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Capítulo Primero

La sorpresa

Al abrir la puerta de la gerencia, encristalada de vidrios japoneses, Erdosain quiso retroceder; comprendió que estaba perdido, pero ya era tarde.

Lo esperaban el director, un hombre de baja estatura, morrudo, con cabeza de jabalí, pelo gris cortado a «lo Humberto I», y una mirada implacable filtrándose por sus pupilas grises como las de un pez: Gualdi, el contador, pequeño, flaco, meloso, de ojos escrutadores, y el subgerente, hijo del hombre de cabeza de jabalí, un guapo mozo de treinta años, con el cabello totalmente blanco, cínico en su aspecto, la voz áspera y mirada dura como la de su progenitor. Estos tres personajes, el director inclinado sobre unas planillas, el subgerente recostado en una poltrona con la pierna balanceándose sobre el respaldar, y el señor Gualdi respetuosamente de pie junto al escritorio, no respondieron al saludo de Erdosain. Sólo el subgerente se limitó a levantar la cabeza:

-Tenemos la denuncia de que usted es un estafador, que nos ha robado seiscientos pesos.

-Con siete centavos -agregó el señor Gualdi, a tiempo que pasaba un secante sobre la firma que en una planilla había rubricado el director. Entonces, éste, como haciendo un gran esfuerzo sobre su cuello de toro, alzó la vista. Con los dedos trabados entre los ojales del chaleco, el director proyectaba una mirada sagaz, a través de los párpados entrecerrados, al tiempo que sin rencor examinaba el demacrado semblante de Erdosain, que permanecía im­pasible.

-¿Por qué anda usted tan mal vestido? -interrogó.

-No gano nada como cobrador.

-¿Y el dinero que nos ha robado?

-Yo no he robado nada. Son mentiras.

-Entonces, ¿está en condiciones de rendir cuentas, usted?

-Si quieren, hoy mismo a mediodía.

La contestación lo salvó transitoriamente. Los tres hombres se consultaron con la mirada, y, por último, el subgerente, encogiéndose de hombros, dijo bajo la aquiescencia del padre:

-No… tiene tiempo hasta mañana a las tres. Tráigase las planillas y los recibos… Puede irse.

Lo sorprendió tanto esa resolución que permaneció allí tristemente, de pie, mirándo­los a los tres. Sí, a los tres. Al señor Gualdi, que tanto lo había humillado a pesar de ser un socialista; al subgerente, que con insolencia había detenido los ojos en su corbata deshilachada: al director, cuya tiesa cabeza de jabalí rapado se volvía a él, filtrando una mirada cínica y obscena a través de la raya gris de los párpados entrecerrados.

Sin embargo, Erdosain no se movía de allí… Quería decirles algo, no sabía cómo, pero algo que les diera a comprender a ellos toda la desdicha inmensa que pesaba sobre su vida; y permanecía así, de pie, triste, con el cubo negro de la caja de hierro ante los ojos, sintiendo que a medida que pasaban los minutos su espalda se arqueaba más, mientras que nerviosamente retorcía el ala de su sombrero negro, y la mirada se le hacía más huida y triste. Luego, bruscamente, preguntó.

-¿Entonces, puedo irme?

-Sí…

-No… Entréguele los recibos a Suárez y mañana a las tres esté aquí, sin falta, con todo.

-Sí… todo… -y volviéndose, salió sin saludar.

Por la calle Chile bajó hasta Paseo Colón. Sentíase invisiblemente acorralado. El sol descubría los asquerosos interiores de la calle en declive. Distintos pensamientos bullían en él, tan desemejantes, que el trabajo de clasificarlos le hubiera ocupado muchas horas.

Más tarde recordó que ni por un instante se le había ocurrido preguntarse quién podría haberlo denunciado.

Estados de Conciencia

Sabía que era un ladrón. Pero la categoría en que se colocaba no le interesaba. Quizá la palabra ladrón no estuviera en consonancia con su estado interior. Existía otro sentimiento y ése era el silencio circular entrado como un cilindro de acero en la masa de su cráneo, de tal modo que lo dejaba sordo para todo aquello que no se relacionara con su desdicha.

Este círculo de silencio y de tinieblas interrumpía la continuidad de sus ideas, de forma que Erdosain no podía asociar, con el declive de su razonamiento, su hogar llamado casa con una institución designada con el nombre de cárcel.

Pensaba telegráficamente, suprimiendo preposiciones, lo cual es enervante. Conoció horas muertas en las que hubiera podido cometer un delito de cualquier naturaleza, sin que por ello tuviera la menor noción de su responsabilidad. Lógicamente, un juez no hubiera entendido tal fenómeno. Pero él ya estaba vacío, era una cáscara de hombre movida por el automatismo de la costumbre.

Si continuó trabajando en la Compañía Azucarera no fue para robar más cantidades de dinero, sino porque esperaba un acontecimiento extraordinario -inmensamente extraordi­nario- que diera un giro inesperado a su vida y lo salvara de la catástrofe que veía acercarse a su puerta.

Esta atmósfera de sueño y de inquietud que lo hacía circular a través de los días como un sonámbulo, la denominaba Erdosain, «la zona de la angustia».

Erdosain se imaginaba que dicha zona existía sobre el nivel de las ciudades, a dos metros de altura, y se le representaba gráficamente bajo la forma de esas regiones de salinas o desiertos que en los mapas están revelados por óvalos de puntos, tan espesos como las ovas de un arenque.

Esta zona de angustia era la consecuencia del sufrimiento de los hombres. Y como una nube de gas venenoso se trasladaba pesadamente de un punto a otro, penetrando murallas y atravesando los edificios, sin perder su forma plana y horizontal; angustia de dos dimensiones que guillotinando las gargantas dejaba en éstas un regusto de sollozo.

Tal era la explicación que Erdosain se daba cuando sentía las primeras náuseas de la pena.

-¿Qué es lo que hago con mi vida? -decíase entonces, queriendo quizás aclarar con esta pregunta los orígenes de la ansiedad que le hacía apetecer una existencia en la cual el mañana no fuera la continuación de hoy con su medida de tiempo, sino algo distinto y siem­pre inesperado como en los desenvolvimientos de las películas norteamericanas, donde el pordiosero de ayer es el jefe de una sociedad secreta de hoy, y la dactilógrafa aventurera una multimillonaria de incógnito.

Dicha necesidad de maravillas que no tenía posibles satisfacciones -ya que él era un inventor fracasado y un delincuente al margen de la cárcel- le dejaba en las cavilaciones subsiguientes una rabiosa acidez y los dientes sensibles como después de masticar limón.

En estas circunstancias compaginaba insensateces. Llegó a imaginarse que los ricos, aburridos de escuchar las quejas de los miserables, construyeron jaulones tremendos que arrastraban cuadrillas de caballos. Verdugos escogidos por su fortaleza cazaban a los tristes con lazo de acogotar perros, llegándole a ser visible cierta escena: una madre, alta y desmelenada, corría tras el jaulón de donde, entre los barrotes, la llamaba su hijo tuerto, hasta que un «perrero», aburrido de oírla gritar, la desmayó a fuerza de golpes en la cabeza, con el mango del lazo.

Desvanecida esta pesadilla, Erdosain se decía horrorizado de sí mismo:

-¿Pero qué alma, qué alma es la que tengo yo? -Y como su imaginación conservaba el impulso motor que le había impreso la pesadilla, continuaba: -Yo debo haber nacido para lacayo, uno de esos lacayos perfumados y viles con quienes las prostitutas ricas se hacen prender los broches del pórtasenos, mientras el amante fuma un cigarro recostado en el sofá.

Y nuevamente sus pensamientos caían de rebote en una cocina situada en los sótanos de una lujosísima mansión. En torno de la mesa movíanse dos mucamas, además del chofer y un árabe vendedor de ligas y perfumes. En dicha circunstancia él gastaría un saco negro que no alcanzaba a cubrirle el trasero, y corbatita blanca. Súbitamente lo llamaría «el señor», un hombre que era su doble físico, pero que no se afeitaba los bigotes y usaba lentes. El no sabía qué es lo que deseaba de él su patrón, mas nunca olvidaría la mirada singular que éste le dirigió al salir de la estancia. Y volvía a la cocina para conversar de suciedades, con el chofer que, ante el regocijo de las mucamas y el silencio del árabe pederasta, contaba como había pervertido a la hija de una gran señora, cierta criatura de pocos años.

Y volvía a repetirse:

-Sí, yo soy un lacayo. Tengo el alma de un verdadero lacayo -y apretaba los dientes de satisfacción al insultarse y rebajarse de ese modo ante sí mismo.

Otras veces se veía saliendo de la alcoba de una soltera vieja y devota, llevando con unción un pesado orinal, mas en ese momento le encontraba un sacerdote asiduo de la casa que sonriendo, sin inmutarse, le decía:

-¿Cómo vamos de deberes religiosos, Ernesto? -Y él, Ernesto, Ambrosio o José, viviría torvamente una vida de criado obsceno e hipócrita.

Un temblor de locura le estremecía cuando pensaba en esto.

Sabía, ¡ah, qué bien lo sabía!, que estaba gratuitamente ofendiendo, ensuciando su alma. Y el terror que experimenta el hombre que en una pesadilla cae al abismo en que no morirá, padecíalo él mientras deliberadamente se iba enlodando.

Porque a instantes su afán era de humillación, como el de los santos que besaban las llagas de los inmundos; no por compasión, sino para ser más indignos de la piedad de Dios, que se sentiría asqueado de verles buscar el cielo con pruebas tan repugnantes.

Mas cuando desaparecían de él esas imágenes, y sólo quedaba en su conciencia el «deseo de conocer el sentido de la vida», decíase:

-No, yo no soy un lacayo… de verdad que no lo soy… -y hubiera querido ir a pedirle a su esposa que se compadeciera de él, que tuviera piedad de sus pensamientos tan horribles y bajos. Mas el recuerdo de que por ella se había visto obligado a sacrificarse tantas veces, le colmaba de un rencor sordo, y en esas circunstancias hubiera querido matarla.

Y bien sabía que algún día ella se entregaría a otro y aquél era un sumado elemento más a los otros factores que componían su angustia.

