como un ventilador…

-¿Y usted no admite que puede equivocarse?

-Sí… ya lo he pensado, pero procedo como si estuviera en lo cierto. Además, una sociedad secreta es como una enorme caldera. El vapor que produce puede mover una grúa como un ventilador…

-¿Y usted qué es lo que quiere mover?

-Una montaña de carne inerte. Nosotros los pocos queremos, necesitamos los es­pléndidos poderes de la tierra. Dichosos de nosotros si con nuestras atrocidades podemos aterrorizar a los débiles e inflamar a los fuertes. Y para ello es necesario crearse la fuerza, revolucionar las conciencias, exaltar la barbarie. Ese agente de fuerza misteriosa y enorme que suscitará todo eso será la sociedad. Instauraremos los autos de fe, quemaremos vivos en las plazas a los que no crean en Dios. ¿Cómo es posible que la gente no se haya dado cuenta de la extraordinaria belleza que hay en ese acto… en el de quemar vivo a un nombre? Y por no creer en Dios, ¿se da cuenta usted?, por no creer en Dios. Es necesario, compréndame, es absolutamente necesario que una religión sombría y enorme vuelva a inflamar el corazón de la humanidad. Que todos caigan de rodillas al paso de un santo, y que la oración del más ínfimo sacerdote encienda un milagro en el cielo de la tarde. ¡Ah, si usted supiera cuántas veces lo he pensado! Y lo que me alienta es saber que la civilización y la miseria del siglo han desequilibrado a muchos hombres. Estos locoides que no encuentran rumbos en la sociedad son fuerzas perdidas. En el más ignominioso café de barrio, entre dos simples y un cínico va a encontrar usted tres genios. Estos genios no trabajan, no hacen nada… Convengo con usted en que son genios de hojalata… Pero esa hojalata es una energía que bien utilizada puede ser la base de un movimiento nuevo y poderoso. Y éste es el elemento que yo quiero emplear.

-¿Manager de locos?…

-Esa es la frase. Quiero ser manager de locos, de los innumerables genios apócrifos, de los desequilibrados que no tienen entrada en los centros espiritistas y bolcheviques… Estos imbéciles… y yo se lo digo porque tengo experiencia… bien engañados…, lo suficiente recalentados, son capaces de ejecutar actos que le pondrían a usted la piel de gallina. Litera­tos de mostrador. Inventores de barrio, profetas de parroquia, políticos de café y filósofos de centros recreativos serán la carne de cañón de nuestra sociedad.

Erdosain sonreía. Luego, sin mirar al encadenado, dijo:

-Usted no conoce la inaguantable insolencia de los fronterizos del genio…

-Sí, mientras no se los comprende, ¿no es verdad. Barsut?

-No me interesa.

-Es que a usted debe interesarle porque va a ser de los nuestros. Yo opino esto. Si a un fronterizo se le discute que no es un genio, toda la insolencia y la grosería de este incomprendido se levanta injuriosa ante usted. Pero elogie sistemáticamente a un monstruo del amor propio, y ese mismo sujeto que lo hubiera asesinado a la menor contradicción se convierte en su lacayo. Lo que debe saber es suministrarles una mentira suficientemente dosificada. Inventor o poeta, será su criado.

-¿Usted también se cree genio? -estalló iracundo Barsut.

-Yo también me creo genio… Claro que lo creo… pero cinco minutos y una sola vez al día…, aunque poco me interesa serlo o no. Las frases importan poco a los predestinados a realizar. Son los fronterizos del genio los que engordan con palabras inútiles. Yo me he

planteado este problema que nada tiene que ver con mis condiciones intelectuales. ¿Puede hacerse felices a los hombres? Y empiezo por acercarme a los desgraciados, darles por obje­tivo de sus actividades una mentira que los haga felices inflando su vanidad…, y estos pobres diablos que abandonados a sí mismos no hubieran pasado de incomprendidos, serán el pre­cioso material con que produciremos la potencia… el vapor…

-Usted se va por las ramas. Yo le pregunto qué fin personal persigue usted al querer organizar la sociedad.

-Su pregunta es estúpida. ¿Para qué inventó Einstein su teoría? Bien puede el mundo pasarse sin la teoría de Einstein. ¿Sé yo acaso si soy un instrumento de las fuerzas superiores, en las que no creo una palabra? Yo no sé nada. El mundo es misterioso. Posiblemente yo no sea nada más que el sirviente, el criado que prepara una hermosa casa en la que ha de venir a morir el Elegido, el Santo.

Barsut sonrió imperceptiblemente. Aquel hombre hablando del Elegido con su oreja arrepollada, su melena hirsuta y delantal de carpintero le causaba una impresión irónica, indefinible. ¿Hasta qué punto fingía aquel bribón? Y lo curioso es que no podía irritarse contra él, lo dominaba del hombre una sensación imprecisa, lo que le decía no era inespera­do, sino que hasta parecía haber escuchado aquellas frases, con el mismo tono de voz, en otra circunstancia distante, como perdida en el gris paisaje de un sueño.

La voz del Astrólogo se hizo menos imperiosa.

-Créame, siempre ocurre así en los tiempos de inquietud y desorientación. Algunos pocos se anticipan con un presentimiento de que algo formidable debe ocurrir… Esos intuitivos, yo formo parte de ese gremio de expectantes, se creen en el deber de excitar la conciencia de la sociedad…, de hacer algo aunque ese algo sean disparates. Mi algo en esta circunstancia es la sociedad secreta. ¡Gran Dios! ¿Sabe acaso el hombre la consecuencia de sus actos? Cuan­do pienso que voy a poner en movimiento un mundo de títeres…, títeres que se multiplicarán, me estremezco, hasta llego a pensar que lo que puede ocurrir es tan ajeno a mi voluntad como lo serían a la voluntad del dueño de una usina las bestialidades que ejecutara en el tablero un electricista que se hubiera vuelto repentinamente loco, Y a pesar de ellos siento la imperiosa necesidad de poner en marcha esto, de reunir en un solo manojo la disforme potencia de cien psicologías distintas, de armonizarlas mediante el egoísmo, la vanidad, los deseos y las ilu­siones, teniendo como base la mentira y como realidad el oro…, el oro rojo…

-Usted está en lo cierto… Usted va a triunfar.

-Bueno, ¿qué es ahora lo que espera de mí? -replicó Barsut.

-Ya le dije antes. Que nos firme el cheque por diecisiete mil pesos. A usted le queda­rán tres mil. Con eso puede irse al diablo. El resto se lo pagaremos en cuotas mensuales con lo que rindan los prostíbulos y los lavaderos.

-¿Y saldré de aquí?

-En cuanto cobremos el cheque.

-¿Y cómo me prueba usted de que ésas son sus verdades?

-Ciertas cosas no se prueban… Pero ya que usted me pide una prueba, le diré: Si usted se niega a firmarme el cheque lo haré torturar por el Hombre que vio a la Partera, y después que me haya firmado el cheque lo mataré…

Barsut levantó sus ojos descoloridos, y ahora su rostro con barba de tres días parecía envuelto en una neblina de cobre. ¡Matarlo! La palabra no le causó ninguna impresión. En ese momento carecía de sentido para él. Además, la vida le importaba tan poco… Hacía mucho tiempo que aguardaba una catástrofe; ésta se había producido, y en vez de sentirse acosado por el terror encontraba en el interior de si mismo una indiferencia cínica que se encogía de hombros ante cualquier destino. El Astrólogo continuó:

-Mas no quisiera llegar a eso… Lo que yo quisiera es contar con su ayuda personal… que usted se interesara en nuestros proyectos. Créame, nosotros estamos viviendo en una época terrible. Aquel que encuentre la mentira que necesita la multitud será el Rey del Mun­do. Todos los hombres viven angustiados… El catolicismo no satisface a nadie, el budismo no se presta para nuestro temperamento estragado por el deseo de gozar. Quizá hablemos de Lucifer y de la Estrella de la Tarde. Usted le agregará a nuestro sueños toda la poesía que ellos necesitan, y nos dirigiremos a los jóvenes… ¡Oh!, es muy grande esto… muy grande…

El Astrólogo se dejó caer sobre el cajón. Estaba extenuado. Enjugóse el sudor de la frente con un pañuelo a cuadros como el de los labriegos, y los tres permanecieron un instan­te en silencio.

De pronto Barsut dijo:

-Sí, tiene usted razón, esto es muy grande. Suélteme, que le firmaré el cheque.

Había pensado que todas las palabras del Astrólogo eran mentiras, y aquello casi le perdió.

El Astrólogo se levantó caviloso:

-Perdón, yo le pondré a usted en libertad después que haya cobrado el cheque. Hoy es miércoles. Mañana a mediodía puede estar usted en libertad, pero nuestra casa sólo la podrá abandonar dentro de dos meses -dijo esto porque reparó que el otro no creía en sus proyectos-. ¿Para esta tarde no necesita algo?

-No.

-Buenos, hasta luego.

-Pero ¿se va así?… Quédese…

-No. Estoy cansado. Necesito dormir un rato. Esta noche vendré y charlaremos otro poco. ¿Quiere cigarrillos?

-Bueno.

Salieron de la caballeriza.

Barsut se recostó en su lecho de pasto seco, y encendiendo un cigarrillo lanzó algu­nas bocanadas de humo que en la oblicua de una aguja de sol destrenzaban sus maravillosos caracoles de azul acero. Ahora que estaba solo su pensamiento se ordenaba cordialmente, y hasta se dijo:

«¿Por qué no ayudarlo a «ése»? El proyecto que tiene de la colonia es interesante, y ahora me explico por qué ese bestia de Erdosain le tiene tanta admiración. Cierto es que me habré quedado en la calle… quizá sí, quizá no… mas de una forma o de otra había que termi­nar». Y entrecerró los ojos para meditar en el futuro.

El Astrólogo, con la galera echada sobre los ojos, se volvió a Erdosain y dijo:

-Barsut cree que nos ha engañado. Mañana, después de cobrar el cheque, tendremos que ejecutarlo…

-No, tendrá que ejecutarlo…

-No tengo inconveniente… pero qué le vamos a hacer. En libertad ese envidioso nos denunciaría inmediatamente. ¡Y él cree que estamos locos! Y efectivamente lo estaríamos si los dejáramos con vida.

Se detuvieron junto a la casa. Arriba unas nubes achocolatadas avanzaban rápida­mente en lo celeste su dentellado relieve.

-¿Quién lo va a asesinar?

-El Hombre que vio a la Partera.

-Sabe que no es muy agradable morir con el verano en puerta…

-Así no más es…

-¿Y el cheque?

-Lo cobrará usted.

-¿No tiene usted miedo que me escape?

-No, por el momento no.

-¿Por qué?

-Porque no. Usted más que nadie necesita que la sociedad resulte para desaburrirse. Si usted es mi cómplice, es precisamente por eso… por aburrimiento, por angustia.

-Puede ser. Mañana, ¿a qué hora nos veremos?

-Este… a las nueve en la estación. Yo le llevaré el cheque. A propósito, ¿tiene cédula de identidad?

-Sí.

-Entonces no hay nada que temer. ¡Ah! una cosa. Le recomiendo que hable poco en la reunión y fríamente.

-¿Están todos?

-Sí.

-¿También el Buscador de Oro?

-Sí.

Apartando los ramojos que les castigaban los rostros, avanzaron hacia la glorieta. Era éste un quiosco fabricado con alfajías, y en los rombos de madera prendían sus tallos verdes los crecimientos de una madreselva cargada de campánulas violetas y blancas.

La farsa

Al entrar, el círculo de hombres se puso de pie, mas Erdosain se detuvo estupefacto al observar entre los reunidos un oficial del ejército con el uniforme de mayor.

Estaban allí el Buscador de Oro, Haffner, un desconocido y el Mayor. Los dos pri­meros de codos en la mesa. Haffner releyendo unos papeles en blanco, y el Buscador de Oro con un mapa frente a él. Un pedrusco precintado impedía que el viento se llevara el dibujo. El Rufián estrechó la mano de Erdosain y éste se sentó a su lado, poniéndose a observar al Mayor, que bruscamente había despertado toda su curiosidad. Realmente el Astrólogo era maestro en sorpresas.

Sin embargo, el desconocido le produjo mala impresión.

Era éste un hombre de elevada estatura, lívido y ojos renegridos. Había en él algo de repugnante, y era el labio inferior replegado en un continuo mohín de desprecio, la nariz larga y arqueada, arrugada sobre el ceno por tres muescas transversales. Un sedoso bigote caía sobre sus labios rojos y su mirada apenas se fijó en Erdosain, pues ni bien fue presentado a él se dejó caer en una hamaca, permaneciendo así con la cabeza apoyada en un respaldar, la espada entre las rodillas y un alón de cabello pegado a su frente plana.

Y durante unos minutos todos permanecieron en silencio, observándose con eviden­te malestar. El Astrólogo, sentado a un costado de la entrada de la glorieta, encendió un cigarrillo observando oblicuamente a los «jefes». Así se les llamó en una reunión posterior. De pronto levantó la cabeza mirando a los otros cinco hombres que estaban frente a la cabe­cera de la mesa, y dijo:

-No creo necesario que volvamos a repetir lo que todos conocemos y hemos conve­nido en reuniones particulares…, es decir, la organización de una sociedad secreta cuyo sos­tenimiento se efectuará mediante comercios morales o inmorales. En esto estamos todos de acuerdo, ¿no? ¿Qué les parece a usted (a mí me gusta la geometría) que llamemos «células» a los distintos jefes radiales de la sociedad?

-Así se llaman en Rusia -dijo el Mayor-. Los componentes de cada célula no podrán conocer a los miembros de otra.

-¿Cómo…, los jefes no se conocerán entre sí?

-Los que no se conocerán, insisto, no son los jefes, sino los socios.

El Buscador de Oro interrumpió:

-Así no va a ser posible hacer nada. ¿Qué es lo que liga a los miembros de las distintas células?

-Pero si la sociedad somos nosotros seis.

-No, señor… la sociedad soy yo -objetó el Astrólogo-. Hablando seriamente, les diré que la sociedad son todos…, siempre con restricciones por lo que me atañe.

Intervino el Mayor:

-Creo que la discusión no tiene objeto, porque según tengo entendido extistirá un escalafón perfectamente establecido. Cada ascenso pondrá al miembro de célula en contacto con un jefe nuevo. Habrá tantos ascensos así como jefes de células.

-¿A cuántas asciende por el momento las células?

-Son cuatro. Yo estaré encargado de todo -continuó el Astrólogo-. Usted, Erdosain, Jefe de Industrias; el Buscador de Oro -un joven que estaba en el ángulo de la mesa, inclinó la cabeza-, tendrá a su cargo las Colonias y Minas; el Mayor ramificará nuestra sociedad en el ejército, y Haffner será el Jefe de los Prostíbulos.

Haffner se levantó exclamando:

-Perdón, yo no seré jefe de nada. Estoy aquí como podría estar en cualquier parte. Lo único que hago en obsequio de ustedes es darles un presupuesto y nada más. Si les molesto me puedo retirar.

-No, quédese -rectificó el Astrólogo.

El Rufián Melancólico volvió a sentarse y a trazar garabatos con un lápiz en el papel. Erdosain admiró su insolencia.

Pero fuera de toda duda allí el que centralizaba la atención y curiosidad de todos era el Mayor, con el prestigio de su uniforme y lo extraño de su sociedad.

El Buscador de Oro se volvió hacia él:

-¿Cómo es eso? ¿Usted tiene esperanza de filtrar nuestra sociedad en el ejército?

Todos se habían incorporado en los sillones. Era aquello la sorpresa de la reunión, el golpe de efecto preparado en silencio. Indudablemente, el Astrólogo tenía toda la pasta de un jefe. Lo lamentable era que siempre guardara el secreto de sus procedimientos. Pero Erdosain sentíase orgulloso de compartir una complicidad con él. Ahora todos se habían incorporado en sus asientos para escuchar al Mayor. Este observó al Astrólogo, y luego dijo:

-Señores, yo les hablaré con palabras bien pesadas. Si no, no estaría aquí. Ocurre lo siguiente: Nuestro ejército está minado de oficiales descontentos. No vale la pena de enume­rar los motivos, ni a ustedes les interesarán. Las ideas de «dictadura» y los acontecimientos políticos militares de estos últimos tiempos, me refiero a España y a Chile, han hecho pensar en muchos de mis camaradas que nuestro país podría ser también terreno próspero para una dictadura.

El asombro más extraordinario abría las bocas de todos. Aquello era lo inesperado.

El Buscador de Oro replicó:

-¿Pero usted cree que el ejército argentino… digo… los oficiales, aceptarán nuestras ideas?

-Claro que las aceptarán…, siempre que ustedes sepan ordenarlas. Desde ya puedo anticiparles que son más numerosos de lo que ustedes creen los oficiales desengañados de las teorías democráticas, incluso el parlamento. No me interrumpa, señor. El noventa por ciento de los diputados de nuestro país son inferiores en cultura a un teniente primero de nuestro ejército. Un político que ha sido acusado de haber intervenido en el asesinato de un goberna­dor ha dicho con mucho acierto: «Para gobernar un pueblo no se necesitan más aptitudes que las de un capataz de estancia». Y ese hombre ha dicho la verdad refiriéndose a nuestra Amé­rica.

El Astrólogo se restregaba las manos con evidente satisfacción.

El Mayor continuó, fijas las miradas de todos en él:

-El ejército es un estado superior dentro de una sociedad inferior, ya que nosotros somos la fuerza específica del país. Y sin embargo, estamos sometidos a las resoluciones del gobierno… ¿y el gobierno quién lo constituye?… el poder legislativo y el ejecutivo… es decir, hombres elegidos por partidos políticos informes… ¡y qué representantes, señores! Ustedes saben mejor que yo que para ser diputado hay que haber tenido una carrera de mentiras, comenzado como vago de comité, transando y haciendo vida común con perdularios de todas las calañas, en fin, una vida al margen del código y de la verdad. No sé si esto ocurre en países más civilizados que los nuestros, pero aquí es así. En nuestra cámara de diputados y de senadores, hay sujetos acusados de usura y homicidio, bandidos vendidos a empresas extran­jeras, individuos de una ignorancia tan crasa, que el parlamentarismo resulta aquí la comedia más grotesca que haya podido envilecer a un país. Las elecciones presidenciales se hacen con capitales norteamericanos, previa promesa de otorgar concesiones a una empresa interesada en explotar nuestras riquezas nacionales. No exagero cuando digo que la lucha de los parti­dos políticos en nuestra patria no es nada más que una riña entre comerciantes que quieren vender el país al mejor postor.

Todos miraban estupefactos al Mayor. A través de los rombos y campánulas veíase al celeste cielo de la mañana, pero nadie reparaba en ello. Erdosain contábame más tarde que ninguno de los concurrentes a la reunión del miércoles había previsto de los concurrentes a la reunión del miércoles había previsto una escena de tan alto interés. El Mayor pasó un pañue­lo por sus labios y continuó:

-Me alegro de que mis palabras interesen. Hay muchos jóvenes oficiales que piensan como yo. Hasta contamos con algunos generales nuevos… Lo que conviene, y no se asom­bren de lo que les voy a decir, es darle a la sociedad un aspecto completamente comunista. Les digo esto porque aquí no existe el comunismo, y no se puede llamar comunistas a ese bloque de carpinteros que desbarran sobre sociología en una cuadra donde nadie se quita el sombrero. Deseo explicarles con nitidez mi pensamiento. Toda sociedad secreta es un cáncer en la colectividad. Sus funciones misteriosas desequilibran el funcionamiento de la misma. Pues bien, nosotros los jefes de células, les daremos a éstas un carácter completamente bol­chevique. -Fue la primera vez que esa palabra se pronunció allí, e involuntariamente todos se miraron-. Este aspecto atraerá numerosos desorbitados y, en consecuencia, la multiplicación de las células. Crearemos así un ficticio cuerpo revolucionario. Cultivaremos en especial los atentados terroristas. Un atentado que tiene mediano éxito despierta todas las conciencias oscuras y feroces de la sociedad. Si en el intervalo de un año repetimos los atentados, acom­pañándolos de proclamas antisociales que inciten al proletariado a la creación de los «so­viets»… ¿Sabes ustedes lo que habremos conseguido? Algo admirable y sencillo. Crear en el país la inquietud revolucionaria.

«La ‘inquietud revolucionaria’ yo la definiría como un desasosiego colectivo que no se atreve a manifestar sus deseos, todos se sienten alterados, enardecidos, los periódicos fomentan la tormenta y la policía le ayuda deteniendo a inocentes, que por los sufrimientos padecidos se convierten en revolucionarios; todas las mañanas las gentes se despiertan ansiosas de novedades, esperando un atentado más feroz que el anterior y que justifique sus pre­sunciones; las injusticias policiales enardecen los ánimos de los que no las sufrieron, no falta un exaltado que descarga su revólver en el pecho de un polizonte, las organizaciones obreras se revuelven y decretan huelgas, y las palabras revolución y bolcheviquismo infiltran en todas partes el espanto y la esperanza. Ahora bien, cuando numerosas bombas hayan estalla­do por los rincones de la ciudad y las proclamas sean leídas y la inquietud revolucionaria esté madura, entonces intervendremos nosotros, los militares…»

El Mayor apartó sus botas de un rayo de sol, y continuó:

-Sí, intervendremos nosotros, los militares. Diremos que en vista de la poca capaci­dad del gobierno para defender las instituciones de la patria, el capital y la familia, nos apoderamos del Estado, proclamando una dictadura transitoria. Todas las dictaduras son tran­sitorias para despertar confianza. Capitalistas burgueses, y en especial, los gobiernos extran­jeros conservadores, reconocerán inmediatamente el nuevo estado de cosas. Culparemos al gobierno de los Soviets de obligarnos a asumir una actitud semejante y fusilaremos a algunos pobres diablos convictos y confesos de fabricar bombas. Suprimiremos las dos cámaras y el presupuesto del país será reducido a un mínimo. La administración del Estado será puesta en manos de la administración militar. El país alcanzará así una grandeza nunca vista.

Calló el Mayor, y en la glorieta florida los hombres prorrumpieron en aplausos. Una paloma echó a volar.

-Su idea es hermosa -dijo Erdosain-, pero el caso es que nosotros trabajaremos para ustedes…

-¿No querían ser ustedes jefes?

-Sí, pero lo que recibiremos nosotros serán las migajas del banquete…

-No, señor… usted confunde… lo pensado…

Intervino el Astrólogo:

-Señores… nosotros no nos hemos reunido para discutir orientaciones que no intere­san ahora… sino para organizar las actividades de los jefes de célula. Si están dispuestos, vamos a empezar.

Un recio mozo que hasta entonces había permanecido callado, intervino en la discu­sión.

-¿Me permiten ustedes?

-Cómo no.

-Pues entonces creo que el asunto hay que plantearlo en esta forma: ¿Quieren uste­des o no la revolución? Los detalles de organización deben ser posteriores.

-Eso… eso, son posteriores… si, señor.

El desconocido terminó por explicarse:

-Soy amigo del señor Haffner. Soy abogado. He renunciado a los beneficios que podrían proporcionarme mi profesión por no transigir con el régimen capitalista. ¿Tengo o no derecho a opinar así?

-Sí, señor, lo tiene.

-Pues entonces aseguro que lo dicho por el Mayor imprime una nueva orientación a nuestra sociedad.

-No -objetó el Buscador de Oro-. Puede ser la base de ella sin la exclusión de sus otros principios.

-Claro.

-Sí.

La discusión se iba a renovar. El Astrólogo se levantó:

-Señores, discutirán otro día. Ahora se trata de la organización comercial… no de ideas. Por lo tanto suprimiremos todo lo que se aparte de ello.

-Eso es la dictadura -exclamó el abogado.

El Astrólogo lo miró un momento, luego dijo parsimoniosamente:

-Usted se siente con pasta de jefe, a lo que creo… Creo que la tiene. Su deber, si usted es inteligente, es organizar lejos de nosotros otra sociedad. Así provocaremos el desmorona­miento de la actual. Aquí usted me obedece, o se retira.

Durante un instante los dos hombres se examinaron; el abogado se levantó, detuvo los ojos en el Astrólogo, se inclinó con una sonrisa de hombre fuerte y salió.

Terminó con el silencio de todos la voz del Mayor, que dijo al Astrólogo:

-Ha obrado usted muy bien. La disciplina es la base de todo. Le escuchamos.

Rombos de sol ponían su mosaico de oro en la tierra negra de la glorieta. A lo lejos sonaba el yunque de una herrería, innumerables pájaros echaban a rodar sus gorjeos entre las ramas. Erdosain chupaba la flor blanca de la madreselva y el Buscador de Oro, los codos apoyados en las rodillas, miraba atentamente el suelo.

Fumaba el Rufián y Erdosain espiaba el mongólico semblante del Astrólogo, con su guardapolvo gris abotonado hasta la garganta.

Siguió a estas palabras un silencio molesto. ¿Qué buscaba ese intruso allí? Erdosain súbitamente malhumorado se levantó, exclamando:

-Aquí habrá toda la disciplina que ustedes quieran, pero es absurdo que estemos hablando de dictadura militar. A nosotros, sólo pueden interesarnos los militares plegándose a un movimiento rojo.

El Mayor se incorporó en su asiento y mirando a Erdosain, dijo sonriendo:

-¿Entonces reconoce usted que hago bien mi papel?

-¿Papel?…

-Sí, hombre… yo soy tan Mayor como usted.

-¿Se dan cuenta ahora ustedes del poder de la mentira? -dijo el Astrólogo-. Lo he disfrazado a este amigo de militar y ya ustedes mismos creían, a pesar de estar casi en el secreto, que teníamos revolución en el ejército.

-¿Entonces?

-Este no fue nada más que un ensayo… ya que representaremos la comedia en serio algún día.

Las palabras resonaron tan amenazadoras que los cuatro hombres se quedaron obser­vando al Mayor, que dijo:

-En realidad no he pasado de sargento -pero el Astrólogo interrumpió sus explicacio­nes, diciendo:

-¿Amigo Haffner, tiene el presupuesto?

-Sí… aquí está.

El Astrólogo hojeó durante unos minutos los pliegos borroneados de cifras y explicó a la concurrencia:

-La base más sólida de la parte económica de nuestra sociedad, son los prostíbulos.

El Astrólogo continuó:

-El señor me ha entregado un presupuesto que se refiere a la instalación de un pros­tíbulo con diez pupilas. He aquí los gastos a efectuarse.

Y leyó:

-10 Juegos de dormitorio, usados …. $ 2.000

Alquiler de la casa, mensual …. $ 400

Depósito, tres meses …. $ 1.200

Instalación, cocina, baños y bar …. $ 2.000

-Coima mensual al comisari …. $ 300

-Coima al médico …. $ 150

-Coima al jefe político para la concesión …. $ 2.000

-Impuesto municipal mensual …. $ 50

-Piano eléctrico …. $ 1.500

-Gerenta …. $ 150

-Cocinero …. $ 150

Total: …. $ 9.000

«Cada pupila abona 14 pesos por semana en concepto de gastos de comida y tiene que comprar en la casa, la yerba, azúcar, kerosene, velas, medias, polvos, jabón y perfumes.

«Fuera de todos gastos podemos contar con una entrada mínima de dos mil quinien­tos pesos por mes. En cuatro meses hemos recuperado el capital invertido. Con el cincuenta por ciento de las entradas líquidas instalaremos otros lenocinios, el veinticinco por ciento será destinado a cubrir las deudas, y la otra tercera parte se destinará al sostenimiento de las células. ¿Se autoriza el gasto de diez mil pesos o no?

Todos inclinaron la cabeza aprobando, menos el Buscador de Oro, que dijo:

-¿Quién es el revisor de cuentas?

-Se elegirá terminado todo.

-De acuerdo.

-¿Usted también, Mayor?

-Sí.

Erdosain levantó la cabeza y miró el pálido semblante del pseudo-sargento, cuyos ojos aviesos se habían detenido en una mariposa blanca que movía sus alas en lo verde, y esta vez no pudo menos que decirse cómo era posible que el Astrólogo moviera tales comedian­tes. Pero el Astrólogo lo interpretaba:

-Usted, señor Erdosain, ¿cuánto necesita para instalar el taller de galvanoplastia?

-Mil pesos.

-¡Ah! ¿Usted es el inventor de la rosa de cobre? -le dijo el Mayor.

-Sí.

-Lo felicito. Yo creo que la venta tendrá éxito. Naturalmente hay que metalizar flores en gran cantidad.

-Así, es. Yo he pensado agregar el ramo de fotografía. Salvaría los gastos del taller.

-Eso queda a su criterio.

-Además, yo cuento ya con un práctico amigo mío para la galvanoplastia -al decir esto pensaba en la familia Espila, que bien podía ingresar en la sociedad secreta, mas el Astrólogo interrumpió sus reflexiones, diciendo:

-El Buscador de Oro nos va a dar noticias de la zona donde pensamos instalar nues­tra colonia -y ésta se levantó.

Erdosain se asombró al considerar el físico del otro. Se había imaginado a éste de acuerdo a los cánones de la cinematografía, un hombre enorme, de barbazas rubias apestando a bebidas. No había tal cosa.

El Buscador de Oro era un joven de su edad, la piel pegada sobre los huesos planos del rostro y palidísima, y renegridos ojos vivaces. La enorme caja toráxica parecía pertenecer a un hombre dos veces más desarrollado que él. Las piernas eran finas y arqueadas. Entre el cinto de cuero y el paño del pantalón se le veía el cabo de un revólver. Tenía la voz clara, pero en él todo revestía un continente extraño, como si el sujeto estuviera compuesto de diferentes piezas humanas correspondientes a hombres de distintos estados. Así, su cara era la de un hombre de tapete acostumbrado a bizquear tras de los naipes, su pecho el de un boxeador y las piernas pertenecientes a un jockey. Y él tenía un poco de ese amasijo, en aquella realidad informe que trascendía de su cuerpo. Hasta los catorce años había vivido en el campo, luego mató a tiros a un ladrón, y más tarde el miedo a la tuberculosis lo arrojó nuevamente a la llanura y había galopado días y noches extensiones increíbles. Erdosain simpatizó con él inmediatamente de conocerle.