De allí que cuando defraudó los primeros veinte pesos, se asombró de la facilidad con que se podía hacer «eso», quizá porque antes de robar creyó tener que vencer una serie de escrúpulos que en sus actuales condiciones de vida no podía conocer. Decíase luego:

-Es cuestión de tener voluntad y hacerlo, nada más.

Y «eso» aliviaba la vida, con «eso» tenía dinero que le causaba sensaciones extrañas porque nada le costaba ganarlo. Y lo asombroso para Erdosain no consistía en el robo, sino que no se revelara en su semblante que era un ladrón. Se vio obligado a robar porque ganaba un mensual exiguo. Ochenta, cien, ciento veinte pesos, pues este importe dependía de las cantidades cobradas, ya que su sueldo se componía de una comisión por cada ciento cobrado.

Así, hubo días que llevó de cuatro a cinco mil pesos, mientras él, malamente alimen­tado, tenía que soportar la hediondez de una cartera de cuero falso en cuyo interior se amon­tonaba la felicidad bajo la forma de billetes, cheques, giros y órdenes al portador.

Su esposa le recriminaba las privaciones que cotidianamente soportaba; él escucha­ba en silencio sus reproches y luego, a solas, se decía:

-¿Qué es lo que puedo hacer yo?

Cuando tuvo la idea, cuando una pequeñita idea lo cercioró de que podía defraudar a sus patrones, experimentó la alegría de un inventor. ¿Robar? ¿Cómo no se le había ocurrido antes?

Y Erdosain se asombró de su incapacidad llegando hasta reprocharse falta de inicia­tiva, pues en esa época (tres meses antes de los sucesos narrados) sufría necesidades de toda naturaleza, a pesar de que diariamente pasaban por sus manos crecidas cantidades de dinero.

Y lo que facilitó sus maniobras fraudulentas fue la falta de administración que había en la Compañía Azucarera.

El terror en la calle

Sin duda alguna su vida era extraña, porque a veces una esperanza apresurada lo lanzaba a la calle.

Entonces tomaba un ómnibus y bajaba en Palermo o en Belgrano. Recorría pensativamente las silenciosas avenidas, diciéndose:

-Me verá una doncella, una niña alta, pálida y concentrada, que por capricho maneje su Rolls-Royce. Paseará tristemente. De pronto me mira y comprende que yo seré el único amor de toda la vida, y esa mirada que era un ultraje para todos los desdichados, se posará en mí, cubiertos los ojos de lágrimas.

El ensueño se desenroscaba sobre esta necedad, mientras lentamente se deslizaba a la sombra de las altas fachadas y de los verdes plátanos, que en los blancos mosaicos des­componían su sombra en triángulos.

-Será millonada, pero yo le diré: «Señorita, no puedo tocarla. Aunque usted quisiera entregárseme, no la tomaría». Ella me mirará sorprendida; entonces yo le diré: «Y todo es inútil, ¿sabe?, es inútil, porque estoy casado». Pero ella le ofrecerá una fortuna a Elsa para que se divorcie de mí, y luego nos casaremos, y en su yate nos iremos al Brasil.

Y la simplicidad de este sueno se enriquecía con el nombre de Brasil que, áspero y caliente, proyectaba ante él una costa sonrosada y blanca, cortando con aristas y perpendicu­lares al mar tiernamente azul. Ahora la doncella había perdido su empaque trágico y era -bajo la seda blanca de su vestido sencillo como el de una colegiala- una criatura sonriente, tímida y atrevida a la vez.

Y Erdosain pensaba:

-No tendremos nunca contacto sexual. Para hacer más duradero nuestro amor, refre­naremos el deseo, y tampoco la besaré en la boca, sino en la mano.

Y se imaginaba la felicidad que purificaría su vida, si tal imposible aconteciera, pero era más fácil detener la tierra en su marcha que realizar tal absurdo. Entonces decíase entris­tecido de un coraje vago:

-Bueno, seré «cafisho». -Y de pronto un horror más terrible que los otros horrores le destornillaba la conciencia. El tenía la sensación de que todas las muescas de su alma sangra­ban como bajo la mecha de un torno, y paralizado el entendimiento, embotado de angustia, iba a loca ventura en busca de lenocinios. Entonces supo el terror del fraudulento, el terror luminoso que es como el estallido de un gran día de sol en la convexidad de una salitrera.

Se dejó arrastrar por los impulsos que retuercen al hombre que se siente por primera vez a las puertas de la cárcel, impulsos ciegos que conducen a un desdichado a jugarse la vida en un naipe o en una mujer. Quizá buscando en el naipe y en la hembra una consolación brutal y triste, quizá buscando en todo lo más vil y hundido cierta certidumbre de pureza que lo salvará definitivamente.

Y en las calurosas horas de la siesta, bajo el sol amarillo caminó por las aceras de mosaicos calientes en busca de los prostíbulos más inmundos.

Escogía con preferencia aquellos en cuyos zaguanes veía cáscaras de naranja y re­gueros de ceniza y los vidrios forrados de bayeta roja o verde, protegidos por mallas de alambre.

Entraba con la muerte en el alma. En el patio, bajo el recuadrado cielo azul, había generalmente un solo banco pintado de ocre, y sobre él se dejaba caer extenuado, soportando la glacial mirada de la regenta, mientras esperaba la salida de la pupila, una mujer horrorosa de flaca o de gorda.

Y la meretriz le gritaba desde la puerta entreabierta del dormitorio, en cuyo interior se escuchaba el ruido de un hombre que se vestía:

-¿Vamos, querido? -y Erdosain entraba al otro dormitorio, zumbándole los oídos y con una niebla girante en las pupilas.

Luego se recostaba en el lecho barnizado de color de hígado, encima de las mantas sucias por los botines, que protegían la colcha.

Súbitamente sentía deseos de llorar, de preguntarle a esa horrible morcona qué cosa era el amor, el angélico amor que los coros celestiales cantaban al pie del trono de Dios vivo, pero la angustia le taponaba la laringe mientras que de repugnancia el estómago se le cerraba como un puño.

Y en tanto la prostituta dejaba estar la movediza mano encima de sus ropas. Erdosain se decía:

-¿Qué he hecho de mi vida?

Una rayo de sol sesgaba el cristal de la banderola cubierta de telas de araña, y la meretriz, con la mejilla apoyada en la almohada y una pierna cargada sobre la suya, movía lentamente la mano mientras él entristecido se decía:

-¿Qué es lo que he hecho de mi vida?

Súbitamente el remordimiento le entristecía el alma, se acordaba de su esposa que por falta de dinero tenía que lavarse la ropa a pesar de estar enferma, y entonces, asqueado de sí mismo, saltaba del lecho, le entregaba el dinero a la prostituta, y sin haberla usado, huía hacia otro infierno a gastar el dinero que no le pertenecía, a hundirse más en su locura que aullaba a todas horas.

Un hombre extraño

A las diez de la mañana Erdosain llegó a Perú y Avenida de Mayo. Sabía que su problema no tenía otra solución que la cárcel, porque Barsut seguramente no le facilitaría el dinero. De pronto se sorprendió.

En la mesa de un café estaba el farmacéutico Ergueta.

Con el sombrero hundido hasta las orejas y las manos tocándose por los pulgares sobre el grueso vientre, cabeceaba con una expresión agria, abotargada, en su cara amarilla.

Lo vidrioso de sus ojos saltones, su gruesa nariz ganchuda, las mejillas flácidas y el labio inferior casi colgante, le daban la apariencia de un cretino.

Enfundaba su macizo cuerpazo en un traje color de canela, y, a momentos, inclinan­do el rostro apoyaba los dientes en el puño de marfil de su bastón.

Por ese desgano y la expresión canalla de su aburrimiento tenía el aspecto de un tratante de blancas. Inesperadamente sus ojos se encontraron con los de Erdosain que iba a su encuentro, y el semblante del farmacéutico se iluminó con una sonrisa pueril. Aun sonreía cuando le estrechaba la mano a Erdosain, que pensó:

-¡Cuántas lo han querido por esa sonrisa!

Involuntariamente, la primera pregunta de Erdosain fue:

-Y, ¿te casaste con Hipólita?..

-Sí, pero no te imaginas el bochinche que se armó en casa…

-¿Qué… supieron que era de «la vida»?

-No… eso lo dijo ella después. ¿Vos sabes que Hipólita antes de «hacer la calle» trabajó de sirvienta?…

-¿Y?..

-Poco después que nos casamos fuimos mamá, yo, Hipólita y mi hermanita a lo de una familia. ¿Te das cuenta qué memoria la de esa gente? Después de diez años reconocieron a Hipólita que fue sirvienta de ellos. ¡Algo que no tiene nombre! Yo y ella nos vinimos por un camino y mamá y Juana por otro. Toda la historia que yo inventé para justificar mi casamien­to, se vino abajo.

-¿Y por qué confesó que fue prostituta?

-Un momento de rabia. ¿Pero no tenía razón? ¿No se había regenerado? ¿No me aguantaba a mí, a mí, que les he sacado canas verdes a ellos?

-¿Y cómo te va?

-Muy bien… La farmacia da setenta pesos diarios. En Pico no hay otro que conozca la Biblia como yo. Lo desafié al cura a una controversia y no quiso agarrar viaje.

Erdosain miró repentinamente esperanzado a su extraño amigo. Luego le preguntó:

-¿Jugás siempre?

-Sí, y Jesús, por mi mucha inocencia, me ha revelado el secreto de la ruleta.

-¿Qué es eso?

-Vos no sabes… el gran secreto… una ley de sincronismo estático… Ya fui dos veces a Montevideo y gané mucho dinero, pero esta noche salimos con Hipólita para hacer saltar la banca.

Y de pronto lanzó la embrollada explicación:

-Mirá, le jugás hipotéticamente una cantidad a las tres primeras bolas, una a cada docena. Si no salen tres docenas distintas se produce forzosamente el desequilibrio. Marcas, entonces, con un punto la docena salida. Para las tres bolas que siguen quedará igual la docena que marcaste. Claro está que el cero no se cuenta y que jugás a las docenas en series de tres bolas. Aumentas entonces una unidad en la docena que no tiene alguna cruz, dismi­nuís en una, quiero decir, en dos unidades la docena que tiene tres cruces, y esta sola base te permite deducir la unidad menor que las mayores y se juega la diferencia a la docena o a las docenas que resulten.