El Buscador de Oro desenvolvió unas piedras. Eran trozos de cuarzo aurífero. Luego dijo:

-Aquí tienen el certificado de análisis de la Dirección de Minas e Hidrología.

Las piedras pasaron rápidamente de mano en mano. Los ojos afirmaban una voraci­dad extraordinaria y las yemas de los dedos rozaban con delectación el cuarzo con escamas y compactos injertos de oro. El Astrólogo, liando lentamente un cigarrillo, observaba todos los semblantes que habían recibido una descarga de alma… una tentación los tensionaba al exa­minar las piedras. El Buscador de Oro volvió a sentarse y dijo conversando con todos:

-Allá abajo hay mucho oro. Nadie lo sabe. Es en el Campo Chileno. Primero estuve en Esquel… están las máquinas tiradas de una explotación que fracasó, después anduve en Arroyo Pescado… caminé… allá, no sé si ustedes lo sabrán, los días no se cuentan y entré al Campo Chileno. Selva, puro bosque de miles de kilómetros cuadrados. Me acompañaba la Máscara, una prostituta de Esquel que conocía una picada para entrar porque antes había estado con un minero al que lo asesinaron al volver. Bueno, allá abajo se mata a uno por nada. Estaba sifilítica y se me quedó en el bosque. La Máscara. ¡Sí, me acuerdo! Veinte años hacía que daba vueltas por esos pagos. De Puerto Madryn fue a Comodoro, después a Trelew, después a Esquel. Ella los conoció a todos los buscadores de oro. Primero fuimos hasta Arroyo Pescado… es cuarenta leguas más al sur de Esquel… pero no había sino un poquito de polvo en las arenas… a caballo seguimos quince días y entre monte y monte llegamos al Campo Chileno.

Con voz clara y fija en el motivo del relator el Buscador de Oro narraba su odisea en el sur. Escuchándole, Erdosain tenía la impresión de cruzar en compañía de la Máscara, desfiladeros gigantescos negros y glaciales, cerrados en el confín por triángulos violetas de más montañas. Los altiplanos desaparecían bajo el altísimo avance del bosque perpetuo de troncos rojizos y follaje de negro verde, y ellos, alucinados, seguían adelante bajo el espacio profundo y liso como un desierto de hielo celeste.

Con gestos lentos, indiferentes al asombro que suscitaba su relato, contaba el Busca­dor de Oro la aventura de meses. Todos le escuchaban absortos.

Luego, una mañana llegó al desfiladero negro. Era un círculo de piedra negra, basáltica, crestada, un brocal empenachado de estalagmitas oscuras, donde lo celeste del espacio se hacía infinitamente triste. Pájaros errantes rozaban en su vuelo los bloques de piedra, sombreados por otros círculos de montes más altos… Y en el fondo de aquel pozal, un lago de agua de oro, donde refluían hilachos de cascadas destrenzados por las breñas.

Nunca el Buscador de Oro había estado en parajes tan siniestros. Aquella profundi­dad de agua de bronce espejando los farallones negros lo detuvo asombrado. Los muros de piedra caían perpendicularmente, moteados de sarcomas verdosos, de largas malaquitas, y en aquel fondo de bronce su figura pálida y barbuda se reflejaba con los pies hacia el cielo.

Al pronto se le ocurrió que el agua sería de oro, pero desechó la hipótesis por absur­da, porque no había leído ni oído nunca nada semejante, y continuó contando:

-Pero al volver, encontrándome un día en Rawson esperando en la sala de un dentis­ta, se me ocurrió hojear una revista llamada «La Semana Médica», que había en una de las mesas del vestíbulo… y aquí se produce el prodigio. Abro al azar el folleto y en la primera página que miro veo un artículo titulado: «El agua de oro, o el oro coloidal en la terapéutica de lupus eritematoso». Me puse a leer y entonces aprendí que el oro es susceptible de quedar suspendido en el agua en partículas microscópicas… y que ese fenómeno que para mí era flamante, lo habían descubierto los alquimistas que lo llamaban «agua de oro». La obtenían por el procedimiento más simple que es dado imaginar: echando un trozo candente de oro en agua de lluvia. Inmediatamente me acordé del lago cuya coloración atribuí a substancias vegetales. Yo había estado, sin reconocerlo, junto a un lago de oro coloidal que quizá cuántos siglos había tardado en formarse por el paso del agua junto a las vetas. ¿Se dan cuenta ustedes ahora, lo que es la ignorancia? Si el azar no arroja esa revista en mis manos, yo hubiera ignorado para siempre la importancia de ese descubrimiento…

-¿Y volvió usted? -interrumpió el Mayor.

-Pero, naturalmente. Volví solo hace ocho meses de esto, fue cuando le escribí a usted… pero yo partía de un error… tengo que estudiar la obtención metálica del oro… además hay filones allá… es cuestión de trabajar… conseguirse un traje de buzo, porque el fondo del agua es dorado y al agua en sí no tiene color.

Haffner dijo:

-¿Sabe que es interesante lo que cuenta? Poniendo que no existiera oro, aquello es siempre más divertido que esta puerca ciudad.

El Mayor agregó:

-Si se instala la colonia en el Campo Chileno, será necesario contar con una estación telegráfica.

Erdosain replicó:

-Si es así, puede armarse una estación portátil con longitud de onda de 45 a 80 metros. Costaría quinientos pesos y tiene un alcance de tres mil kilómetros.

Nuevamente intervino el Mayor:

-La colonia tiene toda mi preferencia porque allí se podrá instalar la fábrica de gases asfixiantes. Usted, Erdosain, conoce algo al respecto.

-Sí, que el aristol se puede fabricar electrolíticamente, pero no he estudiado nada al respecto, aunque los gases asfixiantes y el laboratorio bacteriológico son los que deben pre­ocuparnos en grado mayor. Sobre todo el laboratorio de cultivo de microbios de la peste bubónica y el cólera asiático. Habría que conseguirse algunas bacterias «tipos», que la venta­ja consiste en la enorme baratura de la producción.

El Astrólogo intervino:

-Creo que lo más conveniente sería dejar para más adelante la organización de la colonia. Por ahora debemos limitarnos a llevar a cabo el proyecto de Haffner. Sólo cuando dispongamos de entradas, organizaremos el primer contingente que partirá para la colonia. ¿Usted, Erdosain, me había hablado de una familia?

-Sí; los Espila.

Haffner repuso:

-¡Qué diablo! Me parece que no hacemos nada más que hablar macanas. Si bien es cierto que yo en la sociedad de ustedes no paso de ser un simple informante, me parece que ahora mismo debería resolverse algo.

El Astrólogo lo miró y repuso:

-¿Está usted dispuesto a dar el dinero para hacer algo? No. ¿Y entonces? Espere usted a que dispongamos de un capital, que no puede pasar muchos días tendremos, y enton­ces, ya verá.

Haffner se levantó, y mirándolo al Buscador de Oro, dijo:

-Ya sabe, compañero; cuando el asunto de la colonia esté listo, me avisa; y si necesi­ta gente, mejor que mejor, yo le proporcionaré una gavilla de malandrines que no van a tener ningún inconveniente en dejar Buenos Aires -y poniéndose el sombrero, sin darle la mano a nadie y saludándolos a todos con un gesto, iba a salir, cuando, recordando algo, exclamó dirigiéndose al Astrólogo-: Si se apura a conseguir el dinero, hay un magnífico prostíbulo en venta. Tiene anexo y churrasquería, y además se juega mucho. El patrón es un uruguayo y pide 15.000 pesos al contado, pero con diez mil y los otros cinco a un año de plazo creo que se conformará.

-¿Puede usted venir el viernes aquí?

-Sí.

-Bueno, véame el viernes, creo que arreglaremos el asunto.

-Salú. -Así saludó el Rufián, y salió.

El Buscador de Oro

Después que salió Haffner, Erdosain, que tenía deseos de conversar con el Buscador de Oro, se despidió del Astrólogo y el Mayor. Erdosain se encontraba nuevamente inquieto. Antes de retirarse, e! Astrólogo le dijo en un aparte:

-No falte mañana a las 9, hay que cobrar el cheque.

Se había olvidado de «aquello». De pronto Erdosain miró en derredor como aturdido por un golpe. Necesitaba conversar con alguien; olvidarse de la negra obligación que ahora aceleraba los latidos de sus venas, bajo el ardiente sol del mediodía.

El Buscador de Oro le fue simpático. Por eso se acercó a él y le dijo:

-¿Quiere usted acompañarme? Quisiera conversar con usted de «allá abajo».

El otro lo observó con sus ojillos chispeantes, y luego dijo:

-Cómo no. Encantado. Usted me ha sido muy simpático.

-Gracias.

-Sobre todo por lo que me ha dicho de usted el Astrólogo. ¿Sabe que es formidable su proyecto de hacer la revolución social con bacilos de peste?

Erdosain levantó los ojos. Le humillaban casi esos elogios. ¿Era posible que alguien le diera importancia a las teorías que pensaba?

El Buscador de Oro insistió:

-Eso y los gases asfixiantes es admirable. ¿Se da cuenta? ¡Dejar un botellón de acero en el Departamento de Policía, a la hora que está ese bandido de Santiago! ¡Envenenarlos a todos los «tiras» como ratas! -Y lanzó una carcajada tan estentórea que tres pájaros se des­prendieron en un gran vuelo de arco de un limonero-. Sí, amigo Erdosain, usted es un coloso. Peste y cloro. ¿Sabe que revolucionaremos esta ciudad? Ya me lo imagino ese día, los comer­ciantes saliendo como vizcachas asustadas de sus madrigueras y nosotros limpiando de in­mundicia el planeta con una ametralladora. Doscientos cincuenta tiros por minuto. Una papa.

Y después cortinas de cloro o de fosgeno… ¡Ah!, habría que publicar en los diarios sus proyectos, créame…

Erdosain interrumpió el panegírico con esta pregunta:

-¿Así que usted encontró el oro, no?… el oro…

-Supongo que no creerá en esa novela de los «placeres».

-¿Cómo novela? ¿Así que el oro…?

-Existe, claro que existe… pero hay que encontrarlo.

Tan profunda era la decepción de Erdosain, que el Buscador de Oro agregó:

-Vea, hermano… yo hablé con usted porque el Astrólogo me dijo que podía hacerlo.

-Sí, pero yo creía…

-¿Qué?

-Que entre tantas mentiras, ésa sería una de las pocas verdades.

-En el fondo es verdad. El oro existe… hay que encontrarlo, nada más. Usted debía alegrarse de que todo se esté organizando para ir a buscarlo. ¿O cree que esos animales se moverán si no fueran empujados por las mentiras extraordinarias? ¡Ah! cuánto he pensado. En eso estriba lo grande de la teoría del Astrólogo: los hombres se sacuden sólo con mentiras. El le da a lo falso la consistencia de lo cierto; gentes que no hubieran caminando jamás para alcanzar nada, tipos deshechos por todas las desilusiones, resucitan en la virtud de sus men­tiras. ¿Quiere usted, acaso, algo más grande? Fíjese que en la realidad ocurre lo mismo y nadie lo condena. Sí, todas las cosas son apariencias… dése cuenta… no hay hombre que no admita las pequeñas y estúpidas mentiras que rigen el funcionamiento de nuestra sociedad. ¿Cuál es el pecado del Astrólogo? Substituir una mentira insignificante por una mentira elocuente, enorme, trascendental. El Astrólogo, con sus falsedades, no parece un hombre extraordinario, y no lo es… y lo es; lo es… porque no saca provecho personal de sus mentiras, y no lo es porque él no hace otra cosa que aplicar un principio viejo puesto en uso por todos los estafadores y reorganizadores de la humanidad. Si algún día se escribe la historia de ese hombre, los que la lean y tengan un poco de sangre fría, se dirán: Era grande, porque para alcanzar de cualquier charlatán. Y lo que a nosotros nos parece novelesco, e inquietante, no es nada más que la zozobra de los espíritus débiles y mediocres, que sólo creen en el éxito cuando los medios para alcanzarlo son complicados, misteriosos, y no simples. Y sin embar­go usted debía saber que los grandes actos son sencillos, como la prueba del huevo de Colón.

-¿La verdad de la mentira?

-Eso mismo. Lo que hay es que a nosotros nos falta el coraje para enormes empresas. Nos imaginamos que la administración de un Estado es más complicada que la de una mo­desta casa, y en los sucesos ponemos un exceso de novelería, de romanticismo idiota.

-¿Pero usted en su conciencia siente, quiero decir, la realidad le da una impresión a usted de que tendremos éxito?

-Completamente, y créame… seremos cuando menos los dueños del país… si no del mundo. Tenemos que serlo. Lo que proyecta el Astrólogo es la salvación del alma de los hombres agotados por la mecanización de nuestra civilización. Ya no hay ideales. No hay símbolos buenos ni malos. El Astrólogo, vez pasada hablaba de colonias que fundaban en el antiguo mundo los vagos que no se encontraban bien en su país. Nosotros haremos lo mismo, pero dándole a la Sociedad un sentido de juego enérgico… juego que seduce hasta el alma de los tenderos cuando van al cinematógrafo a ver una aventura de cow-boys. ¿Qué sabe usted, hermano, de los líos que pensamos armar?… En último extremo sembraremos bombas de trinitrotolueno para divertirnos un poco con el espanto de la canalla. ¿Qué cree usted que eran las viejas patotas y los malevos del arrabal? Hombres que no habían encontrado cauces donde lanzar su energía. Y entonces la desfogaban estropeándolo a un cajetilla o a un turco.

Vea… Comodoro… Puerto Madryn, Trelew, Esquel, Arroyo Pescado, Camo Chileno, conoz­co todos los caminos y todas las soledades… Créalo… organizaremos un cuerpo de juventud admirable -se había entusiasmado-. ¿Usted cree que no hay oro? Me recuerda a las criaturas que en la mesa tienen los ojos más grandes que el estómago. En nuestro país todo es oro.

Erdosain sentíase arrastrado por el calor del otro. El Buscador de Oro hablaba convulsivamente, guiñando los ojos, levantando ya una ceja, ya la otra, zamarreándolo amis­tosamente por el brazo.

-Créame, Erdosain… hay mucho oro… más del que se puede imaginar usted… pero no es ésa la realidad. Hay otra: el tiempo que se va. Esquel, Arroyo Pescado, Río Pico… Campo Chileno… leguas… caminos de días y días… y usted sabe, sabe que para sacar el certificado de un caballo que no vale diez pesos se camina semanas, el tiempo no vale nada… Todo es grande… enorme… eterno allá. Tiene que convencerse. Me acuerdo cuando con la Máscara íbamos por Arroyo Pescado. No sólo oro… el oro rojo… Allá se salvan las almas que enfermó la civilización. Enviaremos a la montaña a todos los nuestros. Vea… yo tengo vein­tisiete años… y me he jugado la piel a balazos varias veces -sacó el revólver-. ¿Ve aquel gorrión? -estaba a cincuenta pasos, levantó el revólver hasta su mentón, apretó el disparador y el sonar al estampido el pájaro se desprendió verticalmente de la rama-. ¿Ha visto? Así me he jugado muchas veces la piel. No hay que estar triste. Vea, tengo veintisiete años. Arroyo Pescado, Esquel, Río Pico, Campo Chileno… todas las soledades serán nuestras… organiza­remos la escolta de la Alegría Nueva… La Orden de los Caballeros del Oro Rojo… Usted cree que estoy exaltado. ¡No, hombre! Hay que haber estado allá para darse cuenta. Y en esas circunstancias uno concibe la necesidad, la imprescindible necesidad de una aristocracia natural. Desafiando la soledad, los peligros, la tristeza, el sol, lo infinito de la llanura, uno se siente otro hombre… distinto del rebaño de esclavos que agoniza en la ciudad. ¿Sabe usted lo que es el proletariado, anarquista, socialista, de nuestras ciudades? Un rebaño de cobardes. En vez de irse a romper el alma a la montaña y a los campos, prefieren las comodidades y los divertimentos a la heroica soledad del desierto. ¿Qué harían las fábricas, las casas de modas, los mil mecanismos parasitarios de la ciudad si los hombres se fueran al desierto… si cada uno de ellos levantara su tienda allá abajo? ¿Comprende usted ahora por qué estoy con el Astrólogo? Nosotros los jóvenes crearemos la vida nueva; sí, nosotros. Estableceremos una aristocracia bandida. A los intelectuales contagiados del idiotismo de Tolstoi los fusilaremos, y el resto a trabajar para nosotros. Por eso lo admiro a Mussolini. En ese país de mandolinistas estableció el uso del bastón y aquel reinado de opereta se convirtió del día a la noche en el mastín del Mediterráneo. Las ciudades son los cánceres del mundo. Aniquilan al hombre, lo moldean cobarde, astuto, envidioso, y es la envidia la que afirma sus derechos sociales, la envidia y la cobardía. Si esos rebaños se compusieran de bestias corajudas lo hubieran hecho pedazos todo. Creer en el montón es creer que se puede tocar la luna con la mano. Vea lo que le pasó a Lenin con el campesino ruso. Pero ya está todo organizado y no cabe otra cosa que decir: en nuestro siglo los que no se encuentran bien en la ciudad que se vayan al desierto. Eso es lo que se propone el Astrólogo. Tiene mucha razón. Cuando los primeros cristianos se sintieron mal en las ciudades se fueron al desierto. Allí a su modo se construyeron la felici­dad. Hoy, en cambio, la chusma de las ciudades ladra en los comités.

-¿Sabe que me gusta su símil del desierto?

-Pero claro, Erdosain. El Astrólogo lo dice: esos que no están cómodos en las ciuda­des no tienen derecho a molestar a los que la gozan. Para los descontentos e incómodos de las ciudades está la montaña, la llanura, la orilla de los grandes ríos.

Erdosain no se imaginaba tal violencia en el Buscador de Oro. El otro adivinó el pensamiento, porque dijo:

-Nosotros predicaremos la violencia, pero no aceptaremos en las células a los teóri­cos de la violencia, sino que aquel que quiera demostrarnos su odio a la actual civilización tendrá que darnos una prueba de su obediencia a la sociedad. ¿Se da cuenta usted ahora del objeto de la colonia? ¿El oro no es también una hermosa ilusión? El esfuerzo lo convertirá en un superhombre. Entonces se le otorgarán poderes. ¿No sucede lo mismo con las órdenes monacales? ¿No está así organizado el ejército? Pero, hombre, ¡no abra la boca! En las mismas empresas comerciales… por ejemplo, en la casa Gath y Chaves, en Harrods, me han contado los empleados que el personal se gobierna con una disciplina junto a la cual la disciplina militares un juguete. Ya ve, Erdosain, que nosotros no inventamos nada. Sustitui­mos un fin mezquino por un fin extraordinario, nada más.

Erdosain se sentía humillado frente al Buscador de Oro. Envidiábale al otro la vio­lencia, le irritaban sus verdades gruesas e indiscutibles, y hubiera deseado contradecirlo, al tiempo que se decía:

-Yo soy menos personaje de drama que él, yo soy el hombre sórdido y cobarde de la ciudad. ¿Por qué no siento su agresividad y su odio?. Sí, tiene razón. Y sonrío a sus palabras, prudentemente, como si temiera que me dé una cachetada, y es que me asusta su violencia, me enoja su coraje.

-¿En qué piensa, hermano? -dijo el Buscador de Oro.

El Buscador de Oro se encogió de hombros.

-Usted piensa que es cobarde porque las circunstancias para vivir no lo han obligado a jugarse la piel. Yo lo quiero ver a usted el día en que su vida esté pendiente del gatillo del revólver, si es cobarde o no. Lo que hay es que en la ciudad no se puede ser valiente. Usted sabe que si le estropea la cara a un desgraciado los trámites policiales lo van a molestar tanto, que usted prefiere tolerar a hacerse justicia por su mano. Esa es la realidad. Y uno se acos­tumbra a ser un resignado, a refrenar los impulsos…

Erdosain lo miró:

-¿Sabe que es notable?

-Pierda cuidado, socio. Ya va a ver usted cómo se va a despabilar dentro de poco… y se va a encontrar con el alma de un valiente… Hay que empezar, nada más.

A la una de la tarde los dos hombres se despidieron.

La Coja

Ese mismo día, poco antes de llegar Erdosain al último tramo de la escalera en cara­col, distinguió, detenida en el rellano, a una señora envuelta en un abrigo de lutre y toca verde, que conversaba con la patrona de la pensión. Un «ahí viene» le hizo comprender que era a él a quien esperaban, y al detenerse en el pasillo, la desconocida, volviendo el rostro, ligeramente pecoso, le dijo:

-¿Usted es el señor Erdosain?

-¿Dónde he visto esta cara? -se preguntó Erdosain al responder afirmativamente a la desconocida, que entonces se presentó:

-Soy la esposa del señor Ergueta.

-¡Ah! ¿Usted es la Coja! -mas súbitamente, avergonzado de la inconveniencia que asombró a la patrona hasta hacerle mirar los pies a la desconocida, Erdosain se disculpó:

-Perdón, estoy aturdido… Usted comprende, no esperaba… ¿quiere pasar?

Antes de abrir la puerta de su habitación, Erdosain volvió a disculparse por el desor­den que encontraría en ella la visita, e Hipólita, sonriendo irónicamente, le replicó:

-Está bien, señor.

Sin embargo a Erdosain le irritaba la mirada fría que filtraba las transparentes pupi­las verdegrises de la mujer. Y pensó:

-Debe ser una perversa -pues había reparado que bajo la toca verde, el cabello rojo de Hipólita se alisaba a lo largo de las sientes en dos lisos bandos que cubrían la punta de sus orejas. Volvió a observar sus pestañas fijas y rojas y los labios que parecían inflamados en la sonrojada morbidez del rostro pecoso. Y se dijo: -¡Qué distinta a la de la fotografía!

Ella, detenida ante él, le observaba como diciéndose:

-Este es el hombre -y él, inmediato a la mujer, sentía su presencia sin comprenderla, como si ella no existiera o estuviera distante de él por muchas leguas del rumbo interior. Sin embargo, estaba allí y era preciso decir algo, y no ocurriéndosele otra cosa, dijo, después de encender la luz y ofrecerle una silla a la señora, ocupando él el sofá:

-¿Así que usted es la esposa de Ergueta? Muy bien.

No terminaba de comprender qué es lo que hacía esa vida implantada de pronto en su desconcierto. Le soliviantaba el alma una ráfaga de curiosidad, pero hubiera querido estar de otro modo, sentirse familiar al semblante de la mujer, cuyas ovaladas líneas tenían algo de rojo del cobre, como esos rayos de sol de lluvia, que en los cuadros de santos brotan en mil haces de entre un pináculo de nubes. Y se decía:

-Yo estoy aquí, pero mi alma, ¿dónde está? -Y tornó a decir-: ¿Así que usted es la esposa de Ergueta? Muy bien.

Ella, que se había cruzado de piernas, estiró el borde de su vestido mucho más abajo de su rodilla, la tela se frunció entre sus dedos sonrosados, y levantando la cabeza como si le costara un gran esfuerzo ese movimiento en la extrañeza de un ambiente que no conocía, dijo:

-Es preciso que haga usted algo por mi marido. Se ha vuelto loco.

-Mi curiosidad no ha recibido ningún gran golpe -se dijo Erdosain, y satisfecho de mantenerse insensible como uno de esos banqueros de las novelas de Xavier de Montepin, agregó, con la alegría interior de poder representar la comedia del hombre impasible-: ¿Así que se ha vuelto loco? -pero de pronto, comprendiendo que no podría prolongar ese papel, dijo-: ¿Se da cuenta usted, señora? Me da una noticia extraordinaria, y sin embargo he per­manecido impasible. Me duele estar así, vacío de toda emoción; quisiera sentir algo y estoy como un adoquín. Usted tiene que disculparme. No sé lo qué me pasa. Usted me disculpará, ¿no? En otro tiempo, sin embargo, no estaba así. Recuerdo que era alegre como un gorrión. He ido cambiando poco a poco. No sé, la miro a usted, quisiera sentirme amigo suyo y no puedo. Si la viera a usted agonizar posiblemente no le alcanzaría ni un vaso de agua. ¿Se da cuenta? Y sin embargo… ¿Pero, dónde está él?

-En el Hospicio de las Mercedes.

-¡Qué curioso! ¿No vivían ustedes en el Azul?

-Sí, pero hace quince días que estamos aquí…

-¿Y cuándo sucedió «eso»?

-Hace seis días. Yo misma no me lo explico. Es como usted decía antes refiriéndose a mí. Perdone si le hago perder tiempo. Yo pensé en usted, que le conocía, él siempre me hablaba de usted. ¿Cuándo fue la última vez que lo vio?

-Antes de casarse… Sí, me habló de usted. La llamaba la Coja… y la Ramera.

A Erdosain le pareció que el alma de Hipólita le iba esmaltando serenamente las pupilas. Tenía la certidumbre de que podía hablar de todo con ella. El alma de la mujer estaba inmóvil allí, como para recibirlo naturalmente. Ella había apoyado las manos cruzadas sobre la falda encima de la rodilla, y esa circunstancia de posición le hacía fácil el tiempo de confidencia. Lo ocurrido durante la mañana en la casa del Astrólogo le parecía algo remoto, sólo algún pedacito de árbol y de cielo cruzaba a momentos su recuerdo, y el deslizamiento de las imágenes truncas le dejaba apoyada en la conciencia un placer lento e injustificado. Se restregó las manos con satisfacción, y dijo:

-No se ofenderá usted, señora… pero yo creo que estaba ya loco al casarse con us­ted…

-Dígame… ¿Usted sabe si jugaba antes de casarse conmigo?

-Sí… Además, recuerdo que estudiaba mucho la Biblia, porque entre otras cosas me habló de los tiempos nuevos, del cuarto sello y un montón de cosas más. Además, jugaba. A mí siempre me interesó porque veía en él un temperamento frenético.

-Eso mismo. Un frenético. Llegó a aceptar un envite de cinco mil pesos en una mesa de poker. Vendió mis joyas, un collar que me había regalado un amigo…

-Pero ¿cómo?… ¿Ese collar usted no se lo regaló a la sirvienta poco antes de casarse con él? Así me dijo él. Que usted le regaló el col lar y la vajilla de plata… y el cheque de diez mil pesos que le regaló el otro…

-¡Pero usted cree que estoy loca!… ¿Por qué iba a regalarle a mi sirvienta un collar de perlas?

-Entonces mintió.

-Es lo que me parece.

-¡Qué curioso!…

-No le extrañe. Mentía mucho. Además, en estos últimos días estaba perdido. Estu­dió una martingala para aplicarla a la ruleta. Usted se habría reído si lo hubiera visto. Armó un libro de números que nadie entendía como no ser él. ¡Qué hombre! No podía dormir de la preocupación; desatendía la farmacia; a veces, estando la luz apagada y yo por dormirme, sentía un gran golpe en el suelo; era él que se había tirado de la cama, prendía la luz, anotaba unas cifras como si tuviera miedo de que se le escaparan… Pero, ¿así que le dijo a usted que yo había regalado mi collar de perlas? ¡Qué hombre! Lo que hizo fue empeñarlo antes de que nos casáramos… Bueno, como le decía… el mes pasado fue al Real de San Carlos…

-Y, lógicamente, perdió…

-No, con setecientos pesos ganó siete mil. Hubiera visto cómo llegó… Callado… Yo me dije: ¡Zas!, perdió… pero lo notable es que estaba asustado de la suerte que había tenido… él mismo hasta entonces había tenido una relativa confianza en su martingala…

-Sí… me doy cuenta… Prefería creer en ella a probarla.

-Claro, por miedo al fracaso. Pero ya le digo… durante algunos días estuvo como trastornado. Recuerdo que una tarde, a la hora de la siesta, me dijo: «Bueno, negra, te resig­narás a ser la reina del mundo».

-Siempre la manía de las grandezas…

-Le prevengo que en parte yo también creí después de eso en el éxito de la martingala. El había jugado de acuerdo a los números que figuraban en su tabla de cálculos, y enton­ces para hacer saltar la banca retiró tres mil pesos del banco… Estaban a mi nombre, recuer­do, y más los seis mil quinientos… Había pagado unas cuentas de la farmacia… Salimos para Montevideo… y lo perdió todo.

-¿Cuánto tardó?

-Veinte minutos… Yo creía que se desmayaba por el camino… pero, ¿así que a usted le dijo que yo había regalado mi collar a la sirvienta?… ¡Qué hombre!

-Sería para darme una mejor idea de usted. ¿Y en el viaje, cómo les fue?

-Nada… no dijo una palabra. Eso sí, tenía los ojos vidriosos, la cara como deshecha, relajada, ¿sabe? En cuanto llegamos a Buenos Aires se acostó… era un día lunes. Se quedó hasta el anochecer en la cama, luego fue a la calle, no sé por qué me daba en el corazón de que algo iba a suceder… A las diez de la noche no había vuelto aún, y entonces me acosté; a eso de la una de la madrugada me despertaron sus pasos en el cuarto, yo iba a encender la luz cuando él dio un gran salto y tomándome de un brazo, usted sabe la espantosa fuerza que tiene, en camisón me sacó de la cama y arrastrándome por los pasillos me llegó hasta la puerta del hotel.

-¿Y usted?

-Yo no gritaba porque sabía que lo iba a enfurecer. Ya en la puerta del hotel se quedó mirándome como si no me conociera, con la frente hecha un bulto de arrugas, los ojos gran­des. Corría un viento que hacía doblarse los árboles, yo me tapaba con los brazos, y él, sin decir palabra, no hacía más que mirarme, cuando frente a nosotros se detuvo un vigilante, mientras que de atrás lo agarraba por los brazos el portero, que se había despertado con el ruido. Y él gritaba que lo podían escuchar desde la esquina: Esta es la ramera… la que amó a los rufianes que tienen la carne como la carne del mulo…»

-¿Pero cómo se acuerda usted de esas palabras?

-Todo lo que pasó es como si lo estuviera viendo ahora. El, entre una hoja de la puerta, tironeando para adentro; desde afuera el vigilante estirándolo, mientras el portero lo abrazaba por la garganta para hacerle perder fuerzas, y yo en el quicio esperando que eso terminara, pues se habían juntado varias personas que en vez de ayudarlo al vigilante se entretenían en mirarme a mí. Menos mal que yo usé siempre un largo camisón de noche… Por fin, con la ayuda de otros vigilantes a quienes avisó un mozo desde adentro con llamadas de auxilio, pudieron sacarlo para la comisaría.

Creían que estaba borracho… pero era un ataque de locura… Así lo diagnosticó el médico. Deliraba con el arca de Noé…

-Perfectamente… ¿y en qué puedo servirla? -Otra vez Erdosain sentía que lo impor­tante del personaje reaparecía en su vida como un elemento novelesco que hay que cuidar como se cuida el lazo de la corbata en el desorden de un baile.

-En fin, yo lo molestaba a ver si usted provisoriamente podía ayudarme. Con la familia de él no puedo contar absolutamente para nada.

-¿Pero usted no se casó en la casa de él?

-Sí, pero cuando volvimos de Montevideo después que nos casamos, fuimos un día de visita… imagínese… de visita en una casa donde yo había sido sirvienta.

-¡Qué colosal!

-La indignación de esa gente usted no se la imagina. Una día de él… pero ¡para qué contar tantas mezquindades!… ¿no le parece? La vida es así y listo. Nos echaron y nos fui­mos. Paciencia, mala suerte.

-Lo raro es que usted haya sido sirvienta.

-No tiene nada de particular…

-Es que usted no causa esa impresión…

-Gracias… el caso es que al salir del hotel tuve que empeñar un anillo… y necesito administrare! poco dinero que tengo…

-¿Y la farmacia?

-Está a cargo de un idóneo. Le he telegrafiado que envíe dinero… pero él me ha contestado que tiene órdenes de la familia de Ergueta de no entregarme un centavo. En fin…

-¿Y usted qué piensa hacer?

-Eso es lo que no sé… Si volver a Pico, o esperar aquí.

-¡Qué lío!…

-Créame, estoy harta ya.

-Bueno, el caso es que hoy no tengo dinero. Mañana, sí, tendré…

-¿Sabe?… Esos pocos pesos quiero reservarlos por si acaso…

-Y en tanto usted averigüe algo serio… si quiere puede quedarse aquí. Precisamente, al lado hay una pieza vacía. ¿Y qué más desea?

-Ver si usted lo puede sacar del hospicio.

-¿Cómo lo voy a sacar si está loco? Veremos. Bueno…esta noche se queda a dormir aquí. Yo me las arreglaré en el sofá… aunque es probable que no duerma aquí.

Otra vez la mujer filtró entre las pestañas rojas, su malévola mirada verdosa. Era como si proyectara su alma sobre el relieve de las ideas del hombre, para recoger un calco de sus intenciones.

-Bueno, acepto…

-Mañana, si quiere, le daré dinero para que se vaya tranquila a vivir a un hotel si no prefiere quedarse aquí.

Mas de pronto, encocorado contra Hipólita por un pensamiento que acababa de res­balar en su entendimiento, dijo:

-¿Sabe usted que no debe quererlo a Eduardo?…

-¿Por qué?

-Es evidente. Usted llega aquí, me habla de todo este drama con una tranquilidad que asombra… y naturalmente, entonces… ¿qué es lo que uno va a pensar de usted?

Al decir estas palabras, Erdosain había comenzado a pasearse en el reducido espacio de la habitación. Sentíase inquieto, y de reojo examinaba el ovalado rostro pecoso, con las finas cejas rojas bajo la visera verde del sombrero, y los labios como inflamados, mientras que las dos alas de cabello color de cobre ceñían las sienes cubriendo las orejas, y las pupilas transparentes lanzaban haces de mirada.

-No tiene casi senos -pensó Erdosain. Hipólita miraba en redor; de pronto, sonriendo amablemente, le preguntó:

-¿Qué es lo que usted, m’hijito, esperaba de mí?

Erdosain se sintió irritado por ese «m’hijito» intempestivo y prostibulario que se sumaba al canalla «paciencia, mala suerte». Por fin, dijo:

-No sé… en fin, me la imaginaba a usted menos fría… hay momentos en que da usted la idea de que es una mujer perversa… puede que me equivoque, pero… en fin… allá usted…

Hipólita se levantó:

-M’hijito, yo nunca he hecho comedias. He venido a usted, sencillamente, porque sabía que usted era su mejor amigo. ¿Qué quiere?… ¿Que me ponga a llorar como una Mag­dalena si no lo siento?… Ya he llorado bastante…

Ella también se había puesto de pie. Lo miraba con fijeza, pero la dureza de líneas que estaba rígida bajo la epidermis de su semblante como una armadura de voluntad se descompuso de fatiga. Con la cabeza inclinada ligeramente a un costado, a Erdosain le recor­dó a su esposa… bien podía ser ella… estaba en la puerta de una estancia desconocida… el capitán, indiferente, la miraba marchar ara siempre y no la detenía… la calle se abría ante ella… quizá fuera a parar a un hotel de muros sucios, y entonces, apiadado, dijo:

-Discúlpeme… estoy un poco nervioso. Usted está en su casa. Lo único que siento es que me haya encontrado sin dinero. Pero mañana tendré.

Hipólita volvió a ocupar la silla y Erdosain, al tiempo que caminaba se tomó el pulso. Las venas latían rápidamente. Fatigado de la tarde pasada con el Astrólogo y Barsut, dijo con amargura:

-Es pesada la vida… ¿eh?…

La intrusa miraba en silencio la punta de su zapa tito. Levantó los ojos y una arruga fina estrió su frente pecosa. Luego:

-Usted parece que está preocupado. ¿Le pasa algo?

-Nada… dígame… ¿sufrió mucho al lado de él?…

-Un poco. Es violento…

-¡Qué curioso! Quisiera representármelo en el manicomio y no puedo. Apenas si distingo un pedazo de cara y un ojo… Le prevengo que yo presentí el desastre. Le encontré una mañana, me contó todo y de pronto tuve la impresión de que sería desdichada a su lado… pero usted debe estar cansada. Yo tengo que salir. Le voy a decir a la patrona que le sirva la cena aquí.

-No… no tengo ganas.

-Bueno, entonces con su permiso. Aquí está el biombo. Haga como si estuviera en su casa.

Cuando Erdosain salió, la Coja le envolvió en una mirada singular, mirada de abani­co que corta con una oblicua el cuerpo de un hombre de pies a cabeza, recogiendo en tangente toda la geometría interior de su vida.

En la caverna

Ya en la calle, Erdosain observó que orvallaba, pero continuó caminando, empujado por un rencor sordo, malhumor de no poder pensar.

Los acontecimientos se complicaban… y él, en tanto, ¿qué era en medio de esos engranajes que lo iban bloqueando, metiéndose cada vez más adentro de la vida, sumergién­dolo en un fangal que le desesperaba? Además, estaba aquello… esa impotencia de pensar, de pensar con razonamientos de líneas nítidas, como son las jugadas de ajedrez, y una incohe­rencia mental que lo encocoraba contra todos.

Entonces su irritación se volvió contra la bestial felicidad de los tenderos, que a las puertas de sus covachas escupían a la oblicuidad de la lluvia. Se imaginó que estaban traman­do eternos chanchullos, mientras que sus desventradas mujeres se dejaban ver desde las trastiendas, extendiendo manteles en las mesas cojas, arramblando innobles guisotes que al ser descubiertos en las fuentes arrojaban a la calle flatulencias de pimentón y de sebo, y ásperos relentes de milanesas recalentadas.

Caminaba ceñudo, investigando con furor lento las ideas que se incubarían bajo esas frentes estrechas, mirando descaradamente las lívidas caras de los comerciantes, que desde el cuévano de los ojos espiaban con una chispa de ferocidad los compradores que se movían en los negocios fronteros; y Erdosain sentía a momentos ímpetus de insultarlos, antojo de tratar­los de cornudos, de ladrones y de hijos de mala madre, diciéndoles que tenían la falsa gordu­ra de los leprosos y que si algunos estaban flacos era de celar los éxitos de sus prójimos. Y en su fuero interno los iba injuriando atrozmente, imaginándose que los negociantes aquellos estaban atornillados a próximas quiebras por espantosos pagarés, y que la desdicha que le arrojaba a él al fondo de la desesperación se cerniría también sobre sus mugrientas mujeres, que, con los mismos dedos con que momentos antes habían retirado los trapos en que menstruaban, cortarían ahora el pan que ellos devorarían entre maldiciones dirigidas a sus competidores.

Y sin podérselo explicar se decía que el más educado de esos bribones era de una grosería solapada y profunda, todos envidiosos hasta el tuétano y más desalmados e implaca­bles que cartagineses.

A media que iba pasando frente a colchonerías y almacenes y tiendas, pensaba que esos hombres no tenían ningún objeto noble en la existencia, que se pasaban la vida escudri­ñando con goces malvados la intimidad de sus vecinos, tan canallas como ellos, regocijándo­se con palabras de falsa compasión de las desgracias que les ocurrían a éstos, chismorreando a diestra y siniestra de aburridos que estaban, y esto le produjo súbitamente tanto encono que de pronto aceptó que lo mejor que podría hacer era irse, pues si no tendría un incidente con esos brutos, bajo cuyas cataduras enfáticas veía alzarse el alma de la ciudad, encanallada, implacable y feroz como ellos.

No tenía un propósito determinado, reconocía que tenía el espíritu sucio de asco a la vida, y de pronto al ver que pasaba un tranvía hacia Plaza Once, a grandes saltos trepó a la plataforma. Ya en la boletería sacó pasaje de ida y vuelta a Ramos Mejía. Iba para allá como hubiera podido ir en otra dirección. Cansado, desconcertado con la certeza de que había arrojado su alma a un foso del cual ya no podría salir nunca más. Y esperándolo, la Coja. ¿No hubiera sido preferible ser capitán de navío y comandar un superdreadnought? Las chime­neas vomitarían torrentes de humo y en el puente de mando conversaría con el comandante de torre, mientras que en el corazón se le pintaría la imagen de una mujer que acaso no fuera su esposa. Mas, ¿por qué su vida era así? Y la de los otros también, también «así» como si el «así» fuera un cuño de desgracia que visto en otro era de relieve más borroso.

¿Qué se había hecho de la vida fuerte, que ciertos hombres contienen en su envase como la sangre de un león? La vida fuerte que hace de pronto que una existencia se nos aparezca sin los tiempos previos de preparación y que tiene la perfecta soltura de las compo­siciones cinematográficas. ¿No eran acaso así las fotografías de los héroes? ¿Quién conser­vaba una fotografía de los héroes? ¿Quién conservaba una fotografía de Lenin discutiendo en un cuartujo de Londres, o de Mussolini vagabundo por los caminos de Italia? Y, sin embargo, eran de pronto revelados en un balcón arengando a la multitud barbuda, o entre las columnas truncas de unas ruinas recientes, con zapatos de sport, y un sombrero jipi-japa que no desde­cía la fiereza del semblante de conquistador. En cambio, él sentía allí, localizada en su vida, las pequeñas imágenes de la Coja, del capitán, de su esposa, de Barsut, todas existencias que en cuanto se apartaban de sus ojos quedaban restituidas a la minúscula dimensión que le confiere la distancia a los cuerpos físicos.

Apoyó la cabeza en el cristal de la ventanilla. El vagón se deslizó y luego se detuvo, al segundo silbido del guardatren, arrancó el convoy, y éste entró rechinando fieramente en los entrerrieles que chocaban férreamente al ser apartados por el filo de las ruedas.

Las luces verdes y rojas del subterráneo le encandilaron los ojos por un instante, luego volvió a cerrarlos. En la noche, el tren comunicaba su trepidación a los rieles, y la masa multiplicada por la velocidad, imprimía a sus pensamientos el vértigo de una marcha igual­mente implacable y vertiginosa.

Cracc… cracc… cracc… arrancaban las ruedas en cada junta de riel, y ese monorritmo sordo y formidable le alivianaba de su rencor, tornaba más ligero su espíritu, mientras que la carne se dejaba estar en la somnolencia que comunica a los sentidos la velocidad.

Luego pensó que Ergueta ya estaba loco. Recordó las palabras del otro cuando esta­ba a la orilla de la desgracia: «rajá, turrito, rajá», y afirmando la cabeza en el ángulo acolcha­do del respaldar, pensó en tiempos idos, cerrando los ojos para distinguir con claridad las imágenes de un recuerdo. Este le causaba cierta extrañeza, pues era la primera vez que observaba que en un recuerdo ciertas figuras tienen la dimensión normal con que se las ha conoci­do en la realidad, mientras que otras figuras o cosas son pequeñitas como soldados de plomo o tan sólo presentan un perfil, careciendo de profundidad. Así, junto a la corpulencia de un negro, cuya mano perdíase en el trasero de un pequeño, veía una mesita minúscula, como para muñecas, sobre la que estaban aplastadas las pequeñas cabezas de unos hombres ladro­nes, mientras que el techo, de altura real, daba un aspecto de desolación más extraordinaria al gris paraje del recuerdo.

Una muchedumbre oscura se movía allí, en el interior de su alma; luego la sombra, como una nube, cubría de cansancio su pena, y junto a la mesita donde dormían los pequeñitos ladrones adultos, se erguían gigantescos y morrudos como un cráneo de buey, el relieve del patrón de la fonda, con los dedos engrampados en las musculosas bolas de sus brazos. Y otro recuerdo le demostraba cuán exacto era su presentimiento de inminente caída, cuando aún no había ni pensado defraudar a la Azucarera, pero ya buscaba en los parajes siniestros una imagen de su posible personalidad.

¡Cuántos senderos había en su cerebro! Pero ahora iba hacia el que conducía a la fonda, la fonda enorme que hundía su cubo taciturno como una carnicería hasta los últimos repliegues de su cerebelo, y aunque el relieve de ese cubo que nacía en su frente y terminaba en la nuca, era de veinte grados, las minúsculas mesitas con los ladroncitos adultos no resba­laban por el piso como hubiera sido lógico, sino que el cubo se enderezaba bajo el contrapeso de una costumbre instantánea, la de pensar en él, y su carne acostumbrada ya a la velocidad multiplicada por la masa del tren eléctrico, se dejaba estar en una inercia vertiginosa; y ahora que el recuerdo había vencido la inercia de todas las células, aparecía ante sus ojos la fonda, como un cuadrilátero exactamente recortado. El cual parecía que ahondaba sus rectas al interior de su pecho, de modo que casi podía admitir que si se mirara a un espejo, el frente de su cuerpo presentara un salón estrecho, ahondado hacia la perspectiva del espejo. Y él cami­naba en el interior de sí mismo, sobre un pavimento enfangado de salivazos y aserrín, y cuyo marco perfecto se biselaba hacia lo infinito de las sensaciones adyacentes.

Y pensaba que si la Coja hubiera estado a su lado, él le diría refiriéndose a un recuer­do:

-Aún yo no era ladrón.

Erdosain se imaginó que la Coja lo miraba, y él, con un tono aburrido, continuó:

-Al lado del viejo edificio de «Crítica», en la calle Sarmiento, había una fonda.

Hipólita levantó los ojos como interrogándolo, de pronto, entre el traqueteo infernal de los coches al cruzar las entrevias de Caballito, Erdosain se imaginó que era un personaje que había vivido como un bandido, pero que ya se había regenerado, y entonces continuó diciéndole a su interlocutora invisible:

-Y allí se reunían vendedores de diarios y ladrones.

-¿Ah, sí?

El patrón, para evitar que los tumultos formados por esta canalla terminaran de rom­perles los cristales de los escaparates, tenía bajadas continuamente las cortinas metálicas.

La luz entraba al salón por los vidrios de la banderola teñidos de azul, de forma que en esa leonera de muros pintados de gris como los de una carnicería turca, flotaba una oscu­ridad que tornaba lechosa la humareda de los cigarros.

En aquel cubo sombrío, de techo cruzado por enormes vigas, y que la cocina de la fonda inundaba de neblinas de menestra y de sebo, se movía el tumulto oscuro, una «merza» de ladrones, sujetos de frentes sombreadas por las viseras de las gorras y pañuelos flojamente anudados en el escote de las camisetas.

De once a dos de la tarde se apeñuscaban en torno de las grasientas mesas de marmol, para chupar conchas de almejas podridas o jugar a los naipes entre vasos de vino.

En aquella bruma hedionda los semblantes afirmaban gestos canallescos, se veían jetas como alargadas por la violencia de una estrangulación, las mandíbulas caídas y los labios aflojados en forma de embudo; negros de ojos de porcelana y brillantes dentaduras entre la almorrana de sus belfos, que le tocaban el trasero a los menores haciendo rechinar los dientes; rateros y «batidores» con perfil de tigre, la frente hundida y la pupila tiesa.

Un vocerío ronco vomitaba estos racimos espatarrados en los bancos y acodados a los mármoles, entre los que se deslizaban los «lanceros», de traje adecentado, cuello flojo, chaleco gris y hongos de siete pesos. Algunos acababan de salir de Azcuénaga y daban noticias de los nuevos presos transmitiendo mensajes, otros para inspirar confianza, gastaban anteojos de carey, y todos al entrar soslayaban el antro con rapidísimas miradas. Hablaban en voz baja, sonriendo convulsivamente, pagando botellas de cerveza a extraños compinches y salían y entraban varias veces en un cuarto de hora, llamados por misteriosas diligencias. El amo de esta caverna era un hombre enorme, cara de buey, ojos verdes, nariz de trompeta y apretadísimos labios finos.

Cuando se encolerizaba sus rugidos sobresaltaban a la canalla, que le temía. Se ma­nejaba con ésta utilizando una violencia sorda. Un perdulario hacía más escándalo del tácita­mente tolerado, y de pronto el fondero se acercaba, el bullanguero sabía que el otro le pega­ría, pero aguardaba en silencio, y entonces el gigante descargaba con el filo del puño terribles golpes cortos en el borde del cráneo del culpable.

Un enmudecimiento gozoso acompañaba al castigo, el desgraciado era lanzado a la calle a puntapiés, y el vocerío se renovaba más injurioso y resonante, desplazando nubes de humo hacia el vidriado cuadrilátero de la puerta. A veces a esta leonera entraban músicos ambulantes, frecuentemente un bandoneón y una guitarra.

Afinaban los instrumentos y un silencio de expectativa acurrucaba a cada fiera en su rincón, mientras que una tristeza movía su oleaje invisible en esa atmósfera de acuario.

El tango carcelario surgía plañidero de las cajas, y entonces los miserables acompasaban inconscientemente sus rencores y sus desdichas. El silencio parecía un mons­truo de muchas manos que levantara una cúpula de sonidos sobre las cabezas derribadas en los mármoles. ¡Quizás en lo que pensaban! Y esa cúpula terrible y alta adentrada en todos los pechos multiplicaba el langor de la guitarra y del bandoneón, divinizando el sufrimiento de la puta y el horrible aburrimiento de la cárcel que pincha el corazón cuando se piensa en los amigos que están afuera «escorzándose» hasta la vida.

Entonces en las almas más letrinosas, bajo las jetas más puercas, estallaba un tem­blor ignorado; luego todo pasaba y no había mano que se extendiera para dejar caer una moneda en la gorra de los músicos.

-Allí iba yo -le decía Erdosain a su interlocutora hipotética-. En busca de más angus­tia, de la afirmación de saberme perdido y a pensar en mi esposa que sola en mi casa sufriría de haberse casado con un inútil como yo. Cuántas veces, arrinconado en esa fonda, me la imaginé a Elsa fugitiva con otro hombre. Y yo caía siempre más abajo, y ese antro no era nada más que el anticipo de lo peor que había de ocurrirme más adelante. Y muchas veces, mirando a esos miserables, me decía: ¿No llegaré a ser como uno de éstos? Ah, yo no sé cómo, pero siempre he tenido el presentimiento de lo que más adelante ocurriría. No me he equivocado nunca. ¿Se da cuenta usted? Y allí, en la caverna, lo encontré un día meditando a Ergueta. Sí, a él mismo. Estaba solo en una mesa, y algunos diarieros lo miraban con asombro, aunque otros debían creer que era un ladrón bien vestido, nada más.

Erdosain se imaginó que la Coja le preguntaba ahora:

-¿Cómo, mi marido estaba allí?

-Sí, y con su cara de «perrero» roía el puño de su bastón, mientras que un negro le soliviantaba el trasero a un menor. Pero él no hacía caso de nada. Parecía que estaba clavado en el piso de la caverna. Cierto es que me dijo que había ido a esperar a un vareador que tenía que pasarle unos «datos» para la próxima carrera, mas la verdad es que estaba allí, como si de pronto se hubiera sentido perdido y entró a ese paraje para buscarle un sentido a la vida. Esa quizá sea la verdad exacta. Buscarle sentido a la vida entre los acontecimientos que vive la canalla. Allí supe por primera vez su determinación de casarse con una prostituta, y cuando le pregunté de su farmacia, me contestó que había dejado al idóneo en Pico a cargo de ella, porque de primera intención supuse que había venido a jugar. No sé si usted sabrá que lo expulsaron de un club por hacer trampas. Hasta se dijo que había falsificado fichas, pero ese asunto nunca se puso en claro. Sólo me habló de usted cuando le pregunté por la novia, una muchacha millonaria de Cacharí, y que estaba muy enamorada de él.

-Corté hace rato -me contestó.

-¿Por qué?

-No sé… me «esgunfiaba»… estaba aburrido.

-¿Pero por qué la dejaste? -insistí.

Una luz agria convulsionaba su pupila. Malhumorado insistió apartando de un manotón las moscas que hacían círculo en su chop de cerveza:

-¡Qué se yo!… De aburrido… de turro que soy. Y me quería la pobrecita. Pero qué iba a hacer conmigo. Además, ya no tiene remedio…

-¿Le dijo Ergueta que eso ya no tenía remedio?…

-Sí, señora; dijo así: «Eso ya no tiene remedio, porque mañana me caso».

El tren eléctrico dejó atrás Flores. Erdosain, apoltronado en el sillón, recordó que lo miró seriamente al farmacéutico, en cuyo rostro se difundía ese acechador movimiento de los músculos que le da al semblante una expresión malévola.

-¿Y con quién te casas?

El semblante de Ergueta empalideció hasta las orejas. A medida que inclinaba su cabeza hacia Erdosain, guiñaba un párpado, mientras que el otro ojo inmóvil trataba de reco­ger toda la sorpresa que lo demudaría dentro de un segundo a Erdosain:

-Me caso con la Ramera. -Después levantó la cabeza y sólo se le veía el blanco de los ojos. Yo no me moví.

El farmacéutico tenía en el semblante una expresión de arrobamiento como la que se ve en las tricromías populares, en las que aparece un santo arrodillado con el canto de las manos apoyado en el pecho.

Y Erdosain recordaba que en esas circunstancias, el negro que le tocaba el trasero al menor, ahora llevaba las manos de éste a sus partes pudendas, mientras un círculo de diarieros armaba un vocerío infernal y el patrón gigantesco cruzaba el salón con un plato de sopa en una mano y otro de guiso rojo, para una comandita de dos rateros que devoraban en un rincón.

Sin embargo, su resolución no le extrañó. Ergueta tenía esas desesperadas resolucio­nes de las naturalezas frenéticas que obedecen al imperio de las obsesiones con furor lento, una explosión profunda de la que ellos no escucharon el estampido, pero cuyo crecimiento de volumen centuplica el instinto. Sin embargo, aparentando una gran serenidad:

-¿La Ramera?…. ¿Quién es la Ramera? -le pregunté.

Una oleada de sangre le enrojecía el semblante. Hasta sus ojos sonreían.

-¿Quién es, che?… Un ángel, Erdosain. En mi cara, en mi propia cara, rompió un cheque de mil pesos que le dejó un querido. A la sirvienta le regaló un collar de perlas que valía cinco mil pesos. A los porteros del departamento toda la vajilla de plata. «Entraré en tu casa desnuda», me dijo ella.

-¡Pero si todo eso es mentira! -sentía ahora que le decía Hipólita en su recuerdo.

-Yo le creí en esas circunstancias. Y él continuó contándome:

-Si vos supieras lo que ha sufrido esa mujer. Una vez, era el séptimo aborto que le hacían, tan desesperada estaba que fue a tirarse desde el cuarto piso por la ventana. De pronto, qué maravilla, che… en el balcón se le apareció Jesús. Estiró el brazo y no la dejó pasar.

Aún sonreía Ergueta. Súbitamente echó mano al bolsillo y le extendió un retrato a Erdosain.

La deliciosa criatura lo sugestionó.

Ella no sonreía. A sus espaldas los espacios estaban abigarrados de palmas y helechos. Sentada en un banco con la cabeza ligeramente inclinada, miraba una revista que su rodilla sostenía, pues cruzaba una pierna sobre otra. De esta forma, a poca distancia del césped, el vuelo de su vestido suspendía una campana. El alto peinado y los cabellos huidos de sus sienes hacían más clara y ancha la luna de su frente. A los lados de la fina nariz, el arco de las cejas era delgado como conviene a los ojos que son ligeramente oblicuos en un rostro delicadamente ovalado.

Y mirándola, Erdosain supo de pronto que junto a Hipólita él no experimentaría jamás ningún deseo, y esa certidumbre lo alegró de tal forma que pensó en la delicia de acariciar con los dedos en horqueta la barbilla de la extraña joven y escuchar el crujido de la arena bajo la suela de sus zapatitos. Luego murmuró:

-¡Qué linda que es!… ¡Debe tener una gran sensibilidad!…

¡Qué distinta era en la realidad!

El tren eléctrico cruzaba ahora por Villa Luro. Entre montes de carbón y los gasóme­tros velados por la neblina relucían tristemente los arcos voltaicos. Grandes huecos negros se abrían en los galpones de las locomotoras, y las luces rojas y verdes, suspendidas irregular­mente en la distancia, hacían más tétrica la llamada de las locomotoras.

¡Qué distinta era la Coja en la realidad! Sin embargo, recordaba que le había dicho a Ergueta:

-¡Qué linda es!… ¡Debe tener una gran sensibilidad!…

-Sí, es así; además es muy delicada en sus modales. Me gusta la aventura. Mirá la cara que pondrán los que dudaban de mi comunismo. He plantado a una cogotuda, a una virgen, para casarme con una prostituta. Pero el alma de Hipólita está por encima de todo. A ella también le gusta la aventura y los corazones nobles. Juntos haremos grandes cosas, porque los tiempos han llegado…

Erdosain recogió la frase del farmacéutico:

-¿Así que vos crees que los tiempos han llegado?…

-Sí, tienen que ocurrir cosas terribles. ¿No te acordás que vos una vez me dijiste que el presidente Roosvelt había hecho un gran elogio de la Biblia?

-Sí… pero hace mucho.

Erdosain respondió con tales palabras porque en realidad no recordaba jamás haber­le hecho una cita de esa naturaleza al farmacéutico. Este continuó:

-Afuera he leído bastante la Biblia…

-Lo cual no te impide «escolazar».

-Eso no te importa -interrumpió Ergueta adusto.

Erdosain lo miró fastidiado, el farmacéutico sonrió con su sonrisa pueril y mientras el patrón depositaba otro medio litro de cerveza en el mármol, dijo:

-Fijate qué palabras misteriosas están escritas en la Biblia: «Y salvaré la coja, y recogeré la descarriada y pondrélas por alabanza y por renombre en todo país de confusión».

Un silencio extraordinario se produjo en la fonda. Sólo se veían cabezas inclinadas o grupos que miraban pensativamente el ir y venir de las moscas en la pringue de las mesas. Un ladrón enseñaba a un consocio un anillo de brillantes y las dos cabezas permanecían conjun­tamente inclinadas en la observación de las piedras.

Por la entreabierta puerta de vidrios opacos penetraba un rayo de sol que como una barra de azufre cercenaba en dos la atmósfera azulosa.

El otro repitió: «y salvaré la coja, y recogeré la descarriada», insistiendo y guiñando maliciosamente un párpado al repetir esto: «y pondrélas por alabanza y por renombre en todo país de confusión…»

-Pero si Hipólita no es coja…

-No, pero ella es la descarriada y yo el fraudulento, el «hijo de perdición». He ido de burdel en burdel, y de angustia buscando el amor. Yo creía que era el amor físico y después leyendo ese libro que me iluminó comprendí que mi corazón buscaba el amor divino. ¿Te das cuenta? El corazón se orienta por su cuenta. Vos estás engrupido, querés hacer tu voluntad, y fallas… por qué fallas… es misterio… Luego un día, de golpe, sin saber cómo, se aparece la verdad. Y mirá que yo he vivido. «Hijo de perdición», ésa es mi vida. Papá antes de morir en Cosquín me escribió una carta terrible, entre vómitos de sangre y recriminándome, ¿sabes? Y la carta no la firmaba con su nombre, sino que ponía: «Tu padre El Maldito». ¿Te das cuenta? -y otra vez guiñó el párpado levantando de tal forma las cejas que Erdosain se preguntó:

-¿No estará loco éste?