Erdosain no había entendido. Contenía su deseo de reír a medida que su esperanza crecía, pues era indudable que Ergueta estaba loco. Por eso replicó:

-Jesús sabe revelar esos secretos a los que tienen el alma llena de santidad.

-Y también a los idiotas -arguyó Ergueta clavando en él una mirada burlona, a medi­da que guiñaba el párpado izquierdo-. Desde que yo me ocupo de esas cosas misteriosas, he hecho macanas grandes como casas, por ejemplo, casarme con esa atorranta…

-¿Y sos feliz con ella?

-…creer en la bondad de la gente, cuando todo el mundo lo que tira es a hundirlo a uno y hacerle fama de loco…

Erdosain, impaciente, frunció el ceño, luego:

-¿Cómo no querés que te tengan por loco? Vos fuiste, según tus propias palabras, un gran pecador. Y de pronto te convertís, te casas con una prostituta porque eso está escrito en la Biblia; hablas a la gente del cuarto sello y del caballo amarillo… claro… la gente tiene que creer que estás loco porque esas cosas no las conoces ni por las tapas. ¿A mí no me tienen también por loco porque he dicho que habría de instalar una tintorería para perros y metalizar los puños de las camisas?… Pero yo no creo que estés loco. No, no lo creo. Lo que hay en vos es un exceso de vida, de caridad y de amor al prójimo. Ahora, eso de que Jesús te haya revelado el secreto de la ruleta me parece medio absurdo…

-Cinco mil pesos gané en las dos veces…

-Pongamos que sea cierto. Pero lo que te salva a vos no es el secreto de la ruleta, sino el hecho de tener una hermosa alma. Sos capaz de hacer el bien, de emocionarte ante un hombre que está a las puertas de la cárcel…

-Eso sí que es verdad -interrumpió Ergueta-. Fíjate que hay otro farmacéutico en el pueblo que es un tacaño viejo. El hijo le robó cinco mil pesos… y después vino a pedirme un consejo. ¿Sabes lo que le aconsejé yo? Que lo amenazara al padre con hacerlo meter preso por vender cocaína si lo denunciaba.

-¿Ves cómo te comprendo yo? Vos querías salvar el alma del viejo haciéndole come­ter un pecado al hijo, pecado del que éste se arrepentiría toda la vida. ¿No es así?

-Sí, en la Biblia está escrito: «Y el padre se levantará contra el hijo contra el padre»…

-¿Ves? Yo te entiendo a vos. No sé para lo que estás predestinado… El destino de los hombres es siempre incierto. Pero creo que tenes por delante un camino magnífico. ¿Sabes? Un camino raro…

-Seré el Rey del Mundo. ¿Te das cuenta? Ganaré en todas las ruletas el dinero que quiera. Iré a Palestina, a Jerusalén y reedificaré el gran templo de Salomón…

-Y salvarás de la angustia a mucha gente buena. Cuántos hay que por necesidad defraudaron a sus patrones, robaron dinero que les estaba confiado. ¿Sabes? La angustia… Un tipo angustiado no sabe lo que hace… Hoy roba un peso, mañana cinco, pasado veinte, y cuando se acuerda debe cientos de pesos. Y el hombre piensa. Es poco… y de pronto se encuentra con que han desaparecido quinientos, no, seiscientos pesos con siete centavos. ¿Te das cuenta? Esa es la gente que hay que salvar… a los angustiados, a los fraudulentos.

El farmacéutico meditó un instante. Una expresión grave se disolvió en la superficie de su semblante abotargado; luego, calmosamente, agregó:

-Tenes razón… el mundo está lleno de «turros», de infelices… pero ¿cómo remediar­lo? Esto es lo que a mí me preocupa. ¿De qué forma presentarle nuevamente las verdades sagradas a esa gente que no tiene fe?…

-Pero si la gente lo que necesita es plata… no sagradas verdades.

-No, es que eso pasa por el olvido de las Escrituras. Un hombre que lleva en sí las sagradas verdades no lo roba a su patrón, no defrauda a la compañía en que trabaja, no se coloca en situación de ir a la cárcel del hoy a la mañana.

Luego se rascó pensativamente la nariz y continuó:

-Además, ¿quién no te dice que eso sea para bien? ¿Quiénes van a hacer la revolu­ción social, sino los estafadores, los desdichados, los asesinos, los fraudulentos, toda la cana­lla que sufre abajo sin esperanza alguna? ¿O te crees que la revolución la van a hacer los cagatintas y los tenderos?

-De acuerdo, de acuerdo… pero, en tanto llega la revolución social, ¿qué hace ese desdichado? ¿Qué hago yo?

Y Erdosain, tomándolo de un brazo a Ergueta, exclamó:

-Porque yo estoy a un paso de la cárcel, ¿sabes? He robado seiscientos pesos con siete centavos.

El farmacéutico guiñó lentamente el párpado izquierdo y luego dijo:

-No te aflijas. Los tiempos de tribulación de que hablan las Escrituras han llegado. ¿No me he casado yo con la Coja, con la Ramera? ¿No se ha levantado el hijo contra el padre y el padre contra el hijo? La revolución está más cerca de lo que la desean los hombres. ¿No sos vos el fraudulento y el lobo que diezma el rebaño?…

-Pero, decíme, ¿vos no podes prestarme esos seiscientos pesos?

El otro movió lentamente la cabeza:

-Te juro que los debo.

De pronto ocurrió algo inesperado.

El farmacéutico se levantó, extendió el brazo y haciendo chasquear la yema de los dedos, exclamó ante el mozo del café que miraba asombrado la escena:

-Rajá, turrito, rajá.

Erdosain, rojo de vergüenza, se alejó. Cuando en la esquina volvió la cabeza, vio que Ergueta movía los brazos hablando con el camarero.

El odio

Su vida se desangraba. Toda su pena descomprimida extendíase hacia el horizonte entrevistó a través de los cables y de los «trolleys» de los tranvías y súbitamente tuvo la sensación de que caminaba sobre su angustia convertida en una alfombra. Así como los caballos que, desventados por un toro se enredan en sus propias entrañas, cada paso que daba le dejaba sin sangre los pulmones. Respiraba despacio y desesperaba de llegar jamás. ¿A dónde? Ni lo sabía.

En la calle Piedras se sentó en el umbral de una casa desocupada. Estuvo varios minutos, luego echó a caminar rápidamente y el sudor corría por su semblante como en los días de excesiva temperatura.

Así llegó hasta Cerrito y Lavalle.

Al poner una mano en el bolsillo encontró que tenía un puñado de billetes y entonces entró en el bar Japonés. Cocheros y rufianes hacían rueda en torno de las mesas. Un negro con cuello palomita y alpargatas negras se arrancaba los parásitos del sobaco, y tres «polacos» polacos, con gruesos anillos de oro en los dedos, en su jerigonza, trataban de prostíbulos y alcahuetas. En otro rincón varios choferes de taxímetros jugaban a los naipes. El negro que se despiojaba miraba en redor, como solicitando con los ojos que el público ratificara su opera­ción, pero nadie hacía caso de él.

Erdosain, pidió café, apoyó la frente en la mano y se quedó mirando el mármol.

-¿De dónde sacar los seiscientos pesos?

Luego pensó en Gregorio Barsut, el primo de su mujer.

Ya no le preocupaba la actitud de Ergueta. Ante sus ojos se materializaba la taciturna figura del otro, de Gregorio Barsut, con la cabeza rapada, la nariz huesuda de ave de presa, los ojos verdosos y las orejas en punta como las del lobo. Su presencia le hacía temblar las manos dejándole la boca seca. Le volvería a pedir dinero esa noche. Seguramente a las nueve y media estaría en su casa como de costumbre. Y lo reveía. Amontonando una conversación abundante de pretextos vagos para visitarle, torrentes de palabras que lo entontecían a Erdosain, que con la boca sedienta y las manos temblorosas, no se atrevía a echarlo de su casa.

Y Gregorio Barsut debía darse cuenta de la repulsión que Erdosain experimentaba hacia él, porque más de una vez le dijo:

-Parece que mi conversación te desagrada, ¿no? -lo cual no era óbice para que fuera a su casa con frecuencia fastidiosa.

Erdosain se apresuró a negarle, y trató aparentemente de interesarse en la cháchara del otro, que conversaba horas seguidas, sin ton ni son, espiando siempre el rincón sudeste del cuarto. ¿Qué es lo que se proponía con esa actitud? Erdosain a su vez se consolaba de tales momentos desagradables pensando que el otro vivía acosado por la envidia y ciertos sufrimientos atroces que no tenían motivo de ser.

Una noche dijo Gregorio, en presencia de la esposa de Erdosain, que raramente

asistía a esas conversaciones, pues se quedaba en otro cuarto cerrando la puerta para no escuchar las voces:

-¡Qué notable sería que me volviera loco y los matara a ustedes a tiros, suicidándome luego!

Sus ojos oblicuos estaban fijos en el rincón sudeste del cuarto, y sonreía mostrando los dientes puntiagudos, como si las palabras que antes había dicho no pasaran de una broma. Pero Elsa, mirándolo muy seria, le dijo:

-Que sea la última vez que hables de esta manera en mi casa. Si no, no volvés a pisar aquí.

Gregorio trató de disculparse. Pero ella salió y en toda la noche no volvió a dejarse ver.

Continuaron los dos hombres charlando, el otro más pálido, la frente estrecha carga­da de tumultuosas contracciones, pasándose a momentos la ancha mano por su cepillo de cabello color de bronce.

Erdosain no se explicaba el odio que le había cobrado a Barsut. Le suponía grosero, mas ello se contradecía con ciertos sueños de Gregorio, en los que aparecía en descubierto una naturaleza vaga, extraña, delicada, movida por los más inexplicables sentimientos.

Otras veces su grosería aparente o real, trocábase en repugnante, y frente a Erdosain, que reprimía su indignación desdibujando en los labios un esquince pálido, Barsut amonto­naba obscenidades sin nombre, por el solo placer de ultrajar la sensibilidad del otro.

Era un duelo invisible, odioso, sin un fin inmediato, tan irritante que Erdosain des­pués que Barsut salía, se juraba no recibirlo al otro día. Pocas horas antes de anochecer ya Erdosain estaba pensando en él.

Muchas veces el otro llegaba, y antes de sentarse comenzaba a hablar.

-¿Sabes?… he tenido un sueño raro anoche.

Y clavados los ojos en el rincón sudeste del cuarto, sin sonreír, con una expresión casi dolorosa en el semblante sucio, con barba de tres días, Barsut monologaba lentamente, contaba sus terrores de hombre de veintisiete años, la preocupación que le había dejado en el entendimiento el guiño de un pez tuerto, y relacionando el pez tuerto con la mirada fisgona de una anciana alcahueta que quería que se casara con su hija que se dedicaba al espiritismo, derivaba la conversación hacia cada absurdo que de pronto, Erdosain, olvidándose de su rencor, se preguntaba si el otro no estaría loco. Elsa, indiferente a todo, cosía en la habitación medianera, mientras un profundo malestar inmovilizaba a Erdosain.

Percibía éste una vibración de impaciencia, entrechocando sus dedos por los nudi­llos, y el esfuerzo efectuado para ocultar este temblor, lo fatigaba. Si pronunciaba alguna palabra lo hacía con extraordinaria dificultad, como si tuviera rígidos los labios por un baño de cola.

Apoyando un codo en la mesa y corrigiendo la rodillera de su pantalón, Barsut se quejaba a veces de que nadie le quería, mirando largamente a Erdosain al decir esto. Otras veces se burlaba de sus presentimientos y de un fantasma que decía ver en un rincón del excusado de la pensión donde vivía, fantasma que era una mujer gigantesca con una escoba entre las manos y los brazos delgados y la mirada arpía. En algunas oportunidades admitía que si no estaba enfermo terminaría por estarlo. Erdosain, fingiéndose cuidadoso de su salud, le preguntaba por los síntomas, aconsejándole reposo y cama, y como insistiera sobre esto. Barsut, malévolamente, le replicó una vez:

-¿Te molesta tanto mi presencia?

Otras veces Barsut llegaba siniestramente alegre, con una jovialidad de ebrio tacitur­no que le ha pegado fuego a un depósito de petróleo, y espatarrándose en el comedor,

palmeteándolo a Erdosain en la espalda, con insistencia molesta, le preguntaba:

-¿Cómo te va? ¿Qué tal? ¿Cómo te va?

A Barsut le centelleaban los ojos, y Erdosain permanecía allí triste, encogido, pre­guntándose qué era lo que lo apocaba en presencia de ese hombre, que siempre permanecía sentado en la orilla de la silla y espiando obstinadamente el rincón del comedor.

Y evitaban el mirarse a los ojos.

Había entre ellos una situación indefinida, oscura. Una de esas situaciones que dos hombres que se desprecian toleran por razones independientes de sus voluntades.

Erdosain odiaba a Barsut, pero con un rencor gris, tramposo, compuesto de malos ensueños y peores posibilidades. Y lo que hacía más intenso este odio era la falta de motivos.

A veces dábase a trenzar las imágenes de alguna venganza atroz, y con el ceño fruncido compaginaba desastres. Pero al otro día, al llamar Barsut a la puerta de calle. Erdosain se estremecía como una adúltera a la llegada de su esposo, y hasta una vez llegó a encoleri­zarse con Elsa, porque demoró en abrirle la puerta a Barsut, agregando a modo de comentario destinado a ocultar su cobardía ante ella:

-Va a creer que no queremos recibirlo. Para eso es mejor decirle que no venga más.

Faltaba el motivo concreto, y ese rencor subterráneo su extendía en él como un cán­cer. Erdosain encontraba en cada gesto de Barsut razones para encorajinarse y desearle muer­tes atroces. Y Barsut, como si presintiera los sentimientos del otro, parecía ejecutar ex profe­so las groserías más repugnantes. Así, Erdosain no olvidó jamás este hecho:

Fue un anochecer en que habían ido a tomar un vermouth. Acompañando la bebida, el mozo trajo un platito de papas en ensalada, con mostaza. Barsut clavó con tal avidez el escarbadiente en un trozo de papa que volcó la ensalada sobre el mármol ennegrecido por el roce de las manos y la ceniza de los cigarrillos. Erdosain lo observó, irritado. Entonces, Barsut, burlándose, recogió pedazo por pedazo y al llegar al último restregó con éste la mostaza derramada en el mármol, llevándoselo después a la boca con una sonrisa irónica.

-Podrías lamer el mármol -observó Erdosain asqueado.

Barsut le dirigió una mirada extraña, casi provocativa. Luego inclinó la cabeza y su lengua enjugó el mármol.

-¿Estás contento?

Erdosain palideció.

-¿ Te has vuelto loco?

-¿Qué? ¿Te vas a hacer mala sangre?

Y de pronto Barsut, riéndose, amable, disuelta esa especie de frenesí que lo había enfoscado toda la tarde, se levantó diciendo futilezas.

De ese hecho no se olvidó ya más Erdosain: la cabeza rapada, color de bronce, inclinada sobre el mármol y una lengua adherida a la viscosidad de la piedra amarilla.

Y muchas veces imaginaba que Barsut lo recordaba a través de los días con el odio que se le toma a las personas a quienes se han hecho demasiadas confidencias. Pero no se podía dominar, porque apenas llegaba a la casa de Erdosain, volcaba en las orejas de éste cubos de desdichas, aunque sabía que Erdosain se regocijaba con ellas.

Y es que Remo provocaba sus confidencias, y las provocaba con una transitoria pero espontánea compasión, de manera que Barsut sentía desvanecerse su rencor hacia el otro, cuando éste le aconsejaba seriamente. Mas su odio se desenroscaba furiosamente, cuando una rápida y furtiva mirada de Erdosain le revelaba que en éste se desvanecía la piedad y aparecía un maligno goce ante el espectáculo de su vida en parte deshecha, pues aun cuando tenía dinero para vivir mediocremente de renta, sufría el terror de volverse loco como había acontecido con su padre y sus hermanos.

De pronto Erdosain levantó la cabeza. El negro de cuello palomita había terminado de empulgarse y ahora los tres «macrós» se repartían fajos de dinero bajo la ávida mirada de los choferes que, desde la otra mesa, soslayaban con el vértice del ojo. El negro parecía que, bajo la influencia del dinero, iba a estornudar, tan lamentablemente miraba a los rufianes.

Erdosain se puso de pie y pagó. Luego salió diciéndose: -Si Gregorio me falla le pediré al Astrólogo.

Los sueños del inventor

Si alguien le hubiera anticipado a Erdosain, que horas después tramaría el asesinato de Barsut y que asistiría casi impasiblemente a la fuga de su esposa, no lo hubiera creído.

Vagabundeó toda la tarde. Tenía necesidad de estar solo, de olvidarse de las voces humanas y de sentirse tan desligado de lo que lo rodeaba como un forastero en una ciudad en cuya estación perdió el tren.

Anduvo por las solitarias ochavas de las calles Arenales y Talcahuano, por las esqui­nas de Charcas y Rodríguez Peña, en los cruces de Montevideo y Avenida Quintana, apete­ciendo el espectáculo de esas calles magníficas en arquitectura, y negadas para siempre a los desdichados. Sus pies, en las veredas blancas, hacían crujir las hojas caídas de los plátanos, y fijaba la mirada en los óvalos cristales de las grandes ventanas, azogados por la blancura de las cortinas interiores. Aquél era otro mundo dentro de la ciudad canalla que él conocía, otro mundo para el que ahora su corazón latía con palpitaciones lentas y pesadas.

Deteniéndose, observaba los garajes lujosos como patenas, y los verdes penachos de los cipreses en los jardines, defendidos por murallas de cornisas dentadas, o verjas gruesas capaces de detener el ímpetu de un león. La granza roja serpenteaba entre los óvalos de los canteros verdes. Alguna aya con toca gris paseaba por los caminos.

¡Y él debía seiscientos pesos con siete centavos!

Miraba largamente los pasamanos que en los balcones negros fulguraban redondeces de barras de oro, las ventanas pintadas de color gris perla o leche teñida con unas gotas de café, los cristales cuyo espesor debía tornar aguanosa las imágenes de los transeúntes. Las cortinas de gasas, tan livianas que sus nombres debían ser bonitos como la geografía de los países distantes. ¡Qué distinto debía ser el amor a la sombra de esos tules que ensombrecen la luz y atemperan los sonidos!…

Sin embargo, él debía seiscientos pesos con siete centavos. Y la voz del farmacéuti­co repetía ahora en sus orejas:

-Tenes razón… el mundo está lleno de turros… de infelices… pero cómo remediar esto?… ¿De qué forma presentarle las verdades sagradas a esa gente que no tiene fe?…

La pena, como uno de esos arbustos cuyo desarrollo se acelera con la electricidad, crecía en las honduras de su pecho retrepándole hasta la garganta.

Detenido pensaba que cada pesar era un búho que saltaba de una rama a otra de su desdicha. El debía seiscientos pesos con siete centavos y aunque quería olvidarse de ello poniendo sus esperanzas en Barsut o en el Astrólogo, su pensamiento se bifurcaba hacia una calle oscura. Hileras de luces parecían apoyarse en las cornisas. Abajo llenaba el cajón de la calle una neblina de polvo. Pero él caminaba hacia el país de la alegría, olvidado de la Limited Azucarer Company.

¿Qué había hecho de su vida? ¿Era ésa o no hora de preguntárselo? ¿Y cómo podía

caminar si su cuerpo pesaba setenta kilos? ¿O era un fantasma, un fantasma que recordaba sucesos de la tierra?

¡Cuántas cosas se movían en su corazón! ¿Y el otro que se había casado con una prostituta? ¿Y Barsut con su preocupación del pez tuerto y la primogénita de la espiritista? ¿Y Elsa que no entregándosele lo arrojaba a la calle? ¿Estaba loco o no?

Hacíase esta pregunta porque por momentos le extrañaba una esperanza que había surgido en él.

Se imaginaba que desde la mirilla de la persiana de algunos de esos palacios lo estaba examinando con gemelos de teatro cierto millonario «melancólico y taciturno». (Uso estrictamente los términos de Erdosain.)

Y lo curioso es que cuando él pensaba que el «millonario melancólico y taciturno» podía observarlo, componía un semblante compungido y meditativo, y no le miraba el trasero a las criadas que pasaban, fingiendo estar inmovilizado por la atención que prestaba a un gran trabajo interior. Porque se decía que si el «millonario melancólico y taciturno» veía que él le miraba el trasero a las criadas, deduciría de ello que no estaba tan preocupado como para merecer su compasión.