Luego salieron de la fonda. Los automóviles se deslizaban por la calle Corrientes centelleando bajo el sol, pasaba mucha gente que se dirigía a su trabajo, y bajo los toldos amarillos el rostro de las mujeres aparecía sonrosado. Entraron al café Ambos Mundos. Rue­das de «canfinfleros» rodeaban las mesas. Jugaban al naipe, a los dados o al billar. Ergueta miró en redor, luego, escupiendo, dijo en voz alta:

-Todos cafishios. Habrá que ahorcarlos sin mirarles las caras.

Nadie se dio por aludido.

Erdosain, sin quererlo, se quedó cavilando en algunas palabras del otro.

«Buscaba el amor divino». Entonces Ergueta llevaba una vida frenética, sensual. Pasaba las noches y los días en los garitos y en los prostíbulos, bailando, embriagándose, trabándose en espantosas peleas con malevos y macrós. Un ímpetu sordo lo llevaba a realizar las más brutales hazañas.

Una noche, Ergueta se encontraba en la plaza de Flores, frente a la confitería de Niers. Estaba allí el borracho Delavene que se había recibido de abogado hacía un mes y otros muchos patoteros del Club de Flores. Molestaban a los que pasaban. De pronto, Ergueta, al ver aproximarse a un gallego se desprendió la bragueta y cuando el otro llegó hasta él, lo mojó con un chorro de orín. El hombre fue prudente, y desapareció rezongando. Entonces el farmacéutico dijo mirando a Delavene que fanfarroneaba con exceso:

-Bueno… ¿a que no lo meás al primero que pase?

-¿A que sí?

Todos se regocijaron, porque el vasco Delavene era un salvaje. Un hombre dobló en la esquina y Delavene comenzó a orinar. El desconocido se hizo a un lado, pero el «vasco» casi atropellándolo, lo mojó.

Sucedió algo terrible.

Sin pronunciar una palabra el ofendido se detuvo, la patota miraba riéndose y silban­do, de pronto el desconocido desenfundó el revólver, oyóse un estampido, y Delavene cayó de rodillas apretándose, el vientre con las manos. La agonía del «vasco» fue larga y dolorosa.

Antes de morir, noblemente reconoció que había provocado el drama, y cuando Ergueta estaba borracho y se nombraba a Delavene, aquél se arrodillaba y con la lengua hacía una cruz en el polvo.

Mientras amasaba un cigarrillo, el farmacéutico contestó a una pregunta de Erdosain sobre Delavene:

-Sí, era un corazón noble… un amigo único. Yo pagaré por él algún día -mas reple­gando su pensamiento a una preocupación más actual, dijo-: ¡Ah, he pensado mucho estos últimos tiempos. Y yo me decía si era justo que un hombre estéril, enfermo, vicioso e inmoral se casara con una virgen…

-¿Hipólita… sabe?

-Sí, ella sabe todo. Además, una virgen merece un nombre de virgen. Un hombre que tenga el alma y el cuerpo virgen. Así será algún día. ¿Te imaginas un macho hermoso y virgen y fuerte?

-Así debía ser -susurró Erdosain.

El farmacéutico observó su reloj.

-¿Tenes que hacer?

-Sí, dentro de un rato voy a casa a ver a Hipólita.

-Esta vez me asombré -contábale más tarde Erdosain al cronista de esta historia -. La casa de la familia Ergueta era suntuosa y el espíritu de la gente que allí se movía como los caracoles, absolutamente conservador y rutinario. Erdosain le preguntó:

-¿Cómo?… ¿La llevaste a tu casa?

-¡Y las historias que tuve que inventar!…Ella no quería ir, mejor dicho, aceptaba de ir, pero como lo que es…

-¿Fue capaz?…

-Tan capaz que sólo al final la pude convencer. A mamá le dije que la había robado en el momento de embarcarse con sus tíos para Europa… una «mula» más grande que una casa.

-¿Y tu mamá?

Erdosain iba a preguntarle si su madre creyó semejante mentira, como si Hipólita llevara escrito en el semblante los trabajos que le habían convulsionado la vida…

-¿Y tu mamá cómo recibió la noticia?

-Me dijo que se la llevara inmediatamente. Cuando se la presenté, la abrazó y le dijo: «¿Te ha respetado, hija?» Y ella, bajando los ojos, le contestó: «Sí, mamá». Lo cual es cierto. Te prevengo que mamá y mi hermana Sara están encantadas con Hipólita.

En aquel momento Erdosain tuvo el presentimiento que esos desdichados se habían preparado un desastre futuro. No se equivocó, y al recordar ahora en el tren eléctrico la certidumbre que no había fallado, se dijo al tiempo que pasaba por Liniers: «Es curioso, las primeras impresiones no lo engañan nunca a uno», y al preguntarle a Ergueta cuándo se casaba, éste le respondió:

-Mañana salimos para Montevideo. Nos casamos allá, por si acaso no nos entende­mos. -Al pronunciar estas palabras volvió a guiñar el párpado sonriendo cínicamente, y agre­gó-: No soy ningún caído del catre, che.

A Erdosain le molestó ese lujo de precauciones. No pudiendo contenerse, le dijo:

-¿Cómo… no te casaste y ya estás pensando en el divorcio? ¿Qué hazaña de comu­nista es la tuya? En el fondo seguís siendo el jugador tramposo.

Pero el farmacéutico se regodeaba con la suficiencia de un usurero a quien no le importan los insultos, si se los dirigen en el momento de pagar los intereses. Guarango, repuso:

Pero el farmacéutico se regodeaba con la suficiencia de un usurero a quien no le importan los insultos, si se los dirigen en el momento de pagar los intereses. Guarango, repuso:

-Hay que ser turbo, che.

Erdosain estaba asombrado frente a tanta grosería.

Pensó en la deliciosa criatura y se la imaginó soportando a ese bruto bajo un cielo oscurecido por grandes nubes de polvo e incendiado por un sol amarillo y espantoso. Ella se marchitaría como un helécho trasplantado a un pedregal. Ahora Erdosain lo examinó nueva­mente al farmacéutico pero con rabia.

El jugador reparó en la malevolencia de su compañero y dijo:

-Es necesario hacer algo contra esta sociedad, che. Hay días que sufro de un modo insoportable. Parece que todos los hombres se hubieran vuelto bestias. Dan ganas de salir a la calle y predicar al exterminio o poner una ametralladora en cada bocacalle. ¿Te das cuenta? Vienen tiempos terribles.

«El hijo se levantará contra el padre y el padre contra el hijo. Es necesario hacer algo contra esta sociedad maldita. Por eso me caso con una prostituta. Bien dicen las Escrituras: «Y tú, hijo de hombre, no juzgarás tú a la ciudad derramadora de sangre y le mostrarás todas sus abominaciones». Y estas otras palabras, fíjate en estas otras palabras: «Y enamoróse de sus rufianes cuya carne es como carne de asno y cuyo flujo como flujo de caballos». -Y señalando a los «cafishios», que jugaban en torno de las mesas, dijo-: Ahí los tenes. Entra al Royal Keller, al Marzzoto, al Pigall, al Maipú, en todas partes donde entres los vas a encon­trar. Fuerzas perdidas. Hasta esa canalla se aburre en el fondo. Cuando llegue la revolución se les ahorcará o se les mandará a la primera fila. Carne de cañón. Yo pude ser como ellos y renuncié. Ahora vienen tiempos terribles. Por eso dice el libro. «Y salvaré a la coja y recoge­ré a la descarriada y pondréla por alabanza y por renombre en todo el país de confusión». Porque hoy la ciudad está enamorada de sus rufianes y ellos hundieron a la coja y a la descarriada, pero tendrán que humillarse y besarle los pies a la coja y a la descarriada.

-¿Pero vos la querés o no a Hipólita?

-Claro que la quiero. A momentos me parece que ha bajado de la luna por una esca­lera. Donde está ella todos se sentirán felices.

Y Erdosain creyó por un instante que ella hubiera bajado de la luna para que todos los hombres acudieran a extasiarse en su sencillez, tranquila.

El farmacéutico continuó:

-Ahora vienen tiempos de sangre, che, de venganza. Los hombres adentro de sus almas están llorando. Pero no quieren escuchar el llanto de su ángel. Y las ciudades están como las prostitutas, enamoradas de sus rufianes y de sus bandidos. Esto no puede seguir así.

Miró un instante a la calle, y después con la atención fijada como en un sonido interior, el jugador dijo con voz patética en el café del aburrimiento:

-Tendrá que venir un hombre, un ángel, yo qué sé. Se arrodillará en medio de la Avenida de Mayo. Los automóviles se detendrán, los gerentes de los bancos y los ricos de los hoteles se asomarán a los balcones y moviendo los brazos indignados le dirán:

«¿Qué quieres, tú, cara de sapo? No nos seas molesto -pero él se levantará- y cuando vean su carita triste y sus ojos encendidos de fiebre, a todos se les caerán los brazos, y él se dirigirá a los cogotudos, les hablará, les preguntará por qué hicieron mal, por qué se olvida­ron del huérfano y machacaron al hombre y han hecho un infierno de la vida que era tan linda. Y ellos no sabrán qué contestar, y la voz del ángel postrero resonará de tal forma que se les pondrá la piel de gallina, y hasta los más rufianes llorarán».

La bocaza del farmacéutico se deformó de angustia. Parecía que masticara un veneno elástico y amargo.

-Sí, es necesario que venga Cristo otra vez. Los hombres más perros, los cínicos más letrinosos sufren todavía. Y si él no viene, ¿quién nos va a salvar?

Los Espila

El tren se detuvo en Ramos Mejía. El reloj de la estación marcaba las ocho de la noche. Erdosain bajó.

Una neblina densa pesaba en las calles fangosas del pueblo.

Cuando se encontró solo en la calle Centenario, bloqueado de frente y a las espaldas por dos murallas de neblina, recordó que al día siguiente lo asesinarán a Barsut. Era cierto. Lo asesinarían. Hubiera querido tener un espejo frente a sus ojos para ver su cuerpo asesino, tan inverosímil le parecía ser él (el yo) quien con tal crimen se iba a separar de todos los hombres.

Los faroles ardían tristemente vertiendo a través del fangal cataratas de luz algodonosa que goteaban en los mosaicos haciendo invisible el pueblo más allá de dos pasos. Un enorme desconsuelo estaba en Erdosain que avanzaba más triste que un leproso.

Tenía ahora la sensación de que su alma se había apartado para siempre de todo afecto terrestre. Y su angustia era la de un hombre que lleva en su conciencia un siniestro jaulón, donde entre huesos de pecados, bostezan teñidos de sangre, elásticos tigres, afirman­do el ojo en una proyección de salto.

Y Erdosain, a medida que avanzaba, pensaba en su vida como si fuera la de otro, tratando de comprender esas fuerzas oscuras que le subían desde las raíces de las uñas hasta agolparse silbando en sus rejas como el simún.

Envuelto en la neblina que llevaba hasta la última celdilla de su pulmón una gota de humedad pesada, Erdosain llegó a la calle Gaona, donde se detuvo para enjugarse la frente cubierta de sudor.

Golpeó a una puerta de tablas, la única entrada de un enorme frente de fábrica a cuyo costado estaba suspendida una lámpara de querosene… De pronto una mano abrió el portón y el joven farfullando malas palabras siguió los costados de un murallón por un sendero de ladrillos que se doblaban en el fango bajo sus pisadas.

Se detuvo frente a los vidrios de una puerta iluminada, golpeó las manos y una voz ronca le gritó:

-Adelante.

Erdosain entró.

Una lámpara de acetileno iluminaba, con fulginosa llama, las cinco cabezas de la familia Espila, que hacía un instante estaban inclinadas sobre los platos. Todos le saludaron sonriendo con alegres voces, mientras que Emilio Espila, un muchachón alto, flaco y cabe­lludo, corrió hacia él para estrecharle las manos.

Erdosain saludó por orden, primero a la anciana Espila encorvada por el tiempo y cubierta de ropas negras; luego a las dos hermanas mozas, Luciana y Elena; luego al sordo Eustaquio, un gigantón encanecido y delgado como si estuviera tuberculoso, que, según su costumbre, comía con la nariz en el plato, mientras sus ojos grises vigilaban el jeroglífico de una revista, interpretándolo al tiempo que masticaba.

Erdosain se sintió un poco reanimado por la sonrisa cordial de Luciana y Elena.

Luciana era carilarga y rubia, con la nariz respingada y la boca de largos y finos labios sinuosos teñidos de rosa. Elena tenía aspecto monjil, con su semblante ovalado y color de cera y las polleras largas, y las manos gordezuelas y pálidas.

-¿Querés cenar? -dijo la anciana.

Erdosain, al observar cuán enjuta estaba la fuente, respondió que ya lo había hecho.

-¿De veras que cenaste?

-Sí… voy a tomar un poco de té.

Le hicieron sitio junto a la mesa, y Erdosain tomó asiento entre el sordo Eustaquio que continuaba vigilando su jeroglífico y Elena, que distribuía el resto del guisote entre Emilio y la anciana.

Erdosain los observó compadecido. Hacía muchos años que conocía a los Espila. En otro tiempo la familia ocupaba una posición relativamente desahogada, luego una sucesión de desastres los había arrojado en plena miseria, y Erdosain, que encontró casualmente un día en la calle a Emilio, los visitó. Hacía siete años que no los veía y se asombró de reencontrarlos a todos viviendo en un cuchitril, ellos, que en otra época tenían criada, sala y antesala. Las tres mujeres dormían en la habitación atestada de muebles viejos y que hacia en las horas de cenar o almorzar, las veces de comedor, mientras que Emilio y el sordo se guarecían en una cocinita de chapas de zinc. Para subvenir a los gastos de la casa, efectuaban los trabajos más extraordinarios: vendían guías sociales, aparatos caseros para fabricar hela­dos, y las dos hermanas hacían costura. Un invierno, era tanta la pobreza, que robaron un poste de telégrafos y lo aserraron en la noche. Otra vez se llevaron todos los pilares de un alambrado, y las aventuras que corrían para muñirse de dinero lo divertían y compadecían a un tiempo a Erdosain.

La impresión que recibió la primera vez que lo visitó, fue enorme. Vivían los Espila en un caserón cerca de Chacarita, un cuartel de tres pisos y divisorias de chapas de hierro. El edificio tenía el aspecto de un transatlántico, y los chiquillos brotaban de allí como si el conventillo fuera un falansterio. Durante algunos días Erdosain recorrió las calles pensando en los sufrimientos que debieron sobrellevar los Espila, para resignarse a esa catástrofe, y más tarde, cuando inventó la rosa de cobre, se dijo que para levantar el espíritu de esa gente era necesario injertarles una esperanza, y con parte del dinero robado en la Azucarera compró un acumulador usado, un amperímetro y los diversos elementos para instalar un primitivo taller de galvanoplastia.

Y convenció a los Espila que debían dedicarse a ese trabajo en horas perdidas, pues de tener éxito todos se enriquecerían. Y él, cuya vida carecía por completo de consuelo y esperanza, él, que se sentía perdido hacía mucho tiempo, llegó a sugestionarlos con esperan­zas tan intensas que los Espila se avinieron a iniciar los experimentos, y Elena se dedicó muy en serio a estudiar galvanoplastia, mientras que el sordo preparaba los baños y se ponía práctico en ese trabajo de unir en serie o tensión los cables del amperímetro y en manejar la resistencia. Hasta la anciana participó en los experimentos y nadie dudó, cuando consiguie­ron cobrear una chapa de estaño, que en breve tiempo se enriquecerían si la rosa de cobre no fracasaba.

Erdosain les habló además de confeccionar puntillas de oro, visillos de plata, gasas de cobre, y hasta esbozó un proyecto de corbata metálica que los asombró a todos. Su plan en esencia era sencillo. Se fabricarían camisas de pecheras, puño y cuellos metálicos, tomando género, bañándolo en una solución salina y sometiéndolo a un baño galvanoplastia) de cobre o níquel. Gath y Chaves, Harrods o San Juan podrían comprarle la patente, y Erdosain, que no creía sino a medias en esas aplicaciones, llegó a pensar un día que se había extralimitado en hacer soñar a esa gente, porque ahora, a pesar de que no pagaban a nadie y se morían casi de hambre, lo menos que soñaban era adquirir un Rolls-Royce y un chalet, que de no estar en la Avenida Alvear no les interesaba como propiedad. Erdosain se inclinó sobre la taza de té, y entonces Luciana, que estaba ligeramente sonrosada, correspondió a la sonrisa petulante de Emilio con una señal, pero éste, que a causa de estar extraordinariamente desdentado no podía hablar sino ceceando mucho, dijo:

-Zabez… la roza ez un hecho…

-Sí, gracias a Dios la hemos conseguido sacar. -Pero Luciana saltó impaciente, abrió un cajón de lavatorio y Erdosain sonrió entusiasmado.

Entre los dedos de la rubia doncella se erguía la rosa de cobre.

En el miserable cuchitril la maravillosa flor metálica esfoleaba sus pétalos bermejos. El temblor de la llama de la lámpara de acetileno hacía jugar una transparencia roja, como si la flor se animara de una botánica vida, que ya estaba quemada por los ácidos y que consti­tuía su alma.

El sordo levantó la nariz del plato de escarola, y con voz tenante, exclamó, después de examinar el jeroglífico y la rosa:

-No hay vuelta, che… Erdosain… sos un genio…

-Zi de ezta hecha noz hazemos ricoz…

-Dios te oiga -murmuró la anciana.

-Pero mamá… no zea tan ezéptica…

-¿Te costó mucho trabajo?

Elena, con una gravedad sonriente y talante científico, se explicó.

-Fijate, Remo, que como a la primera rosa éste le largaba exceso de amperaje, se quemaba…

-¿Y el baño no se precipitó?

-No… eso sí, lo entibiamos un poquito…

-Para darle el baño a ésta; la encolamos…

-Zabez… un baño de cola fina… zuave…

Remo examinó nuevamente la rosa de cobre, admirando su perfección. Cada pétalo rojo era casi transparente, y bajo la película metálica se distinguía apenas la forma nervada del pétalo natural, que había ennegrecido la cola. El peso de la flor era leve, y Erdosain agregó:

-¡Qué liviana!… Pesa menos que una moneda de cinco centavos…

Luego observando una sombra amarilla que cubría los pistilos de la flor, estriándose al retrepar a los pétalos, agregó:

-Sin embargo, cuando saquen las flores del baño tienen que lavarlas con mucha agua. ¿Ven estas estrías amarillas? Es el cianuro del baño que ataca al cobre. -Todas las cabezas formaban círculo en torno de él, y le escuchaban con religioso silencio. Continuó: -Se forma cianato de cobre, que hay que evitarlo, porque si no no ataca el baño de níquel. ¿Cuánto duró?

-Una hora.

Al levantar los ojos de la rosa su mirada se encontró con la de Luciana. Los ojos de la doncella parecían aterciopelados de una calidez misteriosa y sus labios sonreían dejando entrever los dientes brillantes. Erdosain la miró extrañado. El sordo examinaba la rosa y todas las cabezas estrechadas contra él seguían con atención las rayas amarillas del cianuro. Luciana no bajó los párpados. De pronto Erdosain recordó que al día siguiente intervendría en el asesinato de Barsut, y una tristeza enorme le hizo bajar los ojos: luego, súbitamente hostil para esa gente ilusionada y que no tenía una idea de sus sufrimientos y de las angustias que hacia meses estaba soportando, se levantó y dijo:

-Bueno, hasta luego.

Hasta el sordo lo miró desencajado.

Elena dejó la silla y la anciana quedóse con el brazo inmóvil sosteniendo un plato que iba a colocar frente a Eustaquio.

-¿Qué te pasa, Remo?

-Pero, che, Erdosain…

Elena lo observó seriamente:

-¿Te pasa algo, Remo?

-Nada, Elena… créame…

-¿Estás enojado? -preguntó Luciana llenos los ojos de su calidez misteriosa y triste.

-No, nada… sentía unas enormes ganas de verlos… Ahora tengo que irme…

-¿De veras que no estás enojado?

-No, señora.

-Zon las preocupacionez… me explico…

-Callate vos, badulaque…

El sordo se resolvió a abandonar el jeroglífico e insistió en lo que dijera antes.

-Te prevengo que esto tenes que tomarlo en serio, porque te vas a hacer rico.

-¿Pero no te pasa nada a vos?

Erdosain recogió su sombrero. Experimentaba una repugnancia enorme al pronun­ciar palabras inútiles. Todo estaba resuelto. ¿A qué hablar, entonces? Sin embargo, se esfor­zó y dijo:

-Créanme… los quiero mucho a ustedes… como antes… No estoy enojado… tranqui­lícense… tengo más ideas… Pondremos una tintorería de perros y venderemos perros teñidos de verde, de azul, de amarillo y de violeta… Ya ven que ideas me sobran… Ustedes van a salir de esta horrible miseria… yo los voy a sacar… ya ven, me sobran ideas.

Luciana lo miró compadecida y dijo:

-Yo te acompaño -así salieron juntos hasta la calle.

La neblina encajaba en el callejón un cubo en el cual reverberaban tristemente los mecheros de los faroles de petróleo.

De pronto, Luciana tomóse del brazo de Erdosain y le dijo con voz muy suave:

-¡Te quiero, te quiero mucho!

Erdosain la miró irónicamente, su pena se había transfigurado en crueldad. La miró:

-Ya lo sé.

Ella continuó:

-Te quiero tanto, que para serte agradable me he estudiado cómo es un alto horno y el transformador de Beseemer. ¿Querés que te diga lo qué son los atalajes y cómo funciona la refrigeración?

Erdosain la envolvió en una mirada fría, pensando: «Esta mujer está mal».

Ella continuó:

-Siempre pensaba en vos. ¿Querés que te explique el análisis de los aceros y cómo se funde el cobre, mirá, y el lavado del oro y lo qué son las muflas?

Erdosain, apretando obstinadamente los labios, caminaba por el callejón pensando que la existencia de los hombres era un absurdo, y otra vez el rencor injustificado brotaba de él hacia la dulce muchacha que, apretada contra su brazo decía:

-¿Te acordás de aquella vez que hablaste de que tu ideal era ser jefe de un alto horno? Me has vuelto loca. ¿Por qué no hablas? Entonces me puse a estudiar metalurgia. ¿Querés que te explique la diferencia que existe entre una distribución irregular de carbono y otra molecular perfecta? ¿Por qué no hablas, querido?

Sintióse el fragor sordo del tren que pasó a lo lejos, la lechosidad de la neblina se convertía en oscuridad a poca distancia de los faroles, y Erdosain hubiera querido hablar, explicarle sus desdichas, pero aquel la malignidad sorda y enconada, lo mantenía rígido junto a la doncella, que insistió:

-Pero, ¿qué tenes? ¿Estás enojado con nosotros? Sin embargo, a vos te deberemos nuestra fortuna.

Erdosain la miró de pies a cabeza, apretó el brazo de la muchacha y le dijo sorda­mente:

-No me interesas.

Luego le volvió la espalda, y antes de que ella atinara a volverse hacia él, a rápido paso se perdió entre la neblina.

Comprendía que gratuitamente había ultrajado a la muchacha, y esta convicción le proporcionó una alegría tan cruel, que murmuró entre dientes:

-Ojalá revienten todos y me dejen tranquilo.

Dos almas

A las dos de la madrugada, aun andaba Erdosain entre murallas de viento, por las calles del centro, en busca de un lenocinio.

Un rumor sordo jadeaba en sus orejas, mas siguiendo el frenesí del instinto camina­ba a la sombra que las altas fachadas arrojaban hasta el afirmado. Una tristeza horrible estaba en él. En ese momento no tenía rumbos.

Sonámbulo, marchaba, con los ojos inmóviles en las flechas niqueladas que en los cascos de los vigilantes hacían relucir en las bocacalles los cilindros de luz que caían de los arcos voltaicos… Un impulso extraordinario arrojaba su cuerpo a en largos pasos… Así venía Plaza Mayo, y ahora, por Cangallo, dejaba atrás la estación del Once.

Una tristeza horrible estaba en él.

Su pensamiento, inmóvil en un hecho, repetía:

-Es inútil, soy un asesino -mas, de pronto, al aparecer el cubo rojo o amarillo del zaguán de un lenocinio, se detenía, vacilaba un instante bañado por la neblina rojiza o ama­rillenta, luego, diciéndose-: Será en otro -continuaba su camino.

Silencioso, a su lado, rodaba un automóvil en la veloz desaparición, y Erdosain pensaba en la dicha que no tendría nunca y en su juventud perdida, y su sombra se adelantaba rápidamente en las baldosas, luego perdía longitud, e, iniciándose pisoteada, brincaba sobre sus espaldas u oscilaba en la reja brillosa de una alcantarilla… Mas su angustia se hacía a cada instante más pesada, como si fuera una masa de agua, fatigando con una marea la verticalidad de sus miembros. A pesar de esto, Erdosain se imaginaba que, por beneficio de su providencia, había entrado a un prostíbulo singular.

La regenta le abría la puerta del dormitorio, él se arrojaba vestido encima del lecho… en un rincón hervía el agua de una olla sobre el quemador de kerosene… súbitamente entraba la pupila semidesnuda… y deteniéndose asombrada de un motivo que sólo él y ella conocían, la ramera exclamaba:

-¡Ah! ¿sos vos?… ¡vos!… ¡por fin viniste!…

Erdosain le respondía:

-Sí, soy yo… ¡Ah, si supieras cuánto te he buscado!

Mas como esto era imposible que aconteciera, su tristeza rebotaba como pelota de plomo en una muralla de goma. Y bien sabía que siempre sus anhelos de ser súbitamente compadecido, por una ramera desconocida, serían durante el desenvolverse de los días, inefi­caces como esa pelota, para horadar la vida espesa. Nuevamente se repitió:

-¡Ah! ¿sos vos? vos… ¡Ah! por fin viniste, mi triste amor… -pero todo era inútil, él no encontraría jamás esa mujer, y una energía despiadada, de desesperación, le ensanchaba los músculos, se dinfundía en los setenta kilos de su pesadez, moviéndola con agilidad a través de las tinieblas, mientras que en el cubo de su pecho, una tristeza enorme hacía pesa­dos los latidos de su corazón.

De pronto se encontró frente al portalón de la pensión donde vivía; entonces resolvió entrar. Su corazón latía impaciente.

En puntillas cruzó la galería y acercándose a la puerta de su pieza la abrió sigilosa­mente. Luego, con las manos extendidas en la oscuridad, fue hacia el ángulo donde estaba el sofá y lentamente se acurrucó allí, evitando crujieran los muelles. Más tarde no encontró explicación para esta actitud. Estiró las piernas en el sofá y durante unos minutos permaneció con la nuca apoyada en el entrecruzamiento de sus manos. Y había más oscuridad en su alma que en aquel momento de tinieblas, que se convertiría en un cubo empapelado si encendiera la lámpara. Quería fijar su pensamiento en algo objetivo, lo cual le fue imposible. Esto le causó cierto miedo pueril; durante unos instantes extremó su atención, pero ningún sonido llegaba hasta él y entonces cerró los ojos. Su corazón trabajaba con golpes roncos, propul­sando la masa de su sangre, y una frialdad de agua le erizó el vello de la espalda. Con los párpados tiesos y el cuerpo rígido aguardaba un acontecimiento. De pronto comprendió que si continuaba en esa postura gritaría de miedo, y recogiendo los talones, con las piernas cruzadas como un Buda, aguardó en la oscuridad. Su aniquilamiento era intenso, mas no podía llamar a nadie, ni tampoco llorar. Y sin embargo, no era cosa de continuar así toda la noche, encuclillas.

Encendió un cigarrillo y lo inmovilizó un gran frío.

La Coja estaba de pie junto al canto del biombo, examinándolo con su venenosa mirada fría. El cabello dividido en dos lisos bandos le cubría las orejas con sus alas rojas, y los labios de la mujer estaban apretados. Todo denotaba en ella un exceso de atención, pero Erdosain tuvo miedo. Por fin atinó a decir:

-¡Usted!

El fósforo le quemaba las uñas… y de pronto, un impulso más fuerte que su timidez lo levantó. En la oscuridad caminó hacia ella, y dijo:

-¿Usted?… ¿No dormía usted?

El sintió que ella estiraba el brazo; la mano de la mujer tomó entre los dedos su mentón e Hipólita dijo con una voz profunda:

-¿Que tiene que no duerme?

-¿Usted me acaricia a mí, señora?

-¿Por qué no duerme?

-Usted me toca a mí?…. ¡Pero qué fría está su mano!… ¿Por qué está tan fría su mano?

-Encienda la lámpara.

Bajo la luz vertical, Erdosain quedóse contemplándola. Ella se sentó en el sofá.

Erdosain murmuró tímidamente:

-¿Quiere que me siente a su lado? No podía dormir.

Hipólita le hizo espacio, y junto a la intrusa, Erdosain no pudo contener la fuerza que levantaba sus manos, y con la yema de los dedos le acarició la frente.

-¿Por qué es usted así? -le preguntó él.

La mujer lo miró serena.

Erdosain la contempló un instante con muda desesperación; y al fin, recogió su fina mano. Iba a llevársela a los labios, pero una fuerza extraña chocó en su sensibilidad, y sollo­zando se desmoronó sobre la falda de la mujer.