Tan es así, que Erdosain esperaba que el «millonario melancólico y taciturno» lo mandara llamar de un momento a otro al observar su semblante de músculos endurecidos por el sufrimiento de tantos años.

Tanto creció esta obsesión aquella tarde, que de pronto creyó que un granuja de chaleco y rayas rojas y amarillas que estaba en la puerta del hotel examinándole descarada­mente, era el espía del «millonario melancólico y taciturno».

Y el criado lo llamaba. El lo seguía. Cruzaban un jardín erizado de cactus, entraban a un salón y permanecía solo durante unos minutos. Todo el edificio estaba a oscuras. Una lámpara brillaba en un rincón del salón. Sobre la ménsula del piano, piezas de música espar­cían la fragancia de los papeles tocados siempre por manos femeninas. En el alféizar de una ventana cubierta de linones violetas estaba abandonada la cabeza de mármol de una mujer. Veíanse forrados los almohadones de las fraileras de géneros que parecían pinturas cubistas, y sobre el escritorio había ceniceros de bronce negro y polichinelas de mil colores.

¿En qué circunstancia de su vida había estado en el interior de esa sala que ahora se presentaba a su imaginación? No podía recordarlo. Pero veía un gran marco de ébano cuyos biseles paralelos retrepaban hacia un cielo raso blanquísimo, que volcaba su luz de yeso sobre una marina: cierto siniestro puente de madera, bajo cuyos contrafuertes ciclópeos her­vía una multitud de hombres borrosos, manchados por sombras rojizas, y que acarreaban grandes bultos frente a un proceloso mar de hierro colado, sanguinolento, del que se levanta­ba en ángulo recto un muelle de piedra obstaculizado de fraguas, rieles y guinches.

En aquella sala se movía Elsa cuando aun era su novia. Sí quizás, pero, ¿para qué recordarlo? El era el fraudulento, el hombre de los botines rotos, de la corbata deshilachada, del traje lleno de manchas, que se gana la vida en la calle mientras la mujer enferma lava ropas en la casa. El era todo eso y nada más. Por eso lo había mandado llamar el «millonario melancólico y taciturno».

Erdosain, gozoso en el ensueño, en parte hecho plástico, por los espacios de tiempo e imágenes reconstruidas a expensas del gran señor invisible, no quería detenerse ya en su entrevista con el «millonario melancólico y taciturno» que le ofrecía dinero para hacer prác­ticos sus inventos, sino que semejante a esos lectores de folletines policiales que apresurados para llegar al desenlace de la intriga saltean los «puntos muertos» de la novela, Erdosain soslayaba determinadas construcciones interesantes de su imaginación, y se restituía a la calle, aunque en la calle se encontraba.

Entonces, abandonando la esquina de Charcas y Talcahuano, o de Arenales y Rodríguez Peña, echaba a caminar apresurado.

Y los excesos eran desplazados por desmedimientos de esperanza.

Triunfaría, ¡sí!, triunfaría. Con el dinero del «millonario melancólico y taciturno» instalaría un laboratorio de electrotécnica, se dedicaría con especialidad al estudio de los rayos Beta, al transporte inalámbrico de la energía, y al de las ondas electromagnéticas, y sin perder su juventud, como el absurdo personaje de una novela inglesa, envejecería; tan sólo su rostro empalidecería hasta adquirir la blancura del mármol, y sus pupilas chispeantes como las de un mago seducirían a todas las doncellas de la tierra.

Caía la tarde y de pronto recordó que el único que podía salvarle de su horrible situación era el Astrólogo. Esta ocurrencia removió todos sus pensamientos. Quizás el otro tenía dinero. Hasta sospechaba que pudiera ser un delegado bolchevique para hacer propa­ganda comunista en el país, ya que aquél tenía un proyecto de sociedad revolucionaria singularísimo. Sin vacilar, llamó un automóvil y le indicó al chofer que le llevara hasta la estación Constitución. Allí sacó boleto para Témperley.

El edificio que ocupaba el Astrólogo estaba situado en el centro de una quinta boscosa. La casa era chata y sus tejados rojizos se divisaban a mucha distancia sobre la espesura de los árboles silvestres. Por los claros que dejaban los abultamientos, entre el auténtico oleaje de pastos y enredaderas, gruesos insectos de culo negro moscardoneaban todo el día entre la perenne lluvia de hierbajos y tallos. No lejos de la casa, la rueda del molino giraba su cojera de tres paletas sobre un prisma de hierro oxidado, y más allá, sobre la caballeriza, se distin­guían los cristales azules y rojos de una mampara destruida por el orín. Tras del molino y la casa, más allá de las bardas, negreaba la sierra verde botella de un monte de eucaliptos, apenachando de borbotones y cresterías en relieve el cielo de un azul marítimo.

Chupando una flor de madreselva, Erdosain cruzó la quinta hacia la casa. Le parecía estar en el campo, muy lejos de la ciudad, y la vista del edificio lo alegró. Aunque chato, éste tenía dos pisos, con ruinosa balconada en el segundo y un descascarado juego de columnas griegas en el recibimiento, hasta donde trepaba una destruida gradinata, guarnecida de pal­meras.

Los rojizos tejados caían oblicuamente, protegiendo con el alero los tragaluces y ventanitas de las buhardillas, y entre la pimpante hojarasca de los castaños, por encima de la copa de los granados manchados de asteriscos escarlatas, se veía un gallo de cinc moviendo su cola torcida a todos los vientos. En derredor, intrincadamente, surgía el jardín, con amaño de bosquecillo, y ahora en la quietud del atardecer, bajo el sol que aplomaba en el espacio una atmósfera de cristal nacarado, los rosales vertían su perfume potentísimo, tan penetrante, que todo el espacio parecía poblarse de una atmósfera roja y fresca como un caudal de agua.

Erdosain pensó:

-Aunque tuviera una barca de plata con velas de oro y remos de marfil, y el océano se volviera de siete colores lisos, y desde la luna una millonaria con las manos me tirara besos, mi tristeza sería la misma… Mas esto no hay que decirlo. Sin embargo, mejor viviría aquí que allí. Aquí podría tener un laboratorio.

Una camilla mal cerrada goteaba en un tonel. Al pie del poste de una glorieta dormitaba un perro, y cuando se detuvo para llamar frente a la escalinata apareció por la puerta la gigantesca figura del Astrólogo, cubierto con un guardapolvo amarillo y la galera echada sobre la frente, sombreándole el anchuroso rostro romboidal. Algunos mechones de cabello rizado se escapaban sobre sus sienes, y su nariz, con el tabique fracturado en la parte media, estaba extraordinariamente desviada hacia la izquierda. Bajo sus cejas abultadas se movían vivamente unos redondos ojos negros, y esa cara de mejillas duras, surcadas de estrías rugo­sas, daba la impresión de estar esculpida en plomo. ¡Tanto debía de pesar esa cabeza!

¡Ah! ¿Es usted?… Pase. Le voy a presentar al Rufián Melancólico.

Atravesando el vestíbulo oscuro y hediondo a humedad, entraron a un escritorio de muros rameados por un descolorido papel verdoso.

La habitación era francamente siniestra, con su altísimo cielorraso surcado de telara­ñas y la estrecha ventana protegida por el nudoso enrejado. En el enchapado de un armario antiguo, arrinconado, la claridad azulada se rompía en lívidas penumbras. Sentado en un sillón forrado de raído terciopelo verde estaba un hombre vestido de gris, renegrida onda de cabellos le soslayaba la frente, y calzaba botines de cana clara. Onduló el amarillo guarda­polvo del Astrólogo al acercarse al desconocido.

-Erdosain, le voy a presentar a Arturo Haffner.

En otra oportunidad, el fraudulento hubiérale dicho algo al hombre que el Astrólogo llamaba en su intimidad el Rufián Melancólico, quien, después de estrechar la mano de Erdosain, se cruzó de piernas en el sillón, apoyando la azulada mejilla en tres dedos de uñas centellantes. Y Erdosain remiró aquel rostro casi redondo, con laxitud de paz, y en la que sólo denunciaba al hombre de acción de chispa burlona, movediza, en el fondo de los ojos, y ese movimiento de levantar una ceja más que otra al escuchar al que hablaba. Erdosain distinguió a un costado, entre el saco y la camisa de seda que usaba el Rufián, el cabo negro de un revólver. Indudablemente, en la vida, los rostros significan poca cosa.

Luego el Rufián volvió nuevamente la cabeza hacia un mapa de los Estados Unidos de la América del Norte, al cual se dirigió al Astrólogo recogiendo un puntero. Y ya deteni­do, con el brazo amarillo cortando el azul mar del Caribe, exclamó:

-El Ku-Klux-Klan tenía sólo en Chicago 150 mil adherentes… En Missouri, 100.000 adherentes. Se dice que en Arkansas hay más de 200 «cavernas». En Little Rock, el Imperio Invisible afirma que todos los pastores protestantes están adheridos a la hermandad. En Texas domina absolutamente en las ciudades de Dallas, Fort, Houston, Beaumont. En Binghamtom, residencia de Smith, que era Gran Dragón de la Orden, se contaban 75.000 adeptos, y en Oklahoma éstos hicieron decretar por las Cámaras un «bill» suspendiéndolo a Walton, el gobernador, por perseguirlos, de tal modo que prácticamente el estado se encontraba hasta hace poco tiempo bajo el control del Klan.

El guardapolvo amarillo del Astrólogo parecía la vestimenta de un sacerdote de Buda.

Continuó el Astrólogo:

-¿Sabe usted que quemaron vivos a muchos hombres?…

-Sí -asintió el Rufián-; leí los telegramas.

Erdosain examinaba ahora al Rufián Melancólico. Así lo llamaba el Astrólogo, por­que el macró hacía muchos años había querido suicidarse. Fue aquél un asunto oscuro. Del día a la noche, Haffner, que hacía tiempo explotaba a prostitutas, se descerrajó un tiro en el pecho, junto al corazón. La contracción del órgano en el preciso instante de pasar el proyectil lo salvó de la muerte. Luego, como es natural, continuó haciendo su vida, quizá con un poco de más prestigio por ese gesto que ninguno de sus camaradas de rapiña se explicaba. Conti­nuó el Astrólogo:

-El Ku-Klux-Klan reunió millones…

Se desperezó el Rufián y contestó:

-Sí, y al Dragón… ¡ese sí que es un Dragón!, se le procesa por estafador…

El Astrólogo se desentendió de la réplica:

-¿Qué es lo que se opone aquí en la Argentina para que exista también una sociedad secreta que alcance tanto poderío como aquélla allá? Y le hablo a usted con franqueza. No sé si nuestra sociedad será bolchevique o fascista. A veces me inclino a creer que lo mejor que se puede hacer es preparar una ensalada rusa que ni Dios la entienda. Creo que no se me puede pedir más sinceridad en este momento. Vea que por ahora lo que yo pretendo hacer es un bloque donde se consoliden todas las posibles esperanzas humanas. Mi plan es dirigirnos con preferencia a los jóvenes bolcheviques, estudiantes y proletarios inteligentes. Además, acogeremos a los que tienen un plan para reformar el universo, a los empleados que aspiran a ser millonarios, a los inventores fallados -no se dé por aludido, Erdosain-, a los cesantes de cualquier cosa, a los que acaban de sufrir un proceso y quedan en la calle sin saber para qué lado mirar…

Erdosain recordó la misión que lo llevó a la casa del Astrólogo, y dijo:

-Tendría que hablar con usted…

-Un momentito… estoy en seguida con usted -y siguió-: El poder de esta sociedad no derivará de lo que los socios quieran dar, sino de lo que producirán los prostíbulos anexos a cada célula. Cuando yo hablo de una sociedad secreta, no me refiero al tipo clásico de socie­dad, sino a una supermoderna, donde cada miembro y adepto tenga intereses, y recoja ganan­cias, porque sólo así es posible vincularlos más y más a los fines que sólo conocerán unos pocos. Este es el aspecto comercial. Los prostíbulos producirán ingresos como para mantener las crecientes ramificaciones de la sociedad. En la cordillera estableceremos una colonia revolucionaria. Allí, los novicios seguirán cursos de táctica ácrata, propaganda revoluciona­ria, ingeniería militar, instalaciones industriales, de manera que estos asociados el día que salgan de la colonia puedan establecer en cualquier parte una rama de la sociedad… ¿Me entiende? La sociedad secreta tendrá su academia, la Academia para Revolucionarios.

El reloj suspendido del muro dio cinco campanadas. Erdosain comprendió que no podía perder más tiempo, y exclamó:

-Perdone que lo interrumpa. He venido para un asunto grave. ¿Tiene usted seiscien­tos pesos?

-El Astrólogo dejó su puntero y se cruzó de brazos:

-¿Qué es lo que le pasa a usted?

-Si mañana no repongo seiscientos pesos en la Azucarera, me pondrán preso.

Los dos hombres miraron curiosamente a Erdosain. Debía sufrir mucho para haber lanzado así sus pedido. Erdosain continuó:

-Es preciso que usted me ayude. He defraudado en unos cuantos meses seiscientos pesos. Me denunciaron en un anónimo. Si no repongo el dinero mañana, me pondrán preso.

-¿Y cómo es que usted robo ese dinero?…

-Así, despacio…

El Astrólogo se acariciaba la barba preocupado.

-¿Cómo ha ocurrido eso?

Erdosain tuvo que explicarse nuevamente. Los comerciantes, al recibir la mercade­ría, firmaban un vale en el que reconocían deber el importe de lo adquirido. Erdosain, en compañía de otros dos cobradores, recibía cada fin de mes los vales que tenía que hacer efectivos durante los treinta días restantes.

Los recibos que éstos decían no haber cobrado quedaban en su poder hasta que los comerciantes se resolvían a cancelar la deuda. Y Erdosain continuó:

-Fíjense que la negligencia del cajero era tal, que nunca controló los vales que noso­tros decíamos no haber cobrado, de manera que a una cuenta hecha efectiva y malversada le dábamos entrada en la plantilla de cobranza con el dinero que provenía de una cuenta que cobrábamos después. ¿Se dan cuenta?

Erdosain era el vértice de aquel triángulo que formaban los tres hombres sentados. El Rufián Melancólico y el Astrólogo se miraban de vez en cuando. Haffner sacudía la ceniza de su cigarrillo, y luego, con una ceja más levantada que la otra, continuaba exami­nando de pies a cabeza a Erdosain. Al fin terminó por hacerle esta extraña pregunta:

-¿Y encontraba alguna satisfacción en robar?…

-No, ninguna…

-Y entonces, ¿cómo anda con los botines rotos?…

-Es que ganaba muy poco.

-Pero ¿y lo que robaba?

-Nunca se me ocurrió comprarme botines con esa plata.

Y era cierto. El placer que experimentó en un principio de disponer impunemente de lo que no le pertenecía se evaporó pronto. Erdosain descubrió un día en él la inquietud que hace ver los cielos soleados como ennegrecidos de un hollín que sólo es visible para el alma que está triste.

Cuando comprobó que debía cuatrocientos pesos, el sobresalto lo volcó hacia la locura. Entonces gastó el dinero en una forma estúpida, frenética. Compró golosinas, que nunca le apetecieron, almorzó cangrejos, sopas de tortuga y fritadas de ranas, en restaurantes donde el derecho de sentarse junto a personas bien vestidas es costosísimo, bebió licores caros y vinos insulsos para su paladar sin sensibilidad, y sin embargo carecía de las cosas más necesarias para el mediocre vivir, como ropa interior, zapatos, corbatas…

Daba abundantes limosnas y solía dejar a los mozos que le servían cuantiosas propi­nas, todo ello para acabar con los rastros de ese dinero robado que llevaba en su bolsillo y que al otro día podía sustraer impunemente.

-¿De modo que no se le ocurrió comprar botines? -insistió Haffner.

-Realmente, ahora que usted me lo hace observar, me parece curioso a mí también, pero la verdad es que nunca pensé que con plata robada se pudieran comprar esas cosas.

-Y entonces, ¿en qué gastaba el dinero?

-Doscientos pesos le di a una familia amiga, los Espila, para comprar un acumulador e instalar un pequeño laboratorio de galvanoplastia, para fabricar la rosa de cobre, que es…

-La conozco ya…

-Sí, ya le hablé de eso -repuso el Astrólogo.

-¿Y los otros cuatrocientos?

-No sé… Los he gastado de una manera absurda…

-Y ahora, ¿qué piensa hacer?…

-No sé.

-¿No conoce a nadie que le pueda facilitar?…

-No, nadie. Le pedí a un pariente de mi mujer, Barsut, hace diez días. Me dijo que no podía…

-¿Lo meterán preso, entonces?

-Es claro…

El Astrólogo se volvió al macró y dijo:

-Usted ya sabe que cuento con mil pesos. Esa es la base de todos mis proyectos. Yo a usted, Erdosain, lo único que puedo darle son trescientos pesos. También, mi amigo, ¡qué cosas hace!…

De pronto Erdosain se olvidó de Haffner y exclamó:

-Es que es la angustia, ¿sabe?… Esa «jodida» angustia la que lo arrastra…

-¿Cómo es eso? -interrumpió el Rufián.

-Dije que es la angustia. Uno roba, hace macanas porque está angustiado. Usted camina por las calles con el sol amarillo, que parece un sol de peste… Claro. Usted tiene que haber pasado por esas situaciones. Llevar cinco mil pesos en la cartera y estar triste. Y de pronto una idea chiquita le sugiere el robo. Esa noche no puede dormir de alegría. Al otro día hace temblando la prueba y sale tan bien que no queda otro remedio que seguir… lo mismo que cuando usted se intentó matar.

Al pronunciar estas palabras, Haffner se incorporó sobre el sillón y se tomó con las manos las rodillas. El Astrólogo hubiera querido imponer silencio a Erdosain. Era imposible, y éste continuó:

-Sí, como cuando usted se intentó matar. Yo me lo he imaginado muchas veces. Se había aburrido de ser cafishio. ¡ Ah, si supiera el interés que tenía en conocerlo! Me decía: Este debe ser un macró extraño. Claro está que de cien mil individuos que como usted viven de las mujeres se encuentra uno de su forma de ser. Usted me preguntó si yo sentía placer en robar. Y usted, ¿siente placer en ser cafishio? Dígame: ¿siente placer?… Pero, ¡qué diablo!, yo no he venido aquí para dar explicaciones, ¿saben? Lo que necesito es plata, no palabras.

Erdosain se había levantado, y ahora apretaba, temblando, entre sus dedos, el ala del sombrero. Miraba indignado al Astrólogo, cuya galera cubría el estado de Kansas en el mapa, y al Rufián, que se introdujo las manos entre el cinto y el pantalón. Este volvió a acomodarse en su sillón forrado de terciopelo verde, apoyó la mejilla en su mano regordeta, y sonriendo burlón, dijo calmosamente:

-Siéntese, amigo, yo le voy a dar los seiscientos pesos. Los brazos de Erdosain se encogieron. Luego, sin moverse, lo miró largamente al Rufián. Este, insistió, recalcando las palabras.

-Siéntese con confianza, amigo. Yo le voy a dar los seiscientos pesos. Para eso esta­mos los hombres.

Erdosain no supo qué decir. La misma tristeza que estalló en él cuando el hombre de la cabeza de jabalí le dijo en el escritorio que podía irse, la misma tristeza le enervaba ahora. ¡Entonces, la vida no era tan mala!

-Hagamos esto -dijo el Astrólogo-. Yo le doy los trescientos pesos y usted otros trescientos.

-No -dijo Haffner-. Usted necesita esa plata. Yo, no. Para eso tengo tres mujeres.- Y dirigiéndose a Erdosain, continuó-: ¿Ha visto, amigo, cómo se arreglan las cosas? ¿Está satisfecho?

Hablaba con socarrona calmosidad, con cierta cachaza de hombre de campo que siempre sabe que la experiencia que tiene de la naturaleza le permitirá encontrar una salida en la situación más complicada. Y Erdosain recién ahora percibió el candente perfume de las rosas y el gotear de la canilla en el barril que por la ventana entreabierta se escuchaba. Afuera ondulaban los caminos, iluminados por el sol, y el peso de los pájaros doblaban las ramas de los granados, consteladas de asteriscos escarlatas.