Lloraba convulsivamente a la sombra de la intrusa erguida y de su mirada inmóvil en los sacudimientos de su cabeza. Lloraba aciegado, retorcida la vida de un furor ronco, conte­niendo gritos cuyos desgarramientos incompletos renovaban su dolor horrible, y el sufri­miento brotaba de él inagotablemente, se inundaba de más pena, una pena que subía en sollozos en su garganta. Así agonizó varios minutos, mordiendo su pañuelo para no gritar, mientras que el silencio de ella era una blandura en la que se recostaba su espíritu extenuado. Luego el sufrimiento gritante se agotó; lágrimas en su pecho y encontró consuelo en estar caído así, con las mejillas mojadas, sobre el regazo de una mujer. Un enorme cansancio lo agobiaba, la figura de su esposa distante terminó por borrarse de la superficie de su pena, y mientras permanecía así, un encalmamiento crepuscular vino a resignarlo para todos los de­sastres que se habían preparado.

Levantó el enrojecido rostro, rayado por los repliegues de la tela y húmedo de lágri­mas.

Ella lo mirada serena.

-¿Está triste? -preguntó.

-Sí.

Luego callaron y un relámpago violeta iluminó los recovecos del patio oscuro. Llo­vía.

-¿Quiere que tomemos mate?

-Sí.

En silencio preparó el agua. Ella miraba abstraída los cristales donde tamborileaba la lluvia, mientras Erdosain aprontaba la yerba. Luego, sonriendo entre las lágrimas, dijo:

-Yo lo cebo a mi modo. Le gustará.

-¿Por qué estaba triste?

-No sé… la angustia… hace mucho tiempo que no vivo tranquilo.

Ahora tomaba el mate en silencio, y en la habitación con el empapelado descolado en un rincón, se hacía más perfecta la figura de la mujer, envuelta en el abrigo de lutre, con el cabello rojo peinado en dos bandos que cubrían la punta de sus orejas.

Con sonrisa pueril, agregó Erdosain:

-Cuando estoy solo… a veces suelo tomar.

Ella sonrió amigablemente con una pierna cruzada sobre otra, la espalda ligeramente inclinada, un codo apoyado en la palma de la mano y los dedos de la otra sosteniendo el mate, cuya bombilla niquelada chupaba con lentitud.

-Sí, estaba angustiado -repitió Erdosain-; pero, ¡qué frías sus manos!… ¿Siempre las tiene así frías?

-Sí.

-¿Me quiere dar su mano?

Enderezó la intrusa la espalda y casi señorial se la alcanzó. Erdosain la tomó con precaución y se la llevó a los labios, y ella lo miró largamente, derretida la frialdad de sus pupilas en un calor súbito que le sonrojó las mejillas. Recordó entonces Erdosain al encade­nado, y sin que esto pudiera vencer la pálida alegría que estaba en él, dijo:

-Vea… si usted me pidiera ahora que me matara, yo lo hacía. Tan contento estoy.

El calor que hacía un instante convulsionó las aguas de sus ojos se perdió otra vez en la frialdad de su mirada. La mujer lo examinaba encurioseada.

-Se lo digo seriamente. Voy… es mejor… pídame usted que me mate… dígame, ¿no le parece a usted que ciertas personas harían mejor en irse?

-No.

-¿Aunque hagan lo peor?

-Eso está en manos de Dios.

-Entonces no vale la pena que hablemos de eso.

Otra vez tomaban el mate en silencio, un silencio que sobrevenía para que él pudiera gozar el espectáculo de la mujer de cabello rojo, envuelta en su abrigo de lutre, con las transparentes manos recogiendo la rodilla por sobre el vestido de seda verde.

Y de pronto, no pudiendo contener su curiosidad, exclamó:

-¿Es cierto que usted ha sido sirvienta?

-Sí… ¿qué tiene de particular?

-¡Qué raro!

-¿Por qué?

-Sí, es raro. A veces me parece que voy a encontrar en otra vida lo que falta en la mía. Y se le ocurre a uno que hay gentes que han descubierto el secreto de la felicidad… y que si nos cuentan un secreto nosotros también seremos felices.

-Mi vida, sin embargo, no es ningún secreto.

-¿Pero usted nunca sintió la extrañeza de vivir?

-Sí, eso sí.

-Cuénteme.

-Fue cuando era muchachita. Trabajaba en una linda casa de la Avenida Alvear. Había tres niñas y cuatro sirvientas. Y yo me despertaba a la mañana y no terminaba de convencerme de que era yo la que me movía entre esos muebles que no me pertenecían y esa gente que sólo me hablaba para que yo la sirviera. Y a momentos me parecía que los otros estaban bien clavados en la vida, y en sus casas, mientras que yo tenía la sensación de estar suelta, ligeramente atada con un cordón a la vida. Y las voces de los otros sonaban en mis oídos como cuando una está dormida y no sabe si sueña o está despierta.

-Debe ser triste.

-Sí, es muy triste ver felices a los otros y ver que los otros no comprenden que una será desdichada para toda la vida. Me acuerdo que a la hora de la siesta entraba a mi piecita y en vez de zurcir mi ropa, pensaba: ¿yo seré sirvienta toda la vida? Y ya no me cansaba el trabajo, sino mis pensamientos. ¿Usted no se ha fijado qué obstinados son los pensamientos tristes?

-Sí, no se van nunca. ¿Qué edad tenía usted entonces?

-Dieciséis años.

-¿Y no se había acostado ya con ningún hombre?

-No… pero estaba rabiosa… rabiosa de ser sirvienta para toda la vida… además, ha­bía algo que me impresionaba más que todo. Era uno de los niños. Estaba de novio y era muy católico. Yo lo sorprendí acariciándose más de una vez con una prima que era su novia, ahora me doy cuenta: una muchacha sensual, y me preguntaba cómo era posible conciliar el catoli­cismo con esas porquerías. Involuntariamente terminé por espiarlo… pero él, que era tan asiduo con su novia, era correctísimo conmigo. Después me di cuenta que lo había deseado… pero era tarde… yo estaba en otra casa…

-¿Y?…

Siempre con el peso de mis ideas. ¿Qué era lo que quería de la vida? ¿Entonces no lo sabía? En todas partes fueron amables conmigo. Más tarde he oído hablar mal de la gente rica… pero yo no supe ver esa maldad. Ellos vivían así. ¿Qué necesidad tenían de ser malos, no es cierto? Ellas eran las niñas y yo la sirvienta.

-¿Y?-

-Recuerdo que un día iba en el tranvía acompañando a una de mis patronas. En el asiento venían conversando dos mozos. ¿Usted ha observado que hay días en que ciertas palabras suenan en los oídos como bombos… como si una hubiera estado siempre sorda y por primera vez oyera hablar a las personas? Bueno. Uno de los mozos decía: «Una mujer inteli­gente, aunque fuere fea, si se diera a la mala vida se enriquecería y si no se enamorara de nadie podría ser la reina de una ciudad. Si yo tuviera una hermana, la aconsejaría así». Al escucharlo, yo me quedé fría en el asiento. Estas palabras derritieron instantáneamente mi timidez y cuando llegamos al final del viaje me parecía que no eran los desconocidos los que habían pronunciado esas palabras, sino yo, yo que no me acordaba de ellas hasta ese momen­to. Y durante muchos días me preocupó el problema de cómo ser una mujer de mala vida.

Erdosain sonrió:

-¡Qué maravilla!

-El primer mensual que cobré lo gasté en un montón de libros que hablaban de la mala vida. Me equivoqué, porque casi todos eran libros pornográficos… estúpidos… ésa no era la mala vida, sino la mala vida del placer… Y, quiere creerme, ninguna de mis amigas sabía explicarme, en substancia, lo que era la mala vida.

-Siga… ahora no me extraña que Ergueta se haya enamorado de usted. Usted es una mujer admirable.

Hipólita sonrió ruborizada.

-No exagere… soy una mujer sensata, nada más.

-Cuente, la deliciosa criatura.

-¡Qué chico es usted!… Bueno -Hipólita cerró las solapas del abrigo sobre su pecho y continuó-: Trabajaba como antes, todo el día, pero el trabajo se me hizo extraño… quiero decir, que mientras fregaba o hada una cama, mi pensamiento estaba lejos y al mismo tiempo tan adentro de mí, que a momentos me parecía que si ese pensamiento se hacía más grande se me iba a reventar la piel. Pero el problema no se resolvía. Escribí a una librería preguntando si no tenía algún manual para ser una mujer de mala vida y no me contestaron, hasta que un día decidí verlo a un abogado para que me aclarara ese punto. Fui hasta los tribunales y di vueltas por un montón de calles, miraba una chapa, otra, otra, hasta que, enfilando por la calle Juncal, me detuve ante una casa lujosa, hablé con el portero y me llevó en presencia de un doctor en leyes. Me acuerdo como si fuera hoy. Era un hombre delgado, serio, tenía toda la cara de un bandido perverso, pero al sonreír su alma parecía la de un mocoso. Más tarde, pensando, llegué a la conclusión de que ese hombre debió sufrir mucho.

Chupó largamente el mate, luego, devolviéndoselo, dijo:

-¡Qué calor hace aquí! ¿Quiere abrir la ventana?

Erdosain entreabrió una hoja. Llovía aún. Hipólita continuó:

-Sin inmutarme, le dije: «Doctor, vengo a verlo porque quiero saber lo que es la mala vida». El otro se quedó mirándome asombrado. Después de reflexionar unos momentos, me dijo: «¿Con qué objeto desea usted saberlo?» Yo le expliqué tranquilamente mis propósitos y él me escuchaba con atención, frunciendo el ceño, cavilando mis palabras. Por fin dijo: «En la mujer se llama mala vida los actos sexuales ejecutados sin amor y para lucrar». Es decir, repuse yo, que mediante la mala vida, una se libra del cuerpo… y queda libre.

-¿Usted le contestó eso?

-Sí.

-¡Qué raro!

-¿Por qué?

-¿Y luego?

-Casi sin despedirme, salí a la calle. listaba contenta, nunca estuve más contenta que ese día. La mala vida. Erdosain, era eso, librarse del cuerpo, tener la voluntad libre para realizar todas las cosas que se le antojaran a una. Me sentía tan feliz que al primer buen mozo que pasó y que me deseó con bonitas palabras, me entregué.

-¿Y luego?

-¡Qué sorpresa!, cuando el hombre… ya le dije que era un guapo mozo, cayó como una res después de satisfacerse. Lo primero que se me ocurrió fue que estaba enfermo… nunca me imaginaba eso. Mas cuando el otro me explicó que aquello era natural en todos los hombres, no pude contener las ganas de reír. Así que el hombre, cuya fortaleza parecía in­mensa como la de un toro… en fin, ¿usted nunca vio a un ladrón en una pieza llena de oro? En ese momento yo, la sirvienta, era el ladrón en la pieza llena de oro. Y comprendí que el mundo era mío… Después, antes de lanzarme a la prostitución, resolví estudiar… sí, no me mire asombrado, leía de todo… había llegado a la conclusión leyendo novelas, que el hombre admitía extraordinarias facultades de amor en la mujer culta… no sé si me explico bien… quiero decirle que la cultura era un disfraz que avaloraba a la mercadería.

-¿Encontró placer usted en la posesión?

-No… pero volviendo a lo primero: leía de todo.

Erdosain se sintió entusiasmado por el cinismo de la mujer, y enternecido, le dijo:

-¿Me quiere dar su mano?

Ella se la entregó, seria.

Erdosain la tomó con precaución; luego la llevó a los labios y ella ya lo miró larga­mente; mas Remo de pronto recordó al encadenado; él estaría ahora despierto en el establo, y sin que esto pudiera vencer la dulzura que amodorraba sus sentidos, dijo:

-Mira, si vos… si usted me pidiera ahora que me matara, lo haría encantado.

Largamente lo miró ella a través de sus pestañas rojas.

-Se lo digo en serio. Mañana… hoy… es mejor… pídame que me mate…dígame, ¿no le parece a usted que cierta gente debería irse de la tierra?

-No… eso no se hace.

-¿Aunque lleguen a ser bandidos?

-¿Quién puede juzgar a otro?

-Entonces no hablemos más.

-Otra vez chupaban en silencio la bombilla. Erdosain comprendía la dulzura de mu­chas cosas. La miró, luego dijo:

-¡Qué criatura extraña es usted!

Ella sonrió halagada, y una fiesta entró en el alma de él.

-¿Quiere que ponga más yerba?

-Sí.

De pronto Hipólita lo miró seria.

-¿De dónde sacó usted esa alma que tiene?

Erdosain iba a hablar de sus sufrimientos, pero se retuvo por pudor y dijo:

-No sé… muchas veces pensaba en la pureza… yo hubiera querido ser un hombre puro -y entusiasmándose, continuó-: Muchas veces sentí la tristeza de no ser un hombre puro. ¿Por qué? No lo sé. ¿Pero se imagina usted un hombre de alma blanca, enamorado por ver primera… y que todos fueran iguales? ¿Se imagina usted qué amor enorme entre una mujer pura y un hombre puro? Entonces, antes de entregarse el uno al otro, se matarían… o no; sería ella la que se ofrecería un día a él… luego se suicidarían, comprendiendo la inutilidad de vivir sin ilusiones.

-Sin embargo, eso no es posible.

-Pero existe. ¿No ha visto usted cuántos tenderos y modistas se suicidan juntos? Se quisieron… no pueden casarse… van a un hotel… ella se entrega y luego se matan.

-Sí, pero lo hacen de inconscientes.

-Quizá.

-¿Dónde cenó usted anoche?

Habló Erdosain de los Espila, explicándole la caída de esa gente en la miseria.

-¿Y por qué no trabajan?

-¿De dónde sacar trabajo? Lo buscan y no encuentran. Eso es lo terrible. Hasta me pareció observar que la miseria había destruido en ellos el deseo de vivir. El sordo Eustaquio tiene talento para las matemáticas… sabe cálculo infinitesimal; pero eso no le sirve para nada. El «Don Quijote» también se lo sabe de memoria… pero debe tener algo descentrado en el entendimiento… se lo pintará este hecho: a los dieciséis años lo mandaron a comprar yerba y fue a una botica en vez de ir a un almacén. Después de muchas explicaciones dijo que la yerba era un producto medicinal… que así lo había estudiado en botánica.

-No tiene sentido práctico.

-Eso mismo. Además, es jugador caviloso… para resolver un acertijo es capaz de perder la comida y cuando tiene algunos centavos entra a las confiterías a atracarse de dulces.

-¡Qué raro!

-En cambio, Emilio es buen muchacho. Tiene… así me lo ha dicho, la certidumbre de que ese estado psíquico de ellos, abúlico y extraño, es consecuencia hereditaria, y sobre esa base rige toda su vida, se mueve con la lentitud de una tortuga. Es capaz de tardar dos horas en vestirse… parece que todas sus cosas las hace en una atmósfera de indecisión extraordina­ria.

-¿Y las hermanas?

-Las pobres hacen lo que pueden… cosen… una cuida en la casa de una amiga un chico hidrocéfalo con la cabeza más grande que un melón.

-¡Qué horror!

-Lo que no me explico es cómo se acostumbraron a todo aquello. Por eso después que los visité, sentí la gran necesidad de ilusionarlos… y como yo hablaba bastante bien, lo conseguí. Y se dedicaron a la rosa de cobre.

-¿Qué es eso?

Erdosain le explicó sus cavilaciones de inventor. Había sido al comienzo, poco des­pués que se casó, cuando soñaba enriquecerse con un descubrimiento. Su imaginación ocu­paba las noches de máquinas extraordinarias, trozos incompletos de mecanismos girando sus engranajes lubrificados…

-¿Pero entonces usted es inventor?…

-No… ahora no… aquello tuvo importancia para mí. Hubo una época en que tenía el hambre… la terrible hambre del dinero… posiblemente estuviera enfermo de una locura que ha cambiado… Ahora, cuando yo les hablé a ellos de eso, no era porque me interesaba el asunto económicamente, sino porque necesitaba verlos ilusionados, necesitaba ver con mis ojos esas pobres muchachas soñando con vestidos de seda, en un novio buen mozo, y con un automóvil a la puerta de un chalet que no tendrían. Y ahora estoy seguro que creen en todo eso.

-¿Siempre fue usted así?

-No, a veces. ¿No le ha ocurrido a usted sentir en un momento dado el deseo de hacer obras de misericordia? Me acuerdo ahora de este otro hecho. Se lo cuento porque usted antes me preguntó qué alma era la mía. Me acuerdo. Hace un año. Era un sábado, a las dos de la madrugada. Recuerdo que estaba triste y entré en un prostíbulo. La sala llena de gente que esperaba turno. De pronto la puerta del dormitorio se abrió apareciendo la mujer… imagínese usted… una carita redonda de chica de dieciséis años… ojos celestes y una sonrisa de colegia­la. Estaba envuelta en un tapado verde y era más bien alta… pero su carita era la de una colegiala… Ella miro en redor… ya era tarde; un negro espantoso, con labios de cartón, se levantó, y entonces ella, que nos había envuelto a todos en una promesa, retrocedió triste hacia el dormitorio, bajo la dura mirada de la regenta.

Erdosain se detuvo un momento, luego, con voz más pura y lenta, continuó:

-Créame… es muy vergonzoso esperar en un prostíbulo. Nunca se siente uno más triste que allí adentro, rodeado de caras pálidas que quieren esconder con sonrisas falsas, huidas, la terrible urgencia carnal. Y hay algo además humillante… no se sabe lo que es… pero el tiempo corre en las orejas, mientras el oído afinado escucha el crujir de una cama allí dentro, luego, un silencio, más tarde, el ruido del lavado… pero antes de que nadie ocupara el sitio del negro, dejé mi silla y fui a la otra. Esperaba con el corazón dando grandes golpes, y cuando ella apareció en el umbral yo me levanté.

-Siempre eso… uno tras otro.

-Me levanté y entré, otra vez la puerta se cerró; dejé el dinero encima del lavatorio, y cuando ella iba a entreabrir su batón, yo la tomé de un brazo y le dije: «No, yo no he entrado para acostarme con vos».

Ahora la voz de Erdosain había adquirido una fluidez vibrante.

-Ella me miró y seguramente lo primero que pensó fue si yo no sería algún vicioso; mas mirándola seriamente, créame, estaba conmovido, le dije: «Mirá, entré porque me dabas lástima». Ahora nos habíamos sentado junto a la consola de un espejo dorado, y ella, con su carita de colegiala, me examinaba gravemente. ¡Me acuerdo!… Como si fuera ahora. Le dije: «Sí, me dabas lástima. Yo ya sé que ganarás dos o tres mil pesos mensuales… y que hay familias que se darían por felices con tener lo que vos tiras en zapatos… ya lo sé… pero me diste lástima, una lástima enorme, viendo todo lo lindo que ultrajas en vos». Ella me miraba en silencio, pero yo no tenía olor a vino. «Entonces pensé… se me ocurrió en seguida de que entró el negro, dejarte un recuerdo lindo… y el más lindo recuerdo que se me ocurrió dejarte fue éste… entrar y no tocarte… y vos después te acordarás siempre de ese gesto». Fíjese que en tanto yo hablaba, el batón de la prostituta se había entreabierto encima de sus senos, mien­tras que sobre la pierna cruzada se… de pronto ella, al mirarse en el espejo se dio cuenta y apresuradamente bajó el vestido sobre sus rodillas, cerrándose el escote. Ese gesto me hizo una impresión extraña… ella me miraba sin decir palabra… vaya a saber lo qué pensaba… de pronto la regenta golpeó con el nudillo de los dedos en la puerta, ella miró en esa dirección con afligimiento, luego su carita se volvió hacia mí… me miró un momento… se levantó… tomó los cinco pesos y forcejeando los entró en mi bolsillo al tiempo que decía: «No vengas más porque si no te hago echar por el portero». Estábamos de pie… yo ya iba a salir por la otra puerta, y de pronto, con la mirada fija en la mía, sentí que sus brazos se anudaban en mi cuello… me miró todavía a los ojos y me besó en la boca… ¡qué le diré yo a usted de ese beso!… pasó su mano por mi frente y cuando ya estaba en el umbral, me dijo: «Adiós, hom­bre noble».

-¿Y usted no volvió más?

-No, pero tengo la esperanza de que algún día nos encontraremos… vaya a saber en dónde, pero ella, Lucién, no se olvidará nunca de mí. Pasarán los tiempos, rodará por los prostíbulos más miserables… se volverá monstruosa… pero yo siempre estaré en ella como me había propuesto, como el recuerdo más precioso de su vida.

Batía la lluvia en los cristales de la puerta y en los mosaicos del patio. Erdosain chupaba lentamente su mate.

Hipólita se levantó, fue hasta los cristales y miró un instante el patio negro. Luego volvióse y dijo:

-¿Sabe que usted es un hombre extraño?

Erdosain caviló un instante.

-Le soy sincero… yo no sé qué va a ser de mi vida… pero, créame, no estuvo en mis manos el ser un hombre bueno. Otras fuerzas oscuras me torcieron… me tiraron abajo.

-¿Y ahora?

-Ahora voy a hacer un experimento. Encontré a un hombre admirable que está firme­mente convencido de que la mentira es la base de la felicidad humana y me he decidido a secundarlo en todo.

-¿Y lo hace feliz eso a usted?

-No… hace tiempo que he sentido que ya nunca más seré dichoso.

-¿Pero cree en el amor?

-¡Para qué hablar de eso! -mas de pronto vislumbró cuál era el motivo de todas las incoherencias que estaba diciendo hacía unos minutos, y dijo-: ¿Qué es lo que pensaría usted de mí si mañana… me refiero a cualquier día… si cualquier día supiera que yo había asesina­do a un hombre?

Hipólita, que se había sentado, levantó lentamente la cabeza y dejándola apoyada en el respaldar del sofá, miró largamente el techo. Luego, entornando los párpados, dijo filtran­do una mirada fría entre sus pestañas rojas:

-Pensaría que usted era inmensamente desdichado.

Erdosain dejó su sillón, guardó el calentador, la yerba y el mate en el cajón del ropero, y entonces Hipólita le dijo:

-Venga aquí… a mis pies.

Una enorme dulzura estaba en él.

Sentóse en la alfombra de forma que su costado se apoyaba en las piernas de ella, abandonó la cabeza en sus rodillas, e Hipólita cerró los ojos.

Estaba bien así. Reposaba en el regazo de la mujer, y el calor de sus miembros traspasaba la tela, entibiándole la mejilla. Aquella situación además le parecía muy natural; la vida adquiría ese aspecto cinematográfico que siempre había perseguido, y no se le ocurrió pensar en Hipólita, tiesa en el sofá, pensaba en él, era un débil y un sentimental. El tic tac del reloj espaciaba en el intervalo de su engranaje una gota de sonido que caía sucesivamente como una lenteja de agua en el cúbico silencio de la habitación. E Hipólita se dijo:

-Toda la vida no hará nada más que quejarse y sufrir. ¿Para qué me sirve un mucha­cho así? Tendría que mantenerlo. Y la rosa de cobre debe ser una pavada. ¿Qué mujer va a llevar en el sombrero adornos de metal, pesados, y que se ennegrecen? Todos son así, sin embargo. Los débiles, inteligentes e inútiles; los otros, brutos y aburridos. Todavía no he encontrado entre ellos uno digno de cortarle el pescuezo a los otros, o de ser un tirano. Dan lástima.

Pensaba así frecuentemente, a media que la realidad deslucía los fantoches que su imaginación teñía de vivos arrogantes un momento. Podía señalarlos con el dedo. Este pelele erguido, perfumado y severo que los días hábiles hacia reputación de su empaque y silencio, era un infeliz lascivo, aquel otro pequeño y modosito, siempre gentil, discreto y sensato, era víctima de vicios atroces, aquel brutal como un carretero y fuerte como un toro, más inexper­to que un escolar, y así todos pasaban ante sus ojos anudados por el deseo semejante e inextinguible, todos habían abandonado un instante las cabezas en sus rodillas desnudas, mien­tras que ella, ajena a las manos torpes y a los transitorios frenesíes que envaraban los fanto­ches tristes pensaba, áspera, la sensación de vivir como una sed en el desierto.

-Así era. A los hombres sólo los movía el hambre, la lujuria y el dinero. Así era.

Angustiada, decíase que el único que la había interesado era el farmacéutico, capaz de levantarse por unos instantes por encima de su carnadura vehemente, pero el terrible juego había desvanecido su mecanismo, y ahora yacía más roto que los otros muñecos.

¡Qué vida la suya! En otros tiempos, cuando era mocita desvalida, pensaba que nunca tendría dinero ni una casa alhajada con hermosos muebles, ni vajilla reluciente, y esa imposibilidad de riqueza la entristecía tanto como hoy saber que ningún hombre de los que podían encamarse con ella tenía empuje para convertirse en un tirano o conquistador de tierras nuevas.

La vida interior

-¡Sí había soñado!

Días hubo en que se imaginó un encuentro sensacional, algún hombre que le hablara de las selvas y tuviera en su casa un león domesticado. Su abrazo sería infatigable y ella lo amaría como una esclava; entonces encontraría placer en depilarse por él los sobacos y pin­tarse los senos. Disfrazada de muchacho recorría con él las ruinas donde duermen las escolopendras y los pueblos donde los negros tienen sus cabañas en la horqueta de los árbo­les. Pero en ninguna parte había encontrado leones, sino perros pulguientos, y los caballeros más aventureros eran cruzados del tenedor y místicos de la olla. Se apartó con asco de estas vidas estúpidas.

En el transcurso de los días los raros personajes de novela que había encontrado, no eran tan interesantes como en la novela, sino que aquellos caracteres que los hacían nítidos en la novela eran precisamente los aspectos odiosos que los tornaban repulsivos en la vida. Y, sin embargo, se les había entregado.

Mas, ya saciados, se apartaban de ella como si se sintieran humillados de haberle ofrecido el espectáculo de su debilidad. Ahora se sumergía en la esterilidad de su vivir igual a un arenal geográficamente explorado.

Así como era imposible transmutar el plomo en oro, asiera imposible transformar el alma del hombre.

Cuántas veces había caído desnuda entre los brazos de un desconocido y le había dicho: «¿No te gustaría ir al África?» El otro respingó como sí a su lado hubiera silbado un crótalo. Y entonces tenía la impresión de que esos cuerpos armados de huesos, devanados en músculos, eran más débiles que los de los tiernos infantes, más asustadizos que los niños en el bosque.

Las mujeres le eran odiosas. Las veía abatirse bajo la sensualidad de los machos para ofrecer por todas partes la fealdad de sus vientres hinchados. Tenían exclusivamente capaci­dad para el sufrimiento, éste era un mundo de gente fatigada, fantasmas apenas despiertos que apestaban a tierra con su grávida somnolencia, como en las primeras edades los mons­truos perezosos y gigantescos. De allí que toda su alma voladora se sintiera aplastada por la inutilidad de los prójimos.

Porque Hipólita hubiera querido moverse en un universo menos denso, un mundo liviano como una pompa de jabón donde la materia no estuviera sometida a la gravedad, y se imaginaba la dicha riente de recorrer todas las veredas del planeta metamorfoseaba a su voluntad y dándole a los días la realidad de un juego que compensara aquel que su niñez había carecido.

Todo le había sido negado cuando pequeña. Recordaba que una de las quimeras de su infancia fue soñar que sería la criatura más dichosa del mundo si viviera en una habitación empapelada.

Había visto en las vidrieras de las ferreterías papeles pintados que en su reducida imaginación se le figuraba que tornarían soñadora la vida de los que se rodeaban de ellos, papeles pintados que eran como trasplantar en una casa el Bosque de los Encantamientos, con sus flores arbitrarias de azules y retorcidas en fondos listados de oro, y este sueño de los siete años fue en ella tan intenso, como más tarde cuando criada la idea que se hizo acerca del placer que experimentaría si pudiera tener un Rolls-Royce, cuya tapicería de cuero era tan preciosa en su imaginación, como lo fueran los imposibles papeles pintados que tan sólo costaban sesenta centavos el rollo.

Había declinado en tiempos idos. Recordaba ahora, con la cabeza del hombre sobre sus rodillas, aquellos atardeceres de domingo cuando súbitamente se encapotaba el tiempo y la brisa fría empujaba a sus amas del jardín a la sala. Picoteaba la lluvia en los cristales, ella se refugiaba en la cocina resplandeciente de limpia, y a través de las habitaciones llegaba la voz de las visitas, las señoras conversaban mientras que las niñas hojeaban revistas detenién­dose en las fotografías de las ceremonias nupciales, o tocaban el piano.

Y ella sentada ante la mesa, con la punta del delantal retorciéndose entre sus dedos el busto ligeramente inclinado, se dejaba penetrar de los sonidos, que le eran siempre tristes, aunque hablaran de cosas alegres. Como una leprosa se sentía aislada de la felicidad. La música le traía una visión de lugares distintos, hoteles entre montañas, y ella no sería jamás la recién casada que baja al comedor en compañía de su esposo hermoso, mientras tintinea la vajilla y los pájaros revolotean en torno de las ventanas por donde se distingue el caer de una cascada.

Retorcía lentamente la punta del delantal entre sus dedos, inclinada la frente, las piernas cruzadas.

No tendría jamás un esposo como Marcelo, ni extendería su mantilla sobre la aterciopelada baranda de un palco, mientras centellean los diamantes en las orejas de las duquesas y los violines ante el proscenio chirrían suavemente.

Tampoco sería una señora, una de esas jóvenes señoras que ella había servido y cuyos esposos mimosean dulcemente a medida que la preñez avanza sus sufridores vientres. Y su pena crecía dulcemente como la oscuridad en el crepúsculo.

-¡Servir… siempre servir!

Entonces un rencor se infiltraba en su angustia, la frente le pesaba y sus párpados rojos caían sancionando una resignación.