Nuevamente en los ojos del Rufián brilló la chispa de luz maliciosa. Con una jeta más levantada que la otra aguardaba la explosión de júbilo de Erdosain, mas como ésta no llegó, dijo:

-¿Hace mucho que usted vive de esa manera?…

-Sí, mucho.

-¿Se acuerda usted que yo le dije una vez que de esa forma, aunque usted no me

confiaba nada, no se puede vivir? -objetó el Astrólogo.

-Sí, pero no quería hablar del asunto. No sé… esas cosas que uno no puede explicarse por qué las calla a las personas con quienes más confianza tiene.

-¿Cuándo va usted a reponer ese dinero?

-Mañana.

-Bueno, entonces le voy a hacer un cheque ahora. Lo tendrá que cobrar mañana.

Haffner se dirigió al escritorio. Sacó del bolsillo la libreta de cheques y escribió firmemente la suma, firmando después.

Erdosain pasó por ese viaje sin movimiento de un minuto con la inconsciencia del que se encuentra frente a la perspectiva de un sueño, y que luego más tarde se recuerda, para afirmar que en determinadas circunstancias la vida está empapada de un fatalismo inteligen­te.

-Sírvase, amigo.

Erdosain recogió el cheque, y sin leerlo lo dobló en cuatro pliegos, guardándolo en su bolsillo. Todo había ocurrido en un minuto. El suceso era más absurdo que una novela, a pesar de ser él un hombre de carne y hueso. Y no sabía qué decir. Ya no los debía, y el prodigio lo había obrado un solo gesto del Rufián. Este acontecimiento era un imposible de acuerdo con la lógica que rige los procedimientos corrientes, y sin embargo nada había ocu­rrido. Quería decir algo. Nuevamente examinó la catadura del hombre apoltronado en el sillón de terciopelo raído. Ahora el revólver estaba de relieve bajo la tela gris del saco, y Haffner, displicente, apoyaba la azulada mejilla en sus tres dedos de uñas centelleantes. Deseaba darle las gracias al Rufián, pero no sabía con qué palabras hacerlo. Este compren­dió, y, dirigiéndose al Astrólogo, que se había sentado en un taburete junto al escritorio, dijo:

-¿De manera que una de las bases de su sociedad será la obediencia?…

-Y el industrialismo. Hace falta oro para atrapar la conciencia de los hombres. Así como hubo el misticismo religioso y el caballeresco, hay que crear misticismo industrial. Hacerle ver a un hombre que es tan bello ser jefe de un alto horno como hermoso antes descubrir un continente. Mi político, mi alumno político en la sociedad será un hombre que pretenderá conquistar la felicidad mediante la industria. Este revolucionario sabrá hablar tan bien de un sistema de estampado de tejidos como de la desmagnetización de un acero. Por eso lo estimé a Erdosain en cuanto lo conocí. Tenía mi misma preocupación. Usted recuerda cuántas veces hablamos de la coincidencia de nuestras miras. Crear un hombre soberbio, hermoso, inexorable, que domina las multitudes y les muestra un porvenir basado en la cien­cia. ¿Cómo es posible de otro modo una revolución social? El jefe de hoy ha de ser un hombre que lo sepa todo. Nosotros crearemos ese príncipe de sapiencia. La sociedad se en­cargará de confeccionar su leyenda y extenderla. Un Ford o un Edison tienen mil probabili­dades más de provocar una revolución que un político. ¿Usted cree que las futuras dictaduras serán militares? No, señor. El militar no vale nada junto al industrial. Puede ser instrumento de él, nada más. Eso es todo. Los futuros dictadores serán reyes del petróleo, del acero, del trigo. Nosotros, con nuestra sociedad, prepararemos ese ambiente. Familiarizaremos a la gente con nuestras teorías. Por eso hace falta un estudio detenido de propaganda. Aprovechar los estudiantes y las estudiantas. Embellecer la ciencia, acercarla de tal modo a los hombres que de pronto…

-Yo me voy dijo Erdosain.

Se iba a despedir de Haffner, cuando éste dijo:

-Entonces, un momento, oiga.

Salieron el Astrólogo y el macró un instante, luego regresaron, y al despedirse en la puerta de la quinta Erdosain volvió la cabeza para mirar al hombre gigantesco, que con el

brazo encogido les hacía los gestos de un saludo.

Las opiniones del Rufián Melancólico

Y cuando ya doblaron en la esquina de la quinta, Erdosain dijo:

-¿Sabe que no tengo cómo agradecerle este enorme favor que me ha hecho? ¿Por qué me regaló usted este dinero?

El otro, que caminaba moviendo ligeramente los hombros, se volvió displicente y dijo:

-No sé. Me encontró en buen momento. Si eso uno tuviera que hacerlo todos los días…pero así… Además que, imagínese, en una semana lo recupero…

La pregunta se le escapó a Erdosain.

-¿Y cómo es que teniendo usted una fortuna sigue en la «vida»?

Haffner se volvió, agresivo, luego:

-Vea, amigo, la «vida» no es para todos los hombres. ¿Sabe? ¿Por qué yo voy a dejar tres mujeres que rinden dos mil pesos mensuales sin ningún trabajo? ¿Las dejaría usted? No. ¿Entonces?

-¿Y usted no las quiere? ¿Ninguna de ellas lo atrae especialmente?

Recién después de lanzada esta pregunta Erdosain comprendió que acababa de decir una tontería. El macró lo miró un segundo, y repuso:

-Escúcheme bien. Si mañana me viniera a ver un médico y me dijera: la Vasca se muere dentro de una semana la saque o no del prostíbulo, yo a la Vasca, que me ha dado treinta mil pesos en cuatro años, la dejo que trabaje los seis días y que reviente el séptimo.

La voz del macró había enronquecido. Había un no sé qué de amargura rabiosa en sus palabras, esa amargura que más tarde Erdosain reconocería en la voz de todos esos pol­trones taciturnos y canallas aburridos.

-¿Lástima? -continuó el otro-. Amigo, a la mujer de la vida no hay que tenerle lásti­ma. No hay mujer más perra, más dura, más amarga que la mujer de la vida. No se asombre, yo las conozco. Sólo a palos se las puede manejar. Usted cree como el noventa por ciento que el cafishio es el explotador y la prostituta la víctima. Pero dígame: ¿para qué precisa una mujer todo el dinero que ella gana? Lo que no han dicho los novelistas es que la mujer de la vida que no tiene hombre anda desesperada buscando uno que la engañe, que le rompa el alma de cuando en cuando y que le saque toda la plata que gana, porque es así de bestia. Se ha dicho que la mujer es igual al hombre. Mentiras. La mujer es inferior al hombre. Fíjese en las tribus salvajes. Ella es la que cocina, trabaja, hace todo, mientras que el macho va de caza o a guerrear. Lo mismo pasa en la vida moderna. El hombre, salvo ganar dinero, no hace nada. Y créame, mujer de la vida a la que no se le saca el dinero, lo desprecia. Sí, señor, en cuanto le empieza a tomar cariño, lo primero que desea es que le pidan… Y qué alegría la de ella el día que usted le dice: «Ma chérie», ¿podes prestarme cien pesos? Entonces esa mujer se desata, está contenta. Al fin la sucia plata que gana le sirve para algo, para hacer feliz a su hombre. Claro, los novelistas no han escrito esto. Y la gente nos cree unos monstruos, o unos animales exóticos, como nos han pintado los saineteros. Pero venga a vivir a nuestro ambien­te, conózcalo, y se va a dar cuenta de que es igual al de la burguesía y al de nuestra aristocra­cia. La mantenida desprecia a la mujer de cabaret, la mujer de cabaret desprecia a la yiranta, la yiranta desprecia a la mujer de prostíbulo, y, cosa curiosa, así como la mujer que está en un prostíbulo elige casi siempre como hombre a un sujeto de avería, la de cabaret carga con un

niño bien o un doctor atorrante para que la explote. ¿La psicología de la mujer de la vida? Está encerrada en estas palabras, que me decía llorando una mujercita a quien largó un amigo mío: «Encoré avec mon cul je peu soutenir un homme». Eso no lo sabe la gente ni los nove­listas. Un proverbio francés ya lo dice: «Gueuse seule ne peut pas mener son cul».

Erdosain lo contemplaba estupefacto. Haffner continuó:

-¿Quién la cuida como el cafishio? ¿Quién la cuida cuando está enferma, cuando cae presa? ¿Qué sabe la gente? Si un sábado a la mañana la oyera usted a una mujer decirle a su «marlu»: «Mon chérí, hice cincuenta latas más que la semana pasada», usted se haría cafishio, ¿sabe? Porque esa mujer le dice «hice cincuenta latas» con el mismo tono que una mujer honrada le diría a su marido: «Querido, este mes, por no comprarme un traje y lavarme la ropa, he economizado treinta pesos». Créame, amigo, la mujer, sea o no honrada, es un animal que tiende al sacrificio. Ha sido construida así. ¿Por qué cree usted que los padres de la Iglesia despreciaban tanto a la mujer? La mayoría de ellos habían vivido como grandes bacanes y sabían qué animalita es. Y la de la vida es peor aún. Es como una criatura: hay que enseñarle de todo. «Por aquí caminarás, frente a esta esquina no debes pasar, a tal ‘fioca’ no hay que saludarlo. No armes bronca con esa mujer». Todo hay que enseñárselo.

Caminaban junto a los bardales, y en el dulce atardecer las palabras del macró abrían un paréntesis de estrañeza en Erdosain. Comprendía que se encontraba junto a una vida substancialmente distinta a la suya. Entonces, le preguntó:

-¿Y cómo se inició usted en la «vida»?

-En ese tiempo era joven. Tenía veintitrés años y una cátedra de matemáticas. Porque yo soy profesor -añadió orgullosamente Haffner-, profesor de matemáticas. Con mi cátedra iba viviendo, cuando en un prostíbulo de la calle Rincón encontré una noche a una francesita que me gustó. Hace de esto diez años. Precisamente en esos días había recibido una herencia de cinco mil pesos de un pariente. Lucienne me agradó, y le ofrecí que viniera a vivir conmi­go. Tenía un cafishio, el Marsellés, un gigante brutal, a quien veía de vez en cuando… No sé si por la labia, o porque era lindo, el caso es que la mujer se enamoró, y una noche de tormenta la saqué de la casa. Fue eso una novela. Nos fuimos a las sierras de Córdoba, después a Mar del Plata, y cuando los cinco mil pesos se terminaron, le dije: «Bueno, adiós idilio. Se terminó». Entonces ella me dijo: «No, mi querido, nosotros no nos separaremos más».