Y en la sala el piano hacía pasar los países distintos por su atención soñera y se imaginaba que la educación de esas señoritas debía hacer sus almas más hermosas y apeteci­bles para el deseo del novio y su cabeza pesaba como si el cráneo se le hubiera trasmutado en un casco de huesos de plomo.

Todo lo que la rodeaba, cacerolas y fogones y las limpias maderas de las estanterías de la cocina, y los espejos del cuarto de baño y las pantallas rojas de las lámparas, le parecían representar un valor que ponía para siempre a esos enseres fuera de su alcance, y el repasador como la alfombra, así como el triciclo de los niños, le parecía haber sido creado para proporcionar la felicidad a seres de distinta pasta de la que ella estaba formada.

Los mismos vestidos de las niñas, las telas livianas con que adornaban sus preciosos cuerpos, las puntillas y cintas, se le figuraban de distinta naturaleza que las que ella podía comprar por el mismo dinero. Esta sensación de convivir provisoriamente con gente situada en un mundo desemejante al que ella pertenecía la desazonaba, al extremo que la desesperan­za aparecía como un estigma en el rostro.

¡Qué podía ser ella, sino sirvienta, siempre sirvienta!

Hoscamente se levantaba de su corazón una negativa sorda, respuesta al fantasma invisible que la encocoraba. Su vida era una resistencia erguida contra la domesticidad. No sabía cómo escaparía de tal encadenamiento de desdichas, pero no dejaba de repetirse que ese estado era provisorio, ignorante sin embargo de lo que tenía que sobrevenirle. Y conti­nuamente observaba los modales de las señoritas y estudiaba cómo inclinaban las cabezas, así como se despedían de las amigas en las puertas de sus casas, reproduciendo luego ante un espejo los saludos y gestos que recordaba. Y estos actos que ejecutaba en la soledad de su cuartujo dejábanle por algunas horas en los labios y en el alma una sensación de señoría y delicadeza y entonces se reconvenía anteriores modales torpes, como si esos anteriores mo­dales fueran en desmedro de su auténtica y actual personalidad de señorita.

Durante algunas horas su vida estaba inflamada de delicadeza penetrante y blanda como la fragancia de una crema perfumada, con vainilla, y le parecía sentir en su garganta las melifluas voces de los «sí» y de los «no» hasta hacerse la ilusión de que estaba respondiéndo­le a una deliciosa interlocutora que tenía una piel de zorro azul en torno del cuello.

Su cuarto de sirvienta se repoblaba de fantasmas insinuantes, sentada en una butaca forrada de seda de color de cocodrilo, recibía a sus amigas que venían a despedirse para irse a «París de Francia» y hablaba de noviazgos. «Su mamá no le permitía este verano ir a veranear a X… porque se encontrarían con S…, ese indiscreto que la asediaba con exceso». O cruzaba el mar, un mar quieto como los lagos de Palermo, sentada en una cesta de mimbre como lo había visto en las fotografías de los puentes de los piróscafos de lujo, cuando pasaba por las calles a hacer las compras en el mercado. Tendría una Kodak abandonada en su falda mientras que un joven con la gorra en la mano e inclinado hacia ella la hablaría con timidez.

Su alma de criada se anegaba de felicidad. Comprendía que aquello era tan lindo que de haber podido gozarlo su caridad hubiera sido infinita. Y se veía en un atardecer de invier­no recorriendo una callejuela oscurecida, envuelta en un abrigo de petit-gris, en busca de una huérfana, hija de un ciego. Le llevaba socorros, la convertía en su hija adoptiva y un día la huérfana hacía su presentación en sociedad; sería entonces una deliciosa joven; los hombros descubiertos entre plumones de gasa, y, sobre la limpia frente, una onda de cabello rubio concertaría con la delicadeza de sus almendrados ojos.

Y de pronto una voz la llamaba:

-Hipólita… sirva el té.

Un crimen

Erdosain levantó bruscamente la cabeza, e Hipólita, como si hubiera estado pensan­do en él, dijo:

-Vos también… vos también fuiste muy desgraciado.

Erdosain tomó la fría mano de la mujer y apoyó en ella los labios.

Ella continuó despacio:

-A veces me parece un mal sueño esta vida. Ahora que me siento tuya me aparece otra vez la pena de otros tiempos. Siempre, en todas partes, sufrimientos.

Luego dijo:

-¿Qué es lo que habrá que hacer para no sufrir?

-Es que llevamos el sufrimiento en nosotros. Una vez llegué a pensar que flotaba en el aire… era una idea ridícula; pero lo cierto es que la disconformidad está en uno.

Callaron. Hipólita acariciaba con lentitud su cabello, de pronto la mano se apartó de su cabeza y Erdosain sintió que la mujer apretaba su mano contra los labios.

Erdosain, sentándose a su lado, murmuró:

-Decíme, ¿qué te he hecho para que me hagas tan feliz? ¿No comprendes que haces bajar el cielo para mí? Nunca me había sentido tan enormemente desgraciado.

-¿Nadie te ha querido?

-No sé; pero nunca el amor me fue mostrado en su pasión terrible. Cuando me casé tenía veinte años y creía en la espiritualidad del amor.

Caviló un instante, mas no tardó en levantarse, y después de apagar la luz, se sentó en el diván junto a Hipólita. Luego dijo:

-Quizá fuera un infeliz. Cuando me casé no la había besado a mi mujer. Cierto es que jamás había sentido la necesidad de hacerlo, porque yo confundía con pureza lo que era frialdad de sus sentidos y además… porque yo creía que a una señorita no se le debe besar.

La otra sonreía en la oscuridad. El estaba ahora sentado a la orilla del sofá, con los codos clavados en las rodillas y las mejillas entre la palma de las manos.

Un relámpago violeta iluminó la habitación.

El prosiguió con lentitud:

-La señorita estaba en mi concepto como la más verdadera expresión de pureza. Además… no se ría… yo era pudoroso… y la noche del día que nos casamos, cuando ella se desvistió con naturalidad frente a la lámpara encendida, yo volví la cabeza avergonzado… y después me acosté con los pantalones puestos.

-¿Usted hizo eso? -en la voz de la mujer temblaba la indignación.

Erdosain se echó a reír, excitadísimo:

-¿Por qué no? -al tiempo que examinaba oblicuamente a la Coja se restregaba las manos-. He hecho eso y muchas cosas más graves aún. Y las que haré… «Han llegado los tiempos», decía su esposo. Creo que tiene razón. Claro está que dichos episodios se refieren a una época de mi vida en la que vivía como un idiota. Le digo esto para que esté segura que si me tuviera que acostar con usted no lo haría con los pantalones puestos…

Por un momento Hipólita tuvo miedo. Erdosain no hacía nada más que observarla con el rabillo del ojo, mientras que se restregaba las manos. Precavida, ella agregó:

-Debe haber pasado que usted estaba enfermo. Como yo cuando era sirvienta. Se vive entre cielo y tierra…

-Eso, entre cielo y tierra… Precisamente eso. Sí, me acuerdo de cuando me trataban de imbécil.

-¿También?…

-Sí, en mi cara… yo quedaba mirándolo al que me había injuriado, y mientras todos los músculos se me relajaban en una flojedad inmensa, me preguntaba qué es lo que había hecho, no sé en qué tiempo, para soportar tantas humillaciones y cobardías. Sufrí mucho… tanto… que más de una vez me sentí tentado a irme a ofrecer como criado en alguna casa rica… ¿Podía acaso tragar más vergüenza? Entonces sentí el terror, un espantoso miedo de no tener un objeto noble en mi vida, un sueño grande, y por fin ahora lo he encontrado… he condenado a muerte a un hombre… Quédese ahí sentada… Mañana, porque yo no me opon­go, un hombre va a ser asesinado.

-¡No es posible!

-Sí, es cierto. El hombre de la mentira, el hombre del que le hablé antes, necesitaba dinero para realizar su proyecto. Así se realizará, porque yo quiero que suceda. Mañana me entregará un cheque para cobrar. Cuando yo vuelva será ejecutado.

-No… no es posible.

-Si, y si no vuelvo no lo asesinarían, porque sin el dinero el crimen es inútil… son quince mil pesos… yo puedo escaparme con ellos… la sociedad se va al diablo… el hombre se salva. ¿Se da cuenta usted? De mi honradez criminal depende todo.

-¡Dios mío!

-Quiero que se haga el experimento… Usted comprende, ciertas determinaciones lo convierten a uno en un dios. Desde hace mucho tiempo estoy resuelto a matarme. Si antes, cuando le dije, usted hubiera asentido, yo me mataba. ¡Si supiera lo hermoso y grande que me siento! No me hable más del otro… ya está resuelto, hasta me alegra pensar en el pozo que me hundo. ¡Se da cuenta usted!… Y cualquier día… no, de día no será… cualquier noche, cuando esté harto de tanta farsa e incoherencia, me iré.

Una arruga se bifurcó en la frente de Hipólita. No cabía duda. Aquel hombre estaba loco. Su alma aventurera previo acontecimientos futuros, y se dijo: «Con este imbécil es necesario proceder prudentemente». Y cruzando los brazos sobre el tapado, preguntó, como si lo dudara:

-¿Usted tendría coraje de matarse?

-No es lo que usted dice. Ya no hay coraje ni cobardía. Desde muy adentro tengo la sensación de que suicidarse es como irse a sacar una muela. Cuando pienso así, todo descan­sa en mí. Cierto es que yo había pensado en otros viajes y en otras tierras, en otra vida. Hay algo en mí que desea todo lo delicado y hermoso. Muchas veces pensé que sí… pongamos esos quince mil pesos que voy a cobrar mañana… podría irme a las Filipinas… al Ecuador a recomenzar mi vida, casarme con alguna doncella millonaria y delicada… estaríamos durante las siestas acostados en una hamaca, bajo los cocoteros, mientas que los negros nos ofrece­rían naranjas partidas. Y yo miraría tristemente el mar… ¿y sabe?… esta certidumbre que me dice que adonde vaya miraré tristemente el mar… esta seguridad de que ya nunca más seré dichoso… al comienzo me enloqueció… y ahora me he resignado.

-¿Entonces para qué va a hacer el experimento?

-¿Sabe?… todavía no he llegado al fondo de mí mismo… pero el crimen es mi última esperanza… y el Astrólogo lo sabe, porque cuando hoy le pregunté si no temía que me esca­para, me contestó: «No, por el momento, no… Usted más que nadie necesita que esto resulte para desangustiarse…» Ya ve usted hasta dónde he llegado.

-Nunca me imaginaría tal cosa. ¿Y lo van a matar en Témperley?

-Sí. Sin embargo… ¡Qué sé yo! La angustia. ¿Sabe usted lo que es la angustia? ¿Tener la angustia arraigada hasta los huesos como la sífilis? Vea, hace cuatro meses de esto: esperaba el tren en una estación de campo. Tardaría tres cuartos de hora en llegar… y enton­ces crucé a una plaza que había enfrente. A los pocos minutos de estar sentado en un banco, una chica… tendría nueve años, vino a sentarse a mi lado. Empezamos a charlar… estaba con un delantal blanco… vivía en una de las casas que había allí enfrente… Lentamente, sin poderme contener, desvié la conversación hacia un tema obsceno… mas con prudencia… sondeando el terreno. Una curiosidad atroz se había apoderado de mí conciencia. La criatura, hipnotizada por su instinto semidespierto, me escuchaba temblando… y yo, despacio, en ese momento debía tener una cara de criminal… fíjese que desde la garita de los guardagujas dos cambistas me miraban con atención, le revelé el misterio sexual, incitándola a que se dedica­ra a corromper a sus amiguitas…

Hipólita se apretó las sienes con los dedos.

-¡Pero usted es un monstruo!

-Ahora he llegado al final. Mi vida es un horror… Necesito crearme complicaciones espantosas… cometer el pecado. No me mire. Posiblemente… vea… las personas han perdido el sentido de la palabra pecado… el pecado no es una falta… yo he llegado a darme cuenta que el pecado es un acto por el cual el hombre rompe el débil hilo que lo mantenía unido a Dios. Dios le está negado para siempre. Aunque la vida de ese hombre después del pecado se hiciera más pura que la del más puro santo, no podría llegar jamás hasta Dios. Yo voy a romper el débil hilo que me unía a la caridad divina. Lo siento. Desde mañana seré sobre la tierra un monstruo… imagínese usted una criatura… un feto… un feto que tuviera la virtud de vivir fuera del seno materno… no crece jamás… velludo… pequeño… sin uñas camina entre los hombres sin ser un hombre… su fragilidad horroriza al mundo que lo rodea… pero no hay fuerza humana que pueda restituirlo al vientre perdido. Es lo que me ocurrirá mañana a mí. Me alejaré de Dios para siempre. Estaré solo sobre la tierra. Mi alma y yo, los dos solos. El infinito por delante. Siempre solos. Y noche y día… y siempre un sol amarillo. ¿Se da cuen­ta? Crece el infinito… arriba un sol amarillo y el alma que se apartó de la caridad divina anda sola y ciega bajo el sol amarillo.

Un golpe sordo estremeció el suelo, y de pronto ocurrió algo extraordinario. Erdosain calló espantado. Hipólita estaba arrodillada a sus pies… Ella le tomó la mano y se la cubrió de besos. En la oscuridad la mujer exclamó:

-Deja… déjame que te bese esas pobres manos. Sos el hombre más desdichado de la tierra.

-Levántate, Hipólita.

-No, quiero besarte los pies -él sintió que sus brazos le apretaban las piernas-. Sos el hombre más desgraciado de la tierra. ¡Cuánto sufriste, Dios mío! ¡Qué grande que sos… qué grande es tu alma!

Erdosain la levantó con dulzura infinita. Sentíase ablandado por una piedad infinita, la atrajo sobre su pecho, le alisó el cabello en la frente, y le dijo:

-Si supieras ahora lo fácil que va a ser morir. Como un juego.

-¡Qué alma la tuya!…

-¿Pero estás afiebrada?…

-¡Pobre muchacho!

-¿Por qué? Si ahora somos como dioses… Sentate a mi lado. ¿Estás bien así? Mirá, hermanita, todo lo que sufrí ha sido pagado con tus palabras. Viviremos un tiempo más…

-Sí, como novios…

-Sólo el gran día serás mi esposa.

-¡Te quiero tanto!… ¡Qué alma la tuya!

-Y después nos iremos.

Y ya no hablaron más. La cabeza de Hipólita estaba caída sobre su pecho. Faltaba poco para amanecer. Entonces Erdosain dobló ese cuerpo fatigado sobre el sofá… ella sonrió extenuada; luego Remo sentóse sobre la alfombra, apoyó la cabeza en el borde del sofá, y así acurrucado quedóse adormecido.

Sensación de lo subconciente

Semi incorporado en un sofá, con los brazos cruzados y la galera echada sobre la frente, el Astrólogo meditaba esa noche sus preocupaciones, en la oscuridad del escritorio. La lluvia batía en los cristales de la ventana, pero no la escuchaba ensimismado en numero­sos proyectos. Además, le ocurría algo extraño.

La proximidad del crimen a cometer aceleraba en el espacio de tiempo normal otro tiempo particular. Recibía así la sensación de existir sensibilizado en dos tiempos. Uno natu­ral a todos los estados de la vida normal, otro fugacísimo y pesado en los latidos de su corazón, escapándose entre sus dedos trabados por la meditación como el agua de un cesto.

Y el Astrólogo, retenido dentro del tiempo del reloj, sentía deslizarse en su cerebro el otro tiempo rapidísimo e interminable que como una película cinematográfica, al deslizarse vertiginosamente, hería con las imágenes que aparejaba, su sensibilidad, de un modo impre­ciso y fatigante, ya que antes de percibir con claridad una idea ésta había desaparecido para ser substituida por otra. Tal que, cuando miraba el reloj encendiendo un fósforo, comprobaba que el tiempo transcurrido era de minutos, mientras que en su entendimiento esos minutos mecánicos, acelerados por su ansiedad, tenían otra longitud que ningún reloj podía medir.

Sensación que lo retenía en la oscuridad, a la expectativa. Comprendía que cualquier error cometido en dicho estado podría serle fatal más tarde.

El asesinato del hombre Barsut no le preocupaba mayormente, sino las precauciones que debía tomar para que ese hecho no adquiriera importancia indebida. Y aunque pretendía preparar una coartada, ello era dificultoso. Tenía la sensación de que el que así cavilaba en las tinieblas no era él, sino que estaba contemplando a su doble, un doble forjado de emoción y que tenía su apariencia exacta, con la cara romboidal, brazos cruzados y la galera echada sobre la frente. Sin embargo, no podía darse cuenta de qué naturaleza eran los pensamientos de ese doble tan íntimamente ligado a él y tan distante de su comprensión. Porque juzgaba que su sentimiento de existir era en aquellos instante más efectivo que la existencia de su cuerpo. Mas tarde, explicando dicho fenómeno, dijo que era la conciencia de la distinta velocidad del tiempo que duraban sus emociones, dentro del otro tiempo mecánico, como aquellos que dicen «aquel minuto me pareció un siglo».

Imposibilidad de pensar que no dejaba de ser importante, ya que se trataba de quitar­le la vida a un hombre, paralizar la circulación de sus cinco litros de sangre, enfriar todas sus células, borrarlo de la vida como una mancha de un papel blanco eliminando todo rastro en la superficie. Como tan grave problema no se apartaba del Astrólogo, éste sentíase dentro del tiempo mecánico del reloj, el hombre físico, mientras que en la lenta velocidad del otro tiempo que ningún reloj podía controlar se localizaba su doble, pensativo, enigmático, auténticamente misterioso, preparando quizá qué coartadas que luego lo sorprenderían al hombre inteligente.

La certidumbre de haberse convertido por la proximidad del crimen en un doble mecanismo con dos nociones de tiempo tan diferentes y dos inercias tan desemejantes, lo apoltronaban sombrío en la oscuridad.

Una fatiga terrible anonadaba su musculatura, sus miembros recios, la coyuntura de sus huesos.

La lluvia hacía funcionar en las acequias el breve engranaje de las ranas, pero él, hombre de acción, ablandado por la inquietud como si le hubieran reblandecido los huesos y no pudiera ponerse de pie, «yo, hombre de acción -se decía-, permanezco aquí, estoy así dentro de mi plazo de tiempo mecánico, palpitando con otro tiempo que no es mi tiempo y que me relaja para la precaución. Porque es indudable que matar a un hombre es lo mismo que degollar a un cordero, pero no lo es para los otros, y aunque estén distantes y mi conducta sea un misterio para ellos, este tiempo anormal me los acerca, y yo no me puedo casi mover, como si ellos estuvieran allí, en la sombra, espiándome. Será el tiempo de nerviosidad lo que me inutiliza, o el Astrólogo subconsciente que se reserva sus ideas y me deja exprimido como una naranja para concebir pensamientos que ahora me hacen falta. Sin embargo, muerto Barsut, la vida continuará como si nada hubiera ocurrido… y es que nada ha ocurrido si esto no se descubre».

Encendió nuevamente un fósforo. La habitación quedó flechada de vértices de som­bras movedizas. No había pasado un minuto. Sus pensamientos eran simultáneos y contenían en la nada del tiempo hechos que para estar presentes en el tiempo que los recogía hubieran necesitado en otras circunstancias meses y años. Así había nacido hacía cuarenta y tres años y siete días, y ese pasado se aniquilaba de continuo en el presente, presente tan fugaz, que siempre era el Astrólogo del minuto posterior, en el tiempo de minuto o segundo venidero. Ahora su vida enfocada hacia un hecho que aún no existía, pero que se consumaría dentro de algunas horas, se tendía dentro del tiempo mecánico como un arco, cuya violencia contenida daba al tiempo del reloj la tensión extraordinaria de ese otro tiempo de inquietud.

Y aunque muchas veces se había dicho que si tenía oportunidad de poder asesinar a alguien no desperdiciaría la ocasión, volvió a detener sus preocupaciones en aquellos tiem­pos de misterio. Luego saltó de allí a la imaginación de una dictadura, que se sostendría mediante el terror impuesto por numerosas ejecuciones y el medio de anular esa repugnante impresión momentánea era representarse a los fusilados como hombres horizontales. En efecto, se imaginaba en el centro de la llanura el pequeño cuerpo de un hombre tendido, y al compa­rar la longitud del muerto con la de los millares de kilómetros que medía la tierra por él tiranizada, se apoderaba de la certidumbre que la vida de un hombre no tenía ningún valor.

El otro se pudriría bajo la tierra, mientras que él, eliminado el obstáculo humano cuya longitud era la millonésima parte de la tierra suya, avanzaría hacia todas las conquistas.

Luego pensaba en Lenin, que, restregándose las manos, repetía a los comisarios de los Soviets:

Es una locura. ¿Cómo podemos hacer la revolución sin fusilar a nadie? -Y esto regocijaba el corazón del Astrólogo. Establecería dicho principio en la sociedad. Los futuros patriarcas de razas serían educados con un inexorable criterio homicida; y nuevamente se ensanchaban sus esperanzas. Luego reconocía que todo innovador debía luchar con ideas antiguas, estampadas por la costumbre en sí mismo, y que todas sus cavilaciones actuales eran la consecuencia de una contradicción entre principios a sancionarse y aquellos estable­cidos.

El tiempo corría entre sus dedos trabados por la cavilación.

Asesino de hoy sería el conquistador del mañana, pero en tanto soportaba la hosca malevolencia del presente amasado con ayeres. Levantóse encolerizado. Llovía aún. Salió hasta la escalinata, donde se detuvo escudriñando la oscuridad silvestre, estremecida por el agua que caía espesa y lenta. Las tinieblas parecían allí formar parte de la existencia de un monstruo que jadeaba pesadamente en la oscuridad. La tierra mojada se había vuelto ocre… Y él era un hombre firme en la noche, un animador de acontecimientos grandiosos, y sin embargo ningún fantasma se levantaba de la espesura para sancionar su actitud. Ahora se preguntaba si los hombres de otras edades habían sufrido sus indecisiones, o sí marchaban al logro de sus fines satisfechos de que la Muerte les diera un espesor de coraza a sus determi­naciones. ¿Pero tenía importancia la muerte? Decíase que como a ente filosófico lo único que podía interesarle era la especie, no el individuo, más los que asediaban con escrúpulos eran sus sentimientos, que contra su voluntad desdoblaban el tiempo que se necesitaba, en dos tiempos extraños.

Un relámpago interpuso distancias azules entre los bloques de las montañas de nu­bes.

Mojado y con la cabellera revuelta, se detuvo a un costado de la escalinata el Hom­bre que vio a la Partera.

¡Ah! es usted -dijo el Astrólogo.

-Sí; quería preguntarle qué es lo que piensa usted de esta interpretación del versículo que dice: «El cielo de Dios». Esto significa claramente que hay otros cielos que no son de Dios…

-¿De quién, entonces?

-Quiero decir que puede ser que haya cielos en los que no esté Dios. Porque el versículo añade: «Y bajará la nueva Jerusalén». ¿La nueva Jerusalén? ¿Será la nueva Iglesia?

El Astrólogo meditó un instante. El asunto no le interesaba, pero sabía que para mantener su prestigio ante el otro tenía que responder, y contestó:

-Nosotros, los iluminados, sabemos en secreto que la nueva Jerusalén es la nueva Iglesia. Por eso dice Swedemborg: «Puesto que el Señor no puede manifestarse en persona, y habiendo anunciado que vendrá y establecerá una Nueva Iglesia, sigue que lo hará por medio de un hombre, que no sólo pueda recibir la doctrina de esta iglesia, sino también publicarla por medio de la prensa…» pero ¿por qué usted independientemente de otra escritura llega a admitir la existencia de varios cielos?

Bromberg, guareciéndose en el pórtico, miró la jadeante oscuridad estremecida por la lluvia, luego contestó:

-Porque los cielos se sienten como el amor.

El Astrólogo miró sorprendido al judío, y éste continuó:

-Es como el amor. ¿Cómo puede usted negar el amor si el amor está en usted y usted siente que los ángeles hacen más fuerte su amor? Lo mismo pasa con los cuatro cielos. Se debe admitir que todas las palabras de la Biblia son de misterio, porque si así no fuera el libro sería absurdo. La otra noche leía entristecido el Apocalipsis. Pensaba que tenía que asesinarlo a Gregorio, y me decía si está permitido verter sangre humana.

-Cuando se estrangula no se vierte sangre -repuso el Astrólogo.

-Y cuando llegué a la parte del «cielo de Dios» comprendí el motivo de la tristeza de los hombres. El cielo de Dios les había sido negado por la iglesia tenebrosa… y por eso los hombres pecaban tan fuertemente.

En las tinieblas, la voz aniñada de Bromberg sonaba tan tristemente como si se lamentara de que lo hubiesen excluido del verdadero cielo. El Astrólogo arguyó:

-El hombre alado que me habla en sueños me ha dicho que el fin de la iglesia tene­brosa es próximo…

-Así tiene que ser… porque el infierno crece día a día. Son tan pocos los que se salvan, que el cielo junto al infierno es más chico que un grano de arena junto al océano. Año tras año crece el infierno, y la iglesia tenebrosa, que debió salvar al hombre, engorda día por día al infierno, y el infierno triste crece, crece, sin que haya una posibilidad de hacerlo más pequeño. Y los ángeles miran con miedo la iglesia tenebrosa y el infierno rojo inflado como el vientre de un hidrópico.

El Astrólogo repuso, adoptando para hablar un altisonante tono:

-Por eso el hombre alado me ha dicho: «Ve, santo varón, a edificar a los hombres y a anunciar la buena nueva. Y extermina a los anticristos y revélale tus secretos y los secretos de la nueva Jerusalén a Bromberg el judío» -y de pronto el Astrólogo, tomándolo de un brazo a su compañero, le dijo-: ¿No te acuerdas cuando tu espíritu conversaba con los ángeles y les servías el pan blanco a la orilla de los caminos, y les hacías sentar a la puerta de tu cabana y les lavabas los pies?

-No me acuerdo.

-Pues debías acordarte. ¿Qué dirá el Señor cuando sepa eso? ¿Cómo responderé yo de tu alma ante el Ángel de la Nueva Iglesia? Me dirá: ¿Qué es de ese hijo querido, mi piadoso Alfon? ¿Y yo qué le diré? Que eres un cernícalo. Que te has olvidado de los tiempos en que realizaste una existencia angélica y que te pasas todo el día en un rincón ventoseando como un mulo.

Gravemente enfurruñado, objetó Bromberg:

-Yo no ventoseo.

-Y bien ruidosamente ventoseas… pero no importa… el Ángel de las Iglesias sabe que tu espíritu arde en la devoción sincera, y que eres enemigo del Rey de Babilonia, del tenebroso Papa, y por eso estás elegido para ser el amigo del hombre, que con mandato del Señor establecerá la Nueva Iglesia sobre la tierra.

Sonaba quedamente la lluvia en las hojas de las higueras y toda la oscuridad acre y blanda estremecía en la noche su húmedo hedor vegetal. Bromberg predijo gravemente:

-Y el Papa, el mismo Papa espantado saldrá a la calle descalzo, y todos se apartarán de él con terror y premura y en los caminos los cercos se llenarán de flores cuando pase el santo Cordero.

-Así nomás es -continuó el Astrólogo-. Y en el cielo entreabierto será dado ver a todos los pecadores arrepentidos, las doradas puertas de la nueva Jerusalén. Porque tan in­mensa es la caridad de Dios, querido Alfon, que ningún hombre podría entrar directamente en contacto con ella sin caer por tierra con los huesos esponjosos.

-Por eso yo daré a los hombres mi interpretación del Apocalipsis y luego me iré a la montaña a hacer penitencia y a rogar por ellos.

-Así es Alfon, pero ahora vete a dormir porque tengo que meditar y es la hora en que el hombre alado viene a hablarme a la oreja. Tú también tienes que dormir porque mañana, si no, no tendrás fuerza para estrangular al réprobo…

-Y al Rey de Babilonia.

-Así es.

Lento separóse de la gradinata el Hombre que vio a la Partera. El Astrólogo entró a la casa y subiendo por una escalera que estaba a un costado del vestíbulo, se internó en una habitación extremadamente alargada, cruzada en los altos por las vigas que soportaban las alfajías del techo, que allí extendía su oblicua ala.

En los muros desconchados no había ningún grabado. En un rincón estaban los baú­les de Gregorio Barsut y bajo un ojo de buey una cama de madera pintada de rojo. Una manta negra formaba baturrillo con las sábanas blancas. Sentóse pensativamente el Astrólogo a la orilla del lecho. Su gabán se entreabrió dejando ver desnudo el pecho velludo. En horqueta abrió la yema de los dedos sobre sus mostachos de foca, y frunciendo el ceño quedóse contemplando un baúl en el rincón.

Quería hacer salta su pensamiento a una novedad exterior, que rompiendo el monorritmo de sus sensaciones le devolviera la presencia de ánimo que, anteriormente a la determinación de asesinar a Barsut, estaba en él.

-Son veinte mil pesos -pensó-, veinte mil pesos que servirán para instalar los prostí­bulos y la colonia… la colonia…

Sin embargo no veía claro. Las ideas se le escapaban como sombras, sus pensamien­tos desleídos por el sobresalto permanente hacían estéril toda concentración. De pronto dióse una palmada en la frente y jubiloso pasó al desván inmediato arrastrando un cajón, de cuya tapa mal retenida por los flejes se desprendía espeso polvo.

Sin cuidarse por las bocamangas del gabán que se le llenaban de tierra blanca, desta­pó el cajón. Mezclábanse allí soldados de plomo con muñecos de madera, y era aquello un hacinamiento de payasos, generalitos, clowns, princesas y extraños monstruos gordos con narices averiadas y bocas de sapo.

Cogió un trozo de cuerda, y dirigiéndose al rincón, ató ésta a dos clavos, uniendo así el ángulo que formaban los dos muros con improvisada bisectriz. Hecho esto tomó del cajón varios fantoches, arrojándolos sobre la cama. Con trozos de piola amarró la garganta de cada pelele, y tan absorbido estaba en la labor, que no se apercibió que el viento empujaba por el ventanillo abierto el agua de la lluvia, que había arreciado.

Trabajaba entusiasmado. Cuando hubo acollarado la garganta de los muñecos con piolines que recortaba de mayor a menor, los llevó hasta el rincón, amarrándolos de la soga. Terminada su obra, quedóse contemplándola. Los cinco fantoches ahorcados movían sus sombras de capuchón en el muro rosado. El primero, un pierrot sin calzones, pero con una blusa a cuadritos blancos y negros; el segundo, un ídolo de chocolate y labios bermellón, cuyo cráneo de sandía estaba a la altura de los pies del pierrot; el tercero, más abajo aún, era un pierrot automático, con un plato de bronce clavado en el estómago y cara de mono; el cuarto era un marinero de pasta de cartón azul, y el quinto un negro desnarigado mostrando una llaga de yeso por la vitola blanca de un cuello patricio. Satisfecho contempló su obra el Astrólogo. Estaba de espaldas a la lámpara, y hasta el techo alcanzaba su silueta negra. Habló fuertemente:

-Vos, pierrot, sos Erdosain; vos, gordo, sos el Buscador de Oro; clown, sos el Ru­fián; y vos, negro, sos Alfón. Estamos de acuerdo.

Terminada su arenga, separó el baúl de Barsut del muro, y colocándolo frente a los muñecos sentóse ante ellos. Y así comenzó un diálogo silencioso, cuyas preguntas partían de él, recibiendo en su interior la respuesta cuando fijaba la mirada en el fantoche interrogado.

Su pensamiento tomó una claridad sorprendente. Necesitaba expresar sus ideas en un sistema telegráfico, vibrante, interrumpido, como si todo él tuviera que acompasar el ritmo del pensamiento a una misteriosa trepidación de entusiasmo.

Pensaba:

-Es necesario instalar fábricas de gases asfixiantes. Conseguirse químico. Células, en vez de automóviles camiones. Cubiertas macizas. Colonia de la cordillera, disparate. O no. Sí. No. También orilla Paraná una fábrica. Automóviles blindaje cromo acero níquel. Gases asfixiantes importantes. En la cordillera y en el Chaco estallar revolución. Donde haya prostíbulos, matar dueños. Banda asesinos en aeroplano. Todo factible. Cada célula radiote­legrafía. Código y onda cambiante sincrónicamente. Corriente eléctrica con caída de agua. Turbinas suecas. Erdosain tiene razón. ¡Qué grande es la vida! ¿Quién soy yo? Fábrica de bacilos bubónica y tifus exantemático. Instalar academia estudios comparativos revolución francesa y rusa. También escuela de propaganda revolucionaria. Cinematógrafo elemento importante. Ojo. Ver cinematógrafo. Erdosain que estudie ramo. Cinematógrafo aplicado a la propaganda revolucionaria. Eso es.

Ahora el ritmo del pensamiento se atemperaba. Decíase:

-¿Cómo poner en cada conciencia el entusiasmo revolucionario que hay en la mía? Eso, eso, eso. ¿Con qué mentira o verdad? ¡Qué rápido es el tiempo que pasa! ¡Y qué triste! Porque eso es cierto. Hay tanta tristeza en mí, que si ellos la conocieran se asombrarían. Y yo solo sostenerlo todo.

Se acurrucó en el sofá. Tenía frío. En las sienes le batían fuertemente las venas.

-El tiempo que se escapa. Eso. Eso. Y todos que se dejan estar caídos como bolsas. Nadie que quiera volar. ¿Cómo convencerlos a esos burros de que tienen que volar? Y sin embargo, la vida es otra. Otra como ellos no la conciben tan siquiera. El alma como un océano agitándose dentro de setenta kilos de carne. Y la misma carne que quiere volar. Todo en nosotros está deseando subir hasta las nubes, hacer reales los países de las nubes… pero ¿cómo?… Siempre aparece este «cómo» y yo… yo aquí, sufriendo por ellos, queriéndolos como si los hubiera parido, porque los quiero a estos hombres… a todos los quiero. Están encima de la tierra porque sí, cuando debían estar de otro modo. Y sin embargo los quiero. Lo estoy sintiendo ahora. Quiero a la humanidad. Los quiero a todos como si todos estuvieran atados a mi corazón con un hilo fino. Y por ese hilo se llevan mi sangre, mi vida, y sin embargo, a pesar de todo, hay tanta vida en mí, que quisiera que fueran muchos millones más para quererlos más aun y regalarles mi vida. Sí, regalársela como un cigarrillo. Ahora me explico el Cristo. ¡Cuánto debió quererla a la humanidad! Y sin embargo soy feo. Mi enorme cara ancha es fea. Y sin embargo debiera ser lindo, lindo como un dios. Pero mi oreja es como un repollo y mi nariz como un tremendo hueso fracturado de un puñetazo. Pero qué importa eso. Soy hombre y basta. Y necesito conquistar. Es todo. Y no daría uno solo de mis pensamientos a cambio del amor de la más linda mujer.

De pronto unas palabras anteriores cruzan su memoria, y el Astrólogo se dice:

-¿Por qué no?… Podemos fabricar cañones, como dice Erdosain. El procedimiento es fácil. Además, que no es necesario que tengan una resistencia para mil descargas. Una revolución que durara ese tiempo sería un fracaso.

Las palabras callan en él. En la oscuridad se abre hacia el interior de su cráneo un callejón sombrío, con vigas que cruzan el espacio uniendo los tinglados, mientras que entre una neblina de polvo de carbón los altos hornos, con sus atalajes de refrigeración que fingen corazas monstruosas, ocupan el espacio. Nubes de fuego escapan de los tragantes blindados y la selva más allá se extiende tupida e impenetrable.

El Astrólogo siente recobrada su personalidad, que le sensación del tiempo extraño le había arrebatado.

Piensa, piensa que es posible fabricar acero níquel y construir cañones de tubos enchufados. ¿Por qué no? Su pensamiento se desliza ahora sobre los obstáculos con flexibi­lidad. Entonces con el dinero suministrado por los prostíbulos se comprarían en los diversos puntos de la República terrenos a un precio insignificante. Allí los miembros de la logia pondrían las bases de cemento armado para emplazar las piezas de artillería, simulándose construcciones de galpones para conservar cereales.

Le exaltaba la posibilidad de crear un ejército revolucionario dentro del país, que se sublevaría mediante una señal radiotelefónica. ¿Por qué no? Acero, cromo, níquel. Como un sortilegio la palabra hiende su imaginación. Acero, cromo, níquel. Cada jefe de célula estaría a cargo de una batería. ¿Qué es necesario, en resumen? Que los cañones disparen quinientos, cuatrocientos proyectiles. Y los automóviles con ametralladoras. ¿Por qué no? Cada diez hombres una ametralladora, un automóvil, un cañón. ¿Por qué no ensayar?

Lentamente, en el fondo de la negra noche, un gigantesco huevo de acero al rojo blanco, entre dos columnas, dobla lentamente su punta hacia una cúpula. Es el convertidor de Bessemer accionado por un pistón hidráulico. Un torrente de chispas y llamas ardientes se escapa de la punta del huevo de acero. Es el hierro que se convierte en acero soliviantado en la base por un chorro de aire de centenares de atmósferas de presión. Acero, cromo, níquel. ¿Por qué no ensayar? Su pensamiento se fija en cien detalles. No ha mucho la voz de adentro le ha preguntado:

-¿Por qué motivo la felicidad humana ocupa tan poco espacio?

Esta verdad le entristece la vida. El mundo debía ser de unos pocos. Y estos pocos caminar con pasos de gigantes.

Es necesario crearse la complicación. Y ver claro. Primero matarlo a Barsut, después instalar el prostíbulo, la colonia en la montaña… pero ¿cómo hacer desaparecer el cadáver? ¿No es estúpido esto de que él, el hombre que encuentra fácil construir un cañón y fabricar acero, cromo, níquel, tenga tantas dudas para hacer desaparecer un cadáver? Cierto es que no debía pensar… se le quemará… quinientos grados son suficientes para destruir un cadáver contenido en un recipiente. Quinientos grados.

El tiempo y el cansancio corren por su mente. No quisiera pensar, y de pronto la voz, la voz independiente de su boca y de su voluntad, susurra de adentro para distraerlo un poco:

-El movimiento revolucionario estallará a la misma hora en todos los pueblos de la República. Asaltaremos a los cuarteles. Comenzaremos por fusilar a todos los que puedan alborotar un poco. En la capital se lanzarán días antes algunos kilogramos de tifus exantemático y de peste bubónica. Por medio de aeroplanos y en la noche. Cada célula inmediata a la capital cortará los rieles del ferrocarril. No dejaremos entrar ni salir trenes. Dominada la cabeza, suprimido el telégrafo, fusilados los jefes, el poder es nuestro. Todo esto es una locura posible, y siempre se vive en una atmósfera de sueño y como de sonambulismo cuan­do se está en camino de realizar las cosas. Sin embargo, se va hacia ellas con una lentitud tan rápida que todo es sorprendente cuando se ha conseguido. Para ello es necesario sólo volun­tad y dinero… Podemos organizar aparte de las células una gavilla de asesinos y de asaltantes. ¿De cuántos aeroplanos dispondrá el ejército? Pero cortados los medios de comunicación, asaltados los cuarteles, fusilados los jefes, ¿quién mueve ese mecanismo? Este es un país de bestias. Hay que fusilar. Es lo indispensable. Sólo sembrando el terror nos respetarán. El hombre es así de cobarde. Una ametralladora… ¿Cómo se organizarán las fuerzas que deben combatirnos? Suprimido el telégrafo, el teléfono, cortados los rieles… Diez hombres pueden atemorizar a una población de diez mil personas. Basta que tengan una ametralladora. Son once millones de habitantes. El norte, con los yerbales, nos respondería. Tucumán y Santiago del Estero, con los ingenios… San Juan, con los medio-comunistas… Sólo tenemos por delan­te el ejército. Los cuarteles se pueden asaltar de noche. Secuestrado el pañol de armas, fusi­lados los jefes y ahorcados los sargentos, con diez hombres nos podemos apoderar de un cuartel de mil soldados siempre que tengamos una ametralladora. Es tan fácil eso. Y las bombas de mano, ¿dónde dejo las bombas de mano? Sólo sorpresa simultánea en todo el país, diez hombres por pueblo y la Argentina es nuestra. Los soldados son jóvenes y nos seguirán. A los cabos los ascenderemos a oficiales y tendremos el más inverosímil ejército rojo que haya conocido la América. ¿Por qué no? ¿Qué es el asalto al banco de San Martín, el asalto del hospital Rawson, el asalto de la agencia Martelli en Montevideo? Tres diarieros audaces y se terminó una ciudad.

Un rencor sordo hace latir apresuradamente sus venas. La sangre corre en tumulto por su cuerpo recio y tenso en una posición de asalto. Se siente más fuerte que nunca, la fuerza del que puede hacer fusilar.

Oscilaba la luz eléctrica bajo las sonoras descargas de la tempestad, pero el Astrólo­go sentado de espaldas a la cama, sobre el baúl, con las piernas cruzadas, el mentón clavado en la palma de la mano y con el codo apoyado en la rodilla, no apartaba los ojos de sus cinco peleles cuyas sombras andrajosas temblaban en el muro enrosado.

Tras él la lluvia que entraba por el ventanillo hacía un charco en el piso, las pregun­tas y respuestas se cruzaban en silencio, a momentos una arruga enfoscaba la frente del astrólogo, luego sus ojos inmóviles, en su rostro romboidal, asentían con un parpadeo lento a una contestación en acuerdo con sus deseos, y así permaneció hasta el amanecer, hora en que, levantándose del baúl, irónicamente les volvió la espalda a los cinco muñecos que permane­cieron en la soledad del cuartujo, bamboleándose bajo la banderola, como cinco ahorcados.

Caviló un instante, luego apresuradamente bajó las escaleras, dejó el portal, y a grandes pasos se dirigió entre las tinieblas a la cochera donde se encontraba Barsut.

Ya no llovía. Las nubes se habían resquebrajado, dejando ver en un claro celeste un pedazo amarillo de luna.

La revelación

Interin ocurrían estos sucesos, en el Hospicio de las Mercedes. Ergueta entraba en lo que él más tarde llamaría «el conocimiento de Dios». Así fue.

Despertó al amanecer en la sala. Un paralelepípedo de luna ponía un rectángulo azul en el encalado del muro frente a su cama. A través de los barrotes de la ventana abierta se veía al cielo encuadrado por el contramarco, un cielo poroso y seco de azul como yeso teñido de metileno. En el retículo de los hierros temblaban los hilos de agua de una estrella.

Ergueta se rascó concienzudamente la nariz, aunque no sentía mayor preocupación. Comprendía que se encontraba en la casa de los locos, pero ése «era un asunto que no le concernía».

Le preocupaba si hubieran encalabozado su espíritu, pero el que en realidad estaba encarcelado en el manicomio era su cuerpo, su cuerpo que pesaba noventa kilos, y que ahora con cierto resquemor inexplicable recordaba que había rodado por los lupanares. Y sin poder evitarlo revisaba como un espectáculo oprobioso la vida sensual con que se había regodeado. Mas, ¿qué tenía que ver su espíritu con tal carnaza furiosa?

Era ésa una realidad tan evidente para su entendimiento, que lo asombró de que los médicos no repararan aún en tal diferencia.

Ergueta se sintió maravillado de su descubrimiento. El ya no era un hombre, sino un espíritu, «sensación pura de alma», con riberas nítidamente recortadas dentro de la carnicera armazón de su físico, como las nubes en los espacios infinitos.

Estaba ligeramente alegre. Ya noches anteriores tuvo la certeza de que podía apartar­se de su cuerpo, dejarlo abandonado como a un traje. Al descubrirla, esta súbita seguridad le proporcionó un miedo liviano. Hasta en determinados momentos tuvo en la epidermis la sensación que sólo se tocaba con los bordes de su alma, de forma que el equilibrio de su cuerpo próximo a caer, y el de su piel, le causaba náuseas. Era como si descendiera a suma velocidad en un ascensor.

Además tenía miedo de tener voluntad de abandonar su cuerpo, pues si se lo des­truían, ¿cómo podría entrar en él? El enfermero tenía cara de bellaco, y aunque él le hubiera hablado de unas redoblonas para la próxima «reunión», no se sentía del todo seguro. Mas pasada esta primera impresión se complacía en creer que era un niño débil, lo cual no le impedía reírse desde su cama de la comedia con que trataba de tranquilizar sus noventa kilos, descontando que él podía ir a donde quisiera… pero no… no era cuestión de jugar. Su bondad no podía admitir eso. ¡Y qué hermoso era sentirse así colmado de caridad! Su misericordia se ensanchaba sobre el mundo, como una nube sobre los techos de la ciudad.

Su cuerpo quedaba cada vez más abajo.

Ahora lo veía como en el fondo de un cajón, el sanatorio entre los blancos cubos de las casas era otro cubo, las calles azuleaban entre sábanas de sombra, las luces verdes de los semáforos del F.C.S. lucieron débilmente, y el espacio entró en él como el océano en una esponja, mientras el tiempo dejaba de existir.

Caían las alturas a través de su delicia. Ergueta sentía quietud, estancamiento de bondad para sí mismo, por la voluntad de una fuerza exterior. Así gozaría el estanque seco con la lluvia que le envía el cielo.

De la tierra hacia la cual se volvía su caridad, veía los redondeados bordes verdosos lamidos por el éter azul. Y como no era natural permanecer silencioso, sólo atinaba a decir:

-Gracias… gracias, mi Señor.

No experimentaba curiosidad alguna. Su humildad se fortalecía en el acatamiento.

En la tersura celeste atisbo de pronto el escalonamiento de un roquedal. Una luz de oro bañaba el pedrerío a pesar de la noche, y lo azul en la distancia caía en profundos barran­cos de lomas doradas. Ergueta con su cuerpo restituido avanzó a pasos prudentes, tiesa la pupila fiera en su perfil de gavilán.

Naturalmente, no se sentía tranquilo porque su cuerpo había pecado innumerables veces, y porque comprendía que su rostro, a pesar de la actual expresión grave, tenía las rayas enérgicas y la fiereza de los malevos, que cuando él era mocito imitaba en el arrabal y con las patotas.

Pero su espíritu estaba contrito y quizá eso fuera suficiente, lo que no le impedía decirse:

-¿Qué dirá el Señor de mi «pinta»? ¿Cómo puedo presentarme ante él? -Y al mirarse maquinalmente los botines comprobó que estaban deslustrados, lo que acrecentó su confu­sión-. ¿Qué dirá el Señor de mi «pinta» y de esta cara de burrero y de cafishio? Me preguntará de mis pecados… se acordará de todas las macanas que hice… ¿y yo qué le voy a contestar?… que no sabía, pero ¿cómo le voy a decir eso, si él dejó testimonio de ser en todos sus profetas?

Nuevamente volvió a examinar sus botines, sucios y descalabrados.

-Y me dirá: «Hasta estás hecho un turro… un vago vergonzoso y eso que fuiste a la universidad… Te jugaste a los «burros» lo que pudo ser consuelo del huérfano y de la vida… y enfangaste en orgías el alma inmortal que yo te di, y arrastrastes a tu ángel guardián por los lupanares y él lloraba tras tuyo, mientras tu bocaza carnicera se llenaba de abominaciones…» Y lo peor es que yo no se lo voy a poder negar… ¿Cómo le voy a negar el pecado? ¡Qué macana, Dios mío!

El cielo era sobre su cabeza una cúpula de yeso azul. Giraban en las elípticas remo­tos planetas como naranjas, y Ergueta miró humildemente el pedregal dorado.

De pronto una gran turbación desazonó su modestia. Levantó la cabeza y a su iz­quierda, detenido a diez pasos, vio al Hijo del Hombre.

El Nazareno, cubierto de una túnica celeste, volvía a él su perfil demacrado donde lucía el almendrado ojo sereno.

Ergueta sufrió un gran desconsuelo, no podía arrodillarse, «porque un bacán conser­va siempre la línea» y no se arrodilla frente a un carpintero judío, pero sintió que un sollozo le retorcía el alma y en silencio extendió los brazos unidos por los dedos hacia el dios silencioso.

Sentía que toda su caradura se impregnaba de devoción hacia él.

Así callado lo miraba a Jesús detenido en el roquedal. Los ojos de Ergueta se llena­ron de lágrimas. Lamentábase de que no hubiese allí alguien con quien golpearse para de­mostrarle al Señor cuánto lo quería, y ya el silencio le pareció tan insoportable que venciendo el terrible anonadamiento, humildemente suplicó:

-Yo quisiera ser diferente, pero no puedo.

Jesús lo miraba.

-Créame… me da no sé qué decirle que lo quiero mucho.

Ergueta le volvió la espalda, caminó tres pasos, luego, volviéndose, se detuvo.

-He cometido todos los pecados y muchas maca… disparates… quisiera arrepentirme y no puedo… quisiera arrodillarme… cierto, besarle los pies a usted, que fue crucificado por nosotros… ¡Ah! si usted supiera todas las cosas que quise decirle y se me escapan… y lo quiero sin embargo. ¿Será porque estamos de hombre a hombre?

Jesús lo miraba.

Una sonrisa nueva agració el rostro de Jesús.

Ergueta calló un instante, luego ruborizado murmuró tímidamente:

-¡Oh! qué bueno que es usted -exclamó enajenado Ergueta-. ¡Qué bueno! Usted se ha dignado sonreírme a mí, pecador… ¿Se da cuenta usted? Ha sonreído. A su lado, créame, me siento un muchacho, un «purrete». Quisiera adorarlo toda la vida, ser su guardaespalda. Ahora no pecaré más, toda la vida voy a pensar en usted, y pobre del que dude de usted… le rompo el alma…

Jesús lo miraba.

Entonces Ergueta, queriendo ofrecer lo mejor de sí mismo, dijo:

-Yo me arrodillo ante usted. -Avanzó unos pasos y llegando frente a Jesús inclinó la cabeza, apoyó una rodilla en el pedregal dorado, iba a prosternarse cuando Jesús avanzó su mano taladrada, la apoyó en su hombro, y dijo:

-Vente. Sígueme siempre y no peques más, porque tu alma es hermoso como la de los ángeles que alaban al Señor.

Quiso hablar, pero ya el vacío y el silencio lo rodeaban vertiginosamente. Ergueta comprendió que había entrado en el conocimiento de Dios. Ello era bien claro, porque al volverse a una voces que sonaban en la sala oscura, un loco mudo de nacimiento exclamó, mirándolo con extrañeza:

-Parece que venís del cielo.

Ergueta lo miró asombrado.

-Sí, porque, como los santos, tenes una rueda de luz en la cabeza.

Ergueta, suavemente atemorizado, se apoyó en el muro.

Un loco tuerto, que hasta entonces permanecía callado, exclamó:

-Milagros… vos haces milagros. Al mundo le devolviste el habla.

La conversación despertó a un tercer poseído, que se pasaba los días matando imagi­narios piojos entre sus callosos dedos desgastados, y el barbudo, volviendo su cara pálida, dijo:

-Vos viniste a resucitar a los muertos…

-Y a darle la vista a los ciegos -interrumpió el mundo.

-Y también a los tuertos -aseguró el loco a quien faltaba un ojo-, porque ahora veo de este lado.

El mudo, sosteniendo su busto con los dos brazos apoyados en el colchón, continuó:

-Pero vos no sos vos, sino Dios que está en tu cuerpo.

Ergueta, anonadado, aseveró:

-Es cierto, hermanos… no soy yo… sino Dios que está en mí… ¿Cómo podría yo, miserable burdelero, hacer milagros?

-¿Por qué no haces otro milagro?

-Yo no vine a eso, sino a predicar el verbo del Dios Vivo.

El matador de piojos recogió un pie sobre su rodilla y malévolamente insistió:

-Debías hacer un milagro.

El mudo colocó su almohada en el piso de la sala y sentándose encima de ella, dijo:

-Yo no hablo más.

Ergueta se apretó las sienes, aturdido de lo que veía. Meditó amablemente el tuerto:

-Sí, vos debías resucitar ese muerto.

-¡Si no hay ningún muerto aquí!

El tuerto avanzó cojeando hasta Ergueta, lo tomó de un brazo y casi arrastrándolo lo llevó hasta una cama frontera, donde yacía inmóvil un hombrecito de cabeza redonda y nariz enorme.

El mundo se acercó apretando los labios.

-¿No ves que está muerto?

-Se murió esta tarde -rezongó el tuerto.

-Les digo que ese hombre no está muerto -exclamó irritado Ergueta, convencido de que los otros lo burlaban; pero el matador de piojos saltó de su lecho, se acercó a la otra cama, inclinóse sobre el hombrecito de cabeza redonda y de tal forma empujó el cuerpo inmóvil que éste, al caer, resonó opacamente en el piso de la sala, quedando entre las dos camas con las piernas hacia arriba, semejante a la horqueta de un árbol recién podado.

-¿Viste que está muerto?

Los cuatro locos permanecían consternados en torno de la horqueta, recuadrados por el celeste rectángulo de luna, con los camisones inflados por el viento.

-¿Viste que está muerto? -repitió el barbudo.

-Hacé un milagro -suplicó el tuerto-. ¿Cómo vamos a creer en El si vos no haces un milagro? ¿Qué te cuesta hacerlo?

El mundo, inclinando repentinamente la cabeza, le hacía señales de aquiescencia a Ergueta.

Gravemente se inclinó sobre el cadáver, iba a pronunciar las palabras de Vida, mas súbitamente los muros de la sala giraron los planos del cubo ante sus ojos, un viento oscuro aulló en sus orejas y otra vez tuvo tiempo de ver los tres locos recuadrados por el celeste rectángulo de luna, con los camisones inflados por el viento, mientras que él resbalaba por una tangente que cortaba el girante torbellino de tinieblas, en la inconsciencia.

El Suicida

Erdosain permaneció a los pies de la Coja quizá una hora. Las anteriores emociones se disolvían en su actual modorra. Sentíase extraño a todo lo ocurrido en el transcurso del día. La angustia y la malevolencia se endurecían en su pecho como el fango bajo el sol. Permane­cía, sin embargo, inmóvil, sometido al poder de la somnolencia oscura que se desprendía de su cansancio. Pero su frente se arrugaba. Y a través de la niebla y de la oscuridad crecía su otra desesperación, el temor sin esperanza de verse perdido como un fantasma a la orilla de un dique de granito. Las aguas grises trazaban franjas de distinta altura que corrían en opues­ta dirección. Chalupas de hierro llevaban borrosas gentes hacia remotos emporios. Habían allí, además, una mujer acicalada como una cocotte, con un barboquejo de diamantes y que apoyaba los codos en la mesa de una taberna y se apretaba las mejillas entre los dedos enjoyados. Y mientras ella hablaba, Erdosain se rascaba la punta de la nariz. Mas como esta actitud no era explicable, Erdosain recordó que habían aparecido cuatro mocitas con el ves­tido hasta las rodillas y el pelo amarillo desgreñado en torno de sus caras caballunas. Y las cuatro mocitas, al pasar a su lado, alargaron un platillo. Fue entonces cuando Erdosain se preguntó: «¿Es posible que puedan alimentarse haciendo sólo eso?» Entonces la estrella, la cocotte, que bajo la barbilla tenía una papada de brillantes, le respondió que sí, que las cuatro mocitas vivían limosneando, y comenzó a hablar de un príncipe ruso, con su voz más feme­nina, cuyo género de vida, aunque ella trataba de aparejarlo, no condecía con el que llevaba las cuatro mocitas. Y recientemente entonces Erdosain pudo explicarse satisfactoriamente por qué razón se rascaba la punta de la nariz mientras la preciosa hablaba.

Mas su tristeza creció cuando vio la silenciosa gente, volver la cabeza, subir a los vagones de un convoy largo, que tenía todas las persianas bajas. Nadie preguntaba por itine­rarios ni estaciones. A veinte pasos de allí, un desierto de polvo extendía su confín oscuro. No se divisaba la locomotora, pero sí escuchó el doloroso rechinar de las cadenas al aflojarse los frenos. Podía correr, el tren se deslizaba despacio, alcanzarlo, trepar por la escalerilla y quedarse un instante en la plataforma del último vagón, viendo cómo el convoy adquiría velocidad. Erdosain estaba aún a tiempo para alejarse de esa soledad gris sin ciudades oscu­ras… pero inmovilizado por su enorme angustia, quedóse allí mirando con un sollozo deteni­do en la garganta, el último vagón con las ventanillas rigurosamente cerradas.

Cuando lo vio entrar en la curva de los entrerrieles que cubría la muralla de niebla, comprendió que se había quedado sólo para siempre en el desierto de ceniza, que el tren no retornaría jamás, que siempre continuaría deslizándose taciturno, con todas las persianas de sus vagones estrictamente cerradas.

Lentamente retiró el rostro de las rodillas de Hipólita. Había dejado de llover. Sus piernas estaban heladas, le dolían las articulaciones. Miró un instante el rostro de la mujer dormida, esfumado en la claridad azulada que entraba por los cristales, y con extraordinaria precaución se puso de pie. Las cuatro mocitas de rostro caballuno y el pelo amarillo encres­pado, estaban aún en él. Pensó:

«Debía matarme… -Mas al observar el cabello rojo de la mujer dormida, sus ideas tomaron otro giro más pesado-: Debe ser cruel. Y podría matarla, sin embargo -apretó el cabo del revólver en el bolsillo-. Bastaría un tiro en el cráneo. La bala es de acero y sólo haría un agujerito. Eso si, se le saltarían los ojos de las órbitas y quizá la nariz echara sangre. ¡Pobre alma! Y debe haber sufrido mucho. Pero debe ser cruel».

Una malevolencia cautelosa lo inclinó sobre ella. A medida que miraba a la dormida sus ojos adquirían una fijeza de enajenado, mientras con la mano en el bolsillo levantaba el percutor, apretando el gatillo. Un trueno retumbó a lo lejos, y esa extraña incoherencia que envolvía como un velo su cerebro se apartó de él; entonces con numerosas precauciones cogió su perramus, cerró los postigos evitando que crujieran las bisagras, y salió.

Al bajar las escaleras reconoció con alegría que tenía hambre.

Se dirigió a una de las tantas churrasquerías que hay junto al mercado Spineto, y apresuradamente recorrió algunas cuadras.

Rodaba la luna sobre la violácea cresta de una nube, las veredas a trechos, bajo la luz lunar, diríanse cubiertas de planchas de zinc, los charcos centelleaban profundidades de plata muerta, y con atorbellinado zumbido corría el agua, lamiendo los cordones de granito. Tan mojada estaba la calzada, que los adoquines parecían soldados por reciente fundición de estaño.

Erdosain entraba y salía de las sombras celestes que oblicuamente cortaban las fa­chadas. El olor a mojado comunicaba a la soledad matutina cierta desolación marítima.

Indudablemente, no se encontraba en sus cabales. Lo preocupaban aún las cuatro mocitas de cara caballuna, y el mar siniestro con sus olas de hierro. El pesado hedor de aceite quemado que vomitaba la puerta amarilla de una lechería, le causó náuseas, y entonces, cambiando de idea, se dirigió a un prostíbulo que recordó había en la calle Paso, más cuando llegó, la puerta estaba ya cerrada y desconcertado, tiritando de frío, la boca con sabor a sulfato de cobre, entró a un café donde acababan de levantar las cortinas metálicas. Después de larga espera, le sirvieron el té que había pedido.

Pensó en la mujer dormida. Entrecerró los ojos, y apoyando la cabeza en el muro, se entregó con más desconsuelo a sus penas.

No sufría por él, el hombre inscripto con un nombre en el registro civil, sino que su conciencia, apartándose del cuerpo, lo miraba como al de un extraño, y se decía:

-¿Quién tendrá piedad del hombre?

Y estas palabras, que acertaba a recoger su pensamiento, lo turbaban llenándolo de dolorosa ternura por invisibles prójimos.

-Caer… caer siempre más bajo. Y sin embargo, otros hombres son felices, encuen­tran el amor, pero todos sufren. Lo que ocurre es que unos se dan cuenta y otros no. Algunos lo atribuyen a lo que no tienen. Pero qué sueño estúpido ése. Sin embargo, la cara de ella era linda. Lo que tenía de lógica era lo que decía respecto al príncipe aventurero. ¡Ah! poder dormir en el fondo del mar, en una pieza de plomo con vidrios gruesos. Dormir años y años mientras la arena se amontona, y dormir. Por eso tiene razón el Astrólogo. Día vendrá en que la gente hará la revolución, porque les falta un Dios. Los hombres se declararán en huelga hasta que Dios no se haga presente.

Un amargo olor de cianuro llegó hasta él; y percibiendo a través de los párpados la lechosa claridad de la mañana, sintióse diluido como si se hallara en el fondo del mar y la arena subiera indefinidamente sobre su chozo de plomo. Alguien le tocó la espalda.

Abrió los ojos al tiempo que el mozo del café le decía:

-Aquí no se puede dormir.

Iba a replicar, mas el criado se apartó para ir a despertar a otro durmiente. Era éste un hombre grueso, que había dejado caer la calva cabeza sobre los brazos cruzados encima de la tabla de la mesa.

Pero el durmiente no respondía a las voces del mozo, y entonces extrañado se aproxi­mó el patrón, un hombre que tenía bigotes tan enormes como manubrios de bicicleta, y de tal forma lo sacudió a su parroquiano, que éste quedó doblado sobre la silla, sin caer porque lo afirmaba el canto de la mesa.

Erdosain se levantó extrañado, mientras que patrón y mozo, mirándose, observaban de reojo al singular cliente.

El durmiente permaneció en posición absurda. La cabeza caída sobre un hombro, dejaba ver su cara chata, mordida de viruelas con los círculos negros de unas gafas ahuma­das. Un hilo de baba rojiza manchaba su corbata verde, escapando de entre los labios azulados. El codo del desconocido apretaba en la mesa una hoja de papel escrito. Comprendieron que estaba muerto. Llamaron a la policía, pero Erdosain no se movía de allí, encurioseado por el espectáculo del siniestro suicida de las gafas negras, cuya piel se cubría lentamente de man­chas azules. Y el olor de almendras amargas que estaba inmóvil en el aire, parecía escaparse de entre las quijadas abiertas.

Llegó un auxiliar de policía, luego un sargento, más tarde dos vigilantes y un oficial inspector, y dicha gente merodeaba en torno del muerto, como si éste fuera una res. De pronto el auxiliar, dirigiéndose al oficial inspector, dijo:

-¿No sabe quién es?

El sargento sacó del bolsillo del cadáver la adición de un hotel, varias monedas, un revólver, tres cartas lacradas.

-¿Así que éste es el que mató a la muchacha de la calle Talcahuano?

Le quitaron los anteojos al muerto, y ahora se le veían los ojos, las pupilas bisqueando, la córnea vuelta hacia arriba, los párpados teñidos de rojo como si hubiera llorado lágrimas desangre.

-¿No le decía? -continuó el auxiliar-. Aquí está la cédula de identidad.

-Iba a ir a Ushuaia para toda la vida.

Entonces Erdosain, al escuchar estas palabras, recordó como si hiciera mucho tiem­po que lo hubiera leído. (Y sin embargo, no era así. La mañana anterior se había enterado en un diario). El muerto era un estafador. Abandonó a su esposa y cinco hijos para vivir en concubinato con otra mujer de la que tenía tres hijos, pero hacía dos noches, quizá harto de la barragana, se presentó en un hotel de la calle Talcahuano en compañía de una jovencita de diecisiete años, su nueva amante. Y a las tres de la madrugada le tapó suavemente la cabeza con una almohada, disparándole un balazo en el oído. Nadie en el hotel escuchó nada. A las ocho de la mañana el asesino se vistió, dejó entreabierta la puerta, y llamando a la camarera le dijo que no despertara a la señora hasta las diez, porque estaba muy cansada. Luego salió, y recién a las doce del día fue descubierta la muerta.

Pero lo que le impresionó extraordinariamente a Erdosain fue pensar que el asesino había estado cinco horas en compañía de la muerta, cinco horas junto al cadáver de la joven­cita en la soledad de la noche… y que debía de haberla querido mucho.

¿Mas él no había pensado lo mismo horas antes frente a la mujer de cabello rojo? ¿Era aquello una reminiscencia inconsciente o el suicida allí doblado?…

Llegó el carro de la Asistencia Pública y el muerto fue cargado.

Luego lo interrogaron. Erdosain manifestó lo poco que sabía como testigo, y salió intrigado a la calle. Una pregunta inconcreta y dolorosa estaba en el fondo de su conciencia.

Recordaba ahora que el cadáver tenía la boca de los pantalones enfangada, la camisa sucia y húmeda y, a pesar de ello, ¿cómo había llegado a hacerse querer por la jovencita que mató? ¿Existía entonces el amor? A pesar de sus dos mujeres y de sus ocho hijos dispersos y de su vida crapulosa de ladrón y estafador, el asesino amaba. Y se lo imaginó en la noche hosca, allí, en ese hotel frecuentado por prostitutas e individuos de profesión indefinida, en una habitación de empapelado despedazado, mirando sobre la almohada empapada de sangre la cérea carita de la muchacha enfriada. Cinco horas sombrías contemplando la muerta, que antes le apretaba entre sus brazos desnudos. Pensando así llegó a la plaza Once, dolorosamente estupefacto.

Eran las cinco de la mañana. Entró a la estación del ferrocarril, miró en redor, y como tenía sueño se refugió en un rincón de la sala de espera.

A las ocho lo despertó de su profundo sueño el ruido que con las maletas hizo un pasajero. Se restregó con los puños los párpados adoloridos. En un cielo sin nubes brillaba el sol.

Salió, subiendo a un ómnibus que se dirigía a Constitución. El Astrólogo le esperaba en la estación de Témperley. Su recia figura engabanada, con la chistera echada sobre los ojos y los bigotazos caídos a lo galo, fue distinguida inmediatamente por Erdosain.

-Está muy pálido -dijo el Astrólogo.

-¿Estoy pálido?

-Amarillo.

-He dormido mal… para peor he visto un suicidio esta mañana…

-Bueno, aquí tiene el cheque.

Erdosain lo examinó. Era por quince mil trescientos setenta y tres pesos; al portador, pero con la fecha atrasada de dos días.

-¿Por qué atrasó la fecha?

-Inspirará más confianza. El empleado de banco sabe que si ese cheque se hubiera perdido, a la hora que usted se presentara a cobrarlo habría ya orden de secuestro.

-¿Protestó?…

-No… sonreía. Ese hombre piensa hacernos meter en la cárcel a todos… ¡ah!… antes de ir al banco, vaya a una peluquería y hágase afeitar…

-¿Y el otro está advertido?

-No, cuando sea el momento lo despertaremos.

Faltaban pocos minutos para la llegada del tren. Erdosain lo miró sonriendo al As­trólogo y dijo:

-¿Qué haría usted si yo me escapara?

El otro, con los dedos en horqueta, se sobó los bigotes, y luego:

-Eso es tan imposible como que el tren que viene aquí no pare aquí.

-Pero admitámoslo por un momento.

-No puedo. Si por un momento admitiera eso, no sería usted el que fuera a cobrar el cheque… ¡Ah!… ¿Quién era el que se suicidó esta mañana?

-Un asesino. Curioso. Mató a una muchachita que no quería ir a vivir con él.

-Fuerzas perdidas.

-¿Y usted sería capaz de matarse?

-No… Usted comprende que yo estoy destinado para un fin más alto.

Erdosain lanzó una pregunta extraña:

-Dígame, ¿usted cree que las pelirrojas son crueles?

-Tanto no… pero más bien asexuales; de allí que esa frialdad con que examinan las cosas causa una impresión agria. El Rufián Melancólico me contaba que en su larga carrera de macró había conocido muy pocas prostitutas de cabello rojo… Ya sabe. No se olvide de afeitarse. Vaya al banco a las once, no antes. ¿Usted almuerza conmigo hoy, no?

Sí, hasta luego.

Tras de Erdosain subió el Mayor, que le hizo una amistosa señal al Astrólogo. Erdosain no lo vio.

Y ya hundido y en su butaca, Erdosain pensó:

-Es un hombre extraordinario. ¡Cómo diablos ha conocido que no lo engañaré¿ Si acierta en las otras cosas como en ésta triunfará -y vencido por el balanceo del tren se ador­meció otra vez.

Tras de él estaba el Mayor. Y ya en el banco, con el corazón golpeando fuertemente, se acercó a la ventanilla cuando el empleado pagador lo llamó:

-¿Quiere grueso o menudo?

-Grueso.

-Firme.

Erdosain firmó el reverso del cheque. Creyó que le pedirían cédula de identidad, mas el empleado, impasible, con sus brazos protegidos de manguitos de lustrina, contó diez billetes de a mil pesos, cinco de quinientos y el resto en moneda menor. Y aunque Erdosain deseaba huir de miedo, escrupulosamente recontó el dinero, lo puso en su cartera, colocó ésta en el bolsillo de su pantalón, cogiéndola fuertemente, y salió a la calle.

Entre bosques de nubes blancas, aparecía como metal recién lavado, un caracol de cielo. Erdosain se sintió feliz. Pensó que en otros climas y bajo un espacio siempre azul como el que miraba debían existir mujeres singulares, de cabelleras lujosas y rostros lisos, con grandes ojos almendrados, sombrosos en la oscuridad de las largas pestañas. Y que el aire siempre perfumado saldría de las grutas de la mañana hacia las bocacalles de las ciudades, escalonadas sobre los céspedes de los jardines, sobrepujando con sus esféricas torres las empenachadas crestas de los parques y terrazas.

Y el rostro romboidal del Astrólogo, con las guías de los bigotes caídas a lo largo de las comisuras de los labios, y su chistera de cochero de punto, lo entusiasmó; luego pensó que unido a la sociedad podría continuar sus ensayas de electrotécnica, y ahora cruzaba las calles semejante a un emperador venido a menos, sin reparar que su prestancia seducía a las plan­chadoras que pasaban con la cesta bajo el brazo, y emocionaba a las pantaloneras que regre­saban de las tiendas con pesados bultos.

Inventaría el Rayo de la Muerte, un siniestro relámpago violeta cuyos millones de amperios fundirían el acero de los dreadnoughts, como un horno funde una lenteja de cera, y haría saltar en cascajos las ciudades de portland, como si las soliviantaran volcanes de trinitrotolueno. Veíase convertido en Dueño del Universo. Con una esquela terminante citaba a los Embajadores de las Potencias. Encontrábase en un desmesurado salón de muros encristalados, cuyo centro lo ocupaba una mesa redonda. En rededor hundidos en las poltro­nas estaban los viejos diplomáticos, cabezas calvas, semblantes plomizos, miradas duras y furtivas. Algunos golpeaban con el revés del lápiz el cristal de la mesa, otros fumaban silen­ciosos, y un gigantesco negro libreado de verde se mantenía inmóvil junto al terciopelo rojo de los cortinones que cubrían la entrada.

¡Y él! Erdosain, Augusto Remo Erdosain, el ex ladrón, el ex cobrador, se levantaba. Su busto modelado por un negro saco cruzado se reflejaba en el vidrio de la mesa con los cuatro dedos de la mano derecha calzados en el bolsillo, y en la izquierda algunos papeles. Ya de pie, examinaba con ojos glaciales el impasible rostro de los Embajadores. Una palidez terrible le inmovilizaba con su frío delicioso. Héroes de todas las épocas sobrevivían en él. Ulises, Demetrio, Aníbal, Loyola, Napoleón, Lenin, Mussolini, cruzaban ante sus ojos como grandes ruedas ardientes, y se perdían en un declive de la tierra solitaria bajo un crepúsculo que ya no era terrestre.

Sus palabras caían en sonidos breves, con choques sólidos de acero. Y seducido por la teatralidad del espectáculo, se contemplaba en un imaginario espejo, estremecido y airado.

Imponía condiciones.

Los Estados debían entregarle sus flotas de guerra, millares de cañones y gavillas de fusiles. Luego de cada raza se seleccionarían algunos cientos de hombres, se les aislaría en una isla, y el resto de la humanidad era destruida. El Rayo volaba las ciudades, esterilizaba campos, convertía en cenizas las razas y los bosques. Se perdería para siempre el recuerdo de toda ciencia, de todo arte y belleza. Una aristocracia de cínicos, bandoleros sobresaturados de civilización y escepticismo, se adueñaba del poder, con él a la cabeza. Y como el hombre para ser feliz necesita apoyar sus esperanzas en una mentira metafísica, ellos robustecerían el clero, instaurarían una inquisición para cercenar toda herejía que socavara los cimientos del dogma o la unidad de creencia que sería la absoluta unidad de la felicidad humana, y el hombre restituido al primitivo estado de sociedad, se dedicaría como en tiempos de los faraones a las tareas agrícolas. La mentira metafísica devolvería al hombre la dicha que el conocimiento le había secado en brote dentro del corazón. Sus palabras caían con sonidos cortos y secos, como los choques de cubos de acero. Y decía a los Embajadores:

-La ciudad de nosotros, los Reyes, será de mármol blanco y estará a la orilla del mar. Tendrá un diámetro de siete leguas y cúpulas de cobre rosa, lagos y bosques. Allí vivirán los santos de oficio, los patriarcas bribones, los magos fraudulentos, las diosas apócrifas. Toda ciencia será magia. Los médicos irán por los caminos disfrazados de ángeles, y cuando los hombres se multipliquen demasiado, en castigo de sus crímenes, luminosos dragones volado­res derramarán por los aires vibriones de cólera asiático.

«El hombre vivirá en plena etapa de milagro, y será millonario de fe. Durante las noches proyectaremos en las nubes, con poderosos reflectores, la «entrada del Justo en el Cielo». ¿Se imaginan ustedes? Súbitamente, por sobre las montañas surge un rayo verde y lila, y las nubes se cubren de un jardín donde el aire blanco flota como copos de nieve. Un ángel de alas color de rosa cruza los canteros, se detiene ante la verja del Paraíso, y con los brazos abiertos los recibe al «Justo», un hombre de pueblo, con sombrero abollado, larga barba y garrote. ¿Comprenden ustedes pillos, profesionales, cínicos y eximios? ¿Compren­den? El ángel de las alas color de rosa, lo recibe al hombre que en la tierra suda y sufre. ¿Se dan cuenta que genial es mi idea, qué maravilloso el fácil milagro? Y las multitudes adorarán de rodillas a Dios, y únicamente el cielo no existirá para nosotros, bandoleros tristes que tenemos el poder, la ciencia y la verdad inútil».

Temblaba al hablar.

-Seremos como dioses. Donaremos a los hombres milagros estupendos, deliciosas bellezas, divinas mentiras, les regalaremos la convicción de un futuro tan extraordinario, que todas las promesas de los sacerdotes serán pálidas frente a la realidad del prodigio apócrifo. Y entonces, ellos serán felices… ¿Comprenden, imbéciles?

De un encontronazo un faquín lo arrojó contra un muro. Erdosain se detuvo espanta­do, apretó el dinero convulsivamente en su bolsillo, y excitado, ferozmente alegre como un tigrecito suelto en un bosque de ladrillo, escupió a la fachada de una casa de modas, dicien­do:

-Serás nuestra, ciudad.

Tras él caminaba el Mayor.

El guiño

En Témperley lo esperaba el Astrólogo. Una sonrisa llena de bondad iluminaba su rostro. Erdosain casi corrió a su encuentro, pero el otro, tomándolo de los brazos, lo detuvo un instante mirándolo a los ojos, luego, tuteándolo, cosa que no había hecho nunca, le dijo:

-¿Estás contento?

Erdosain se ruborizó. En aquel instante un doble misterio quedó revelado en su con­ciencia. Aquel hombre no mentía, y sintióse tan amigo de él, que ahora hubiera querido conversar indefinidamente, narrarle los pormenores más íntimos de su vida desgraciada, y sólo atinó a decir:

-Sí, estoy muy contento.

El Astrólogo se detuvo un momento en el andén de la estación. Ahora lo trataba de usted como de costumbre.

-¿Sabe? Muchos llevamos un superhombre adentro. El superhombre es la voluntad en su máximo rendimiento, sobreponiéndose a todas las normas morales y ejecutando los actos más terribles, como un género de alegría ingenua… algo así como el inocente juego de la crueldad.

-Sí y ya uno no siente miedo ni angustia, es como si anduviera caminando encima de las nubes.

-Claro, lo ideal sería despertar en muchos hombres esta ferocidad jovial e ingenua. A nosotros nos toca inaugurar la era del Monstruo Inocente. Todo se hará, sin duda alguna. Es cuestión de tiempo y audacia, pero cuando se den cuenta que el espíritu se les hunde en la letrina de esta civilización, antes de ahogarse van a torcer el camino. Lo que hay es que el hombre no ha reparado que está enfermo de cobardía y de cristianismo.

-¿Pero usted no quería cristianizar a la humanidad?

-No, al montón… pero si ese proyecto fracasa tomaremos un camino contrario. No­sotros no hemos sentado principio alguno todavía, y lo práctico será acaparar los principios más opuestos. Como en una farmacia, tendremos las mentiras perfectas y diversas, rotuladas para las enfermedades más fantásticas del entendimiento y del alma.

-¿Sabe que usted me resulta el loco de la usina, como le decía ayer Barsut?

-Lo que llamamos locura es la descostumbre del pensamiento de los otros. Vea, si ese changador le confesara las ideas que se le ocurren, usted le encerraría en un manicomio. Naturalmente, como nosotros debe haber pocos… lo esencial es que de nuestros actos recoja­mos vitalidad y energía. Allí está la salvación.

-¿Y Barsut?

-Ni sospecha lo que le espera.

-¿Y cómo lo eliminará?

-Bromberg lo estrangulará… No sé, es una cuestión que no me atañe.

Bajo el sol, evitando los charcos, se encaminaban hacia la morada. Y Erdosain se decía:

-Y la ciudad de nosotros, los Reyes, será de mármol blanco y estará a la orilla del mar… y seremos como dioses. -Y mirándole con los ojos resplandecientes, dijo a su compa­ñero-: ¿Sabe usted que algún día seremos como dioses?

-Es lo que la gente bestia no comprende. Los han asesinado a los dioses. Pero día vendrá que bajo el sol correrán por los caminos gritando: «Lo queremos a Dios, lo necesita­mos a Dios». ¡Qué bárbaros! Yo no me explico cómo lo han podido asesinar a Dios. Pero nosotros los resucitaremos… inventaremos unos dioses hermosos… supercivilizados… ¡y qué otra cosa será entonces la vida!

-¿Y si fracasara todo?

-No importa… vendrá otro… vendrá otro que me substituirá. Así tiene que suceder. Lo único que debemos desear es que la idea germine en las imaginaciones… el día que esté en muchas almas, sucederán cosas hermosas.

Erdosain asombrábase de su serenidad.

No temía ya nada, y nuevamente recordó el salón de los Embajadores, y su mirada malévola se recogió en la turbación de los ancianos diplomáticos, cabezas calvas, semblantes plomizos, miradas duras y furtivas, y entonces, sin poderes contener, exclamó:

-¡Qué tanto «joder» para retorcerle el pescuezo a esa bestia!

El otro lo miró sorprendido.

-¿Está nervioso o es que se enoja solo, como los elefantes?

-No, me revienta esta carga de escrúpulo antiguo.

-Así son los mocitos -repuso el Astrólogo-. Su vida es parecida a la de un gato entre

una puerta entreabierta.

-¿Asisto a la ejecución?

-¿Le interesa?

-Mucho.

Pero al atravesar la puerta de la quinta, una náusea le revolvió el estómago y sintió en la garganta el reflejo gástrico de un vómito. Apenas si se podía tener en pie. En sus ojos las formas estaban veladas por una neblina lechosa. De las articulaciones le colgaban los brazos con pesantez de miembros de bronce. Caminaba sin conciencia de la distancia; el aire le pareció que se vitrificaba, el suelo ondulaba bajo sus plantas, a momentos la vertical de los árboles se convertía en un zig-zag dentro de sus ojos. Respiraba con fatiga, tenía la lengua reseca e inútilmente trataba de humedecerse los labios apergaminados y las fauces ardientes, y sólo una voluntad de vergüenza lo mantenía en pie.

Cuando entreabrió los ojos descendía por la escalerilla de la cochera en compañía de Bromberg.

El Hombre que vio a la Partera marchaba como atontado con la greñuda cabellera alborotada. Tenía los pantalones superfluamente sostenidos por la pretina, y un trozo de camisa blanca como la punta de un pañuelo escapaba de su bragueta. Y se tapaba la boca con el puño arrojando enormes bostezos. Pero su mirada somnolienta, perdidosa, parecía ajena a su actitud de patán. Eran hermosos ojos los suyos, serios e incoherentes como los de las grandes bestias, entre los párpados pestañudos que sombreaban sus ojeras en un redondo y fino rostro de doncella. Erdosain lo miró, pero el otro pareció no verle, sumergido en su magnífica incoherencia. Luego miró embobado al Astrólogo, éste le hizo una seña con la cabeza y después de abrirle el candado entraron los tres al establo.

Barsut se levantó de un brinco: iba a hablar. Bromberg describió una curva en el aire y un choque de cráneos contra las tablas retumbó en la cochera. En el polvo el sol alargaba un losange amarillo. Del montón informe se desprendían ronquidos sordos. Erdosain seguía con curiosidad cruel la lucha, y de pronto de la cintura de Bromberg, que estaba abultado sobre Barsut con los dos enormes brazos tensos en la sujeción de un pescuezo contra el suelo, se desprendió el pantalón, quedando con las nalgas blancas en descubierto y la camisa sobre los riñones. Y el sordo ronquido no fue ya. Hubo un instante de silencio, mientras el asesino, semidesnudo, inmóvil, oprimía más fuertemente la garganta del muerto.

Erdosain miraba, nada más.

El Astrólogo aguardaba con el reloj en la mano. Así estuvieron dos minutos, que en Erdosain no tuvieron longitud.

-Basta, ya está.

Torpe, con el pelo pegado a la frente, volvióse Bromberg, y sin fijar en nadie su mirada incoherente, cogió ruborizado las puntas de su pantalón, abrochándoselo apresurada­mente.

Había salido de la cochera el asesino. Erdosain lo siguió, y el Astrólogo, que era el último, se volvió a mirarlo al estrangulado.

Este permanecía en el suelo, con la cabeza vuelta hacia el techo, las mandíbulas distendidas y la lengua pegada al vértice de los labios torcidos en una comisura que descubría los dientes.

En esa circunstancia ocurrió un suceso extraño, del que no se dio cuenta Erdosain. El Astrólogo, deteniéndose bajo el dintel de la cochera, volvió el rostro hacia el muerto, enton­ces Barsut, levantando los hombros hasta las orejas, estiró el cuello y mirándolo al Astrólogo guiñó un párpado. Este se tocó el ala del sombrero con el índice y salió a reunirse con Erdosain, quien sin poderse contener, exclamó:

-¿Y eso es todo?

-El Astrólogo levantó hacia él una mirada burlona.

-¿Pero se creía usted que «eso» es como en el teatro?

-¿Y cómo lo va a hacer desaparecer?

-Disolviéndolo en ácido nítrico. Tengo tres damajuanas. Pero, hablando de todo un poco, ¿tiene noticias de la rosa de cobre?

-Sí, salió lo más bien. Los Espila están contentísimos. Anoche precisamente vi una muy buena muestra.

-Bueno, almorzaremos… que bien nos lo hemos ganado. Pero cuando iban a entrar en el comedor, el Astrólogo dijo:

-¿Cómo… no nos lavamos las manos?

Erdosain lo miró sorprendido e instintivamente levantó las manos hasta donde se cruzaban las solapas de su saco para mirárselas. Entonces, apresuradamente, en silencio, se encaminaron hasta el cuarto de baño, despojándose de los sacos, abrieron las canillas. Erdosain cogió un trozo de jabón y concienzudamente, arremangado hasta los codos, se frotó con él. Luego puso los brazos bajo el chorro de agua y se secó vigorosamente en la toalla. Mas antes de salir, el Astrólogo efectuó un acto extraño.

Cogiendo la toalla la arrojó al fondo de la bañadera, tomó un frasco de alcohol, vertiendo su contenido sobre ella, luego encendió un fósforo, y durante un minuto los dos semblantes en el cuarto oscuro fueron iluminados por las azuladas llamas del inflamable que consumía el tejido. Luego, por todo resto quedó allí un negruzco depósito de cenizas: el Astrólogo abrió una canilla, nuevamente el agua corría arrastrando la liviana carbonización, y entonces ambos salieron para el comedor.

Una sonrisa irónica retozaba en el rostro de Erdosain.

-¿Así que ha hecho como Pilatos, en?

-Tiene razón, e inconscientemente.

En el comedor sombroso las entreabiertas persianas dejaban ver el jardín. Tiernos tallos de madreselva trepaban hasta las maderas del marco. Insectos transparentes resbalaban en el aire junto al limonero y las paredes blancas se reflejaban en la rubia opacidad del piso encerado. Los flecos del mantel caían en torno de las patas cuadradas de la mesa. En un florero etrusco, un ramo de claveles desparramaba su a pimentada fragancia, y los cubiertos plateados brillaban sobre el lino y en la loza; las sombras se enroscaban como rulos en la vitrea convexidad de las copas, o se extendía en franjas triangulares sobre los platos. En una fuente ovalada había una mayonesa de langostinos.

El Astrólogo sirvió vino. Comían en silencio. Luego el Astrólogo trajo caldo amari­llo de yemas de huevos, una bandeja de espárragos nadando en aceite, ensalada de alcachofas y más tarde pescado. Como postres hubo ricota rociada de canela y fruta.

Después sirvió café, y Erdosain le entregó el dinero. El Astrólogo lo recontó:

-Aquí tiene tres mil quinientos. Hágase varios trajes. Usted es un buen mozo y es conveniente que ande elegante.

-Muchas gracias… pero oiga… estoy muerto de sueño. Voy a dormir un rato. ¿Quiere despertarme a las cinco?

-Cómo no, venga. -Y el Astrólogo lo acompañó hasta su dormitorio. Erdosain se quitó los botines, extenuado ya, arrojó el saco en el respaldar de la cama. Un ardor enorme le quemaba los párpados, su pecho se cubrió de sudor espeso y no pensó más.

Despertó ya oscurecido, al ruido del Astrólogo que abría una persiana. Volvióse sobresaltado, mientras que el otro le decía:

-¡Por fin! Hace veintiocho horas que está durmiendo. -Mas como expresara duda, el

Astrólogo le alcanzó los diarios del día, y, ciertamente, habían pasado dos días.

Erdosain saltó de la cama pensando en Hipólita.

-Es necesario que me vaya.

-Usted dormía que parecía un muerto. Nunca he visto a nadie dormir así, con tal cansancio, hasta con el olvido de las necesidades naturales… pero, a propósito, ¿de dónde sacó usted esa historia del suicida del café? He visto los diarios de ayer a la noche y de esta mañana. Ninguno trae esa noticia. Usted la ha soñado.

-Sin embargo, yo puedo enseñarle el café.

-Pues soñó en el café, entonces.

-Puede ser… no tiene importancia… ¿y eso?…

-Ya está.

-¿Todo?

-Todo.

-¿Y el ácido?

-Lo volcaremos en el sumidero.

-¿Así que ya?…

-Es como si no hubiera existido nunca.

-Al despedirse del Astrólogo, éste le dijo:

-Véngase el miércoles a las cinco. A la noche tendremos reunión. No se olvide de comprarse un traje de confección mientras le hacen los otros. No falte, que estará el Buscador de Oro, el Rufián y otros, otros. Cambiaremos ideas y acuérdese de que tengo mucho interés en la cuestión de los gases asfixiantes. Hágase un proyecto para fábrica reducida de cloro y fosgeno. Ah, y a ver si puede averiguar qué diablo es el gas mostaza. Destruye cualquier substancia que no esté protegida por un impermeable empapado en aceite.

-El fosgeno es oxicloruro de carbono.

-No pierda tiempo, Erdosain. Una fábrica chica. Que puede servir de escuela de química revolucionaria. Recuerde que nuestras actividades se pueden dividir en tres partes. El Buscador de Oro estará encargado de lo relacionado con la colonia, usted con las indus­trias, Haffner con los prostíbulos. Ahora que tenemos dinero no hay que perder tiempo. Es necesario que trabaje. ¿Qué me dice usted si organizamos una usina que llegue a ser en la Argentina lo que fue la Krupp en Alemania? Hay que tener confianza. De lo nuestro pueden salir muchas sorpresas. Somos descubridores que no saben sino en conjunto hacia dónde van (1). ¡Y eso mismo quién sabe!…

Erdosain fijó un segundo los ojos en el semblante romboidal del otro, luego, sonrien­do burlonamente, dijo:

-¿Sabe que usted se parece a Lenin?

Y antes de que el Astrólogo pudiera contestarle, salió.


(1) Los personajes de esta novela continúan su accionar en la obra «Los lanzallamas».