Ahora iban bajo las bóvedas de verdura, ramas entrelazadas y ábsides de tallos.

-Yo estaba celoso. ¿Sabe usted lo que es estar celoso de una mujer que se acuesta con todos? ¿Y sabe usted la emoción del primer almuerzo que paga ella con plata del «mishé»? ¿Se imagina la felicidad de comer con los tenedores cruzados, mientras el mozo los mira a usted y a ella sabiendo quienes son? ¿Y el placer de salir a la calle con ella prendida de un brazo mientras los «tiras» lo relojean? ¿Y ver que ella, que se acuesta con tantos hombres, lo prefiere a usted, únicamente a usted? Eso es muy lindo, amigo, cuando se hace la carrera. Y ella es la que se preocupa de que usted se consiga otra mujer para que la explote, ella es la que la trae a su casa diciendo: «vamos a ser cuñadas», ella es la que la varea a la primeriza para que levante únicamente «viajes» para usted, y cuanto más tímido y vergonzoso es usted, más goza ella en destruir sus escrúpulos, en hundirlo en su basura, y de pronto… cuando menos se acuerda se encuentra enterrado hasta los pelos en el barro… y entonces hay que bailar. Y mientras la mujer está metida hay que aprovechar, porque un día le da una viaraza, enloquece por otro, y con la misma inconsciencia con que lo siguió a usted se sacrifica de nuevo. Me dirá usted: ¿para qué necesita una mujer un hombre? Mas, desde ya, le diré: Ningún dueño de prostíbulo va a tratar con una mujer. Con quien trata es con su «marlu». El cafishio le da a Una mujer tranquilidad para ejercer su vida. Los «tiras» no la molestan. Si que presa, él la

saca; si está enferma, él la lleva a un sanatorio y la hace cuidar, y le evita líos y mil cosas fantásticas. Vea, mujer que en el ambiente trabaja por su cuenta termina siendo siempre víctima de un asalto, una estafa o un atropello bárbaro. En cambio, mujer que tiene un hom­bre trabaja tranquila, sosegada, nadie se mete con ella y todos la respetan. Y ya que ella, por un motivo o por otro, eligió su vida, es lógico que por su dinero pueda darse la felicidad que necesita.

«Claro, para usted todo esto es nuevo, pero ya se va ir haciendo. Y si no, dígame: ¿cómo se explica que haya ‘fioca’ que tenga hasta siete mujeres? El taño Repollo llegó en sus buenos tiempos a tener once mujeres. El gallego Julio, ocho. No hay francés casi que no tenga tres mujeres. Y ellas se conocen, y no sólo se conocen, sino que saben vivir juntas y rivalizan en quien le da más, porque es un orgullo ser la preferida de un hombre que los sosiega a los pesquisas más prepotentes de una sola mirada. Y pobrecitas, son tan locas, que uno no sabe si compadecerlas o romperles la cabeza de un palo».

Erdosain se sentía anonadado por el desprecio formidable que ese hombre revelaba hacia las mujeres. Y recordaba que en otra oportunidad el Astrólogo le había dicho: «El Rufián Melancólico es un tipo que al ver una mujer lo primero que piensa es esto: Esta en la calle rendiría cinco, diez o veinte pesos. Nada más».

Y ahora sintió Erdosain que el hombre le repugnaba. Para cambiar de conversación, dijo:

-Dígame… ¿Usted cree en el éxito de la empresa del Astrólogo?

-No.

-¿Y él sabe que usted no cree?

-Sí.

-¿Y por qué usted lo acompaña?

-Yo lo acompaño relativamente, y de aburrido que estoy. Ya que la vida no tiene ningún sentido, es igual seguir cualquier corriente.

-¿Para usted la vida no tiene sentido?

-Absolutamente ninguno. Nacemos, vivimos, morimos, sin que por eso dejen las estrellas de moverse y las hormigas de trabajar.

-¿Y se aburre mucho usted?

-Regular. He organizado mi vida como la de un industrial. Todos los días me acuesto a las doce y me levanto a las nueve de la mañana. Hago una hora de ejercicio, me baño, leo los diarios, almuerzo, duermo una siesta, a las seis tomo el vermouth y voy a lo del peluque­ro, a las ocho ceno, después salgo al café, y dentro de dos años, cuando tenga doscientos mil pesos, me retiraré del oficio para vivir definitivamente de mis rentas.

Y en realidad, ¿cuál va a ser su intervención en la sociedad del Astrólogo? Si el Astrólogo consigue dinero, guiarlo en la junta de mujeres y en la instalación del prostíbulo.

-Pero usted, en su interior, ¿qué piensa del Astrólogo?

-Que es un maniático que puede tener o no éxito.

-Pero sus ideas…

-Algunas son embrolladas, otras claras, y, francamente yo no sé hasta dónde quiere apuntar ese hombre. Unas veces usted cree estar oyendo a un reaccionario, otras a un rojo, y, a decir la verdad, me parece que ni él mismo sabe lo que quiere.

-¿Y si tuviera éxito?…

-Entonces ni Dios sabe lo que puede ocurrir. ¡Ah!, a propósito, ¿usted le habló de cultivos de bacilos del cólera asiático?

-Sí…sería un magnífico medio de combate contra el ejército.

Desparramar un cultivo en cada cuartel. ¿Se da cuenta? Simultáneamente, treinta o cuarenta hombres pueden destruir el ejército y dejar que las masas proletarias hagan la revolución…

-El Astrólogo lo admira mucho a usted. Siempre me ha hablado de usted como de un individuo que tiene grandes posibilidades de éxito.

Erdosain sonrió halagado.

-Sí, algo estudia uno para destruir esta sociedad. Pero volviendo a lo de antes: lo que yo no concibo es su posición respecto a nosotros…

Haffner se volvió rápidamente, midió de una mirada a Erdosain como extrañado de los términos de éste, y luego, sonriendo burlonamente, agregó:

-Yo no estoy en ninguna posición. Entiéndame bien. A mí no me perjudica ayudar al Astrólogo. Lo demás, sus teorías, las tomo a cuenta de conversación. El es para mí un amigo que piensa instalar un negocio, previsto y tolerado por nuestras leyes. Eso es todo. Ahora, que el dinero que él gane con ese negocio lo invierta en una sociedad secreta o en un convenio de monjas, personalmente no me interesa. Ya ve usted entonces que mi actuación en la famo­sa sociedad no puede ser más inocente.

-¿Y a usted le resulta lógico pensar que una sociedad revolucionaria se base en la explotación del vicio de la mujer?

El Rufián frunció los labios. Luego, mirando de reojo a Erdosain, se explicó:

-Lo que usted dice no tiene sentido. La sociedad actual se basa en la explotación del hombre, de la mujer y del niño. Vaya, si quiere tener conciencia de lo que es la explotación capitalista, a las fundiciones de hierro de Avellaneda, a los frigoríficos y a las fábricas de vidrio, manufacturas de fósforos y de trabajo. -Reía desagradablemente al decir estas cosas-. Nosotros, los hombres del ambiente, tenemos a una, a dos mujeres; ellos, los industriales, a una multitud de seres humanos. ¿Cómo hay que llamarles a esos hombres? ¿Y quién es más desalmado, el dueño de un prostíbulo o la sociedad de accionistas de una empresa? Y sin ir más lejos, ¿no le exigían a usted que fuera honrado con un sueldo de cien pesos y llevando diez mil en la cartera?

-Tiene razón… pero, entonces, usted ¿por qué me facilitó el dinero?

-Eso es harina de otro costal.

-Pero a mí eso me preocupa.

-Bueno, has tal a vista.

Y antes de que Erdosain pudiera contestarle, el Rufián tomó por una diagonal arbo­lada. Andaba apresuradamente. Erdosain le miró un instante, luego echó a caminar tras él, y le alcanzó junto a una quinta. Haffner se volvió irritado, y ya estridente exclamó:

-¿Se puede saber qué es lo que quiere usted de mí?…

-¿Lo que quiero?… Quiero decirle esto: Que no le agradezco absolutamente nada el dinero que me ha dado. ¿Sabe? ¿Quiere el cheque? Aquí lo tiene.

Y, efectivamente, se lo alcanzaba, pero el Rufián lo examinó esta vez despectiva­mente:

-No sea ridículo, ¿quiere? Vaya y pague.

Los alambrados ondularon ante los ojos de Erdosain. Sufría visiblemente, porque palideció hasta quedar amarillo. Se apoyó en un poste, creía que iba a vomitar. Haffner, detenido ante él, le preguntó condescendiente:

-¿Se le pasa el mareo?

-Sí… un poco…

-Usted está mal… tiene que hacerse ver…

Caminaron unos pasos en silencio. Como el exceso de luz le molestaba a Erdosain, cruzaron la vereda, que estaba en la sombra. Llegaron así hasta la estación del ferrocarril.

Haffner caminaba lentamente por el andén. De pronto se volvió a Erdosain:

-¿Nunca le ha ocurrido a usted tener antojos crueles acerca de las personas?

-Sí, a veces…

-Qué raro… porque ahora estaba recordando la manía que tuve un tiempo de inducir a la prostitución a una muchacha que estaba ciega…

-¿Y todavía vive?…

-Sí, ahora está embarazada. ¿Se da cuenta? Una ciega embarazada. Un día de estos lo voy a llevar. La va a conocer. Un espectáculo interesante, le prevengo. ¿Se da cuenta? Ciega y preñada. Es mala, siempre anda con agujas en las manos… Además es golosa como una cerda. A usted le va a interesar.

-Y usted piensa…

-Sí, en cuanto el Astrólogo instale el prostíbulo la primera que va a entrar va a ser ella. La tendremos escondida: será el plato raro…

-¿Sabe que usted es más raro que ella?

-¿Por?…

-Porque uno no puede explicárselo a usted. Mientras que usted me hablaba de la ciega, yo pensaba en lo que me había contado el Astrólogo. Que usted tuvo relaciones con una mujer honesta, que el azar llevó a esta mujer honesta a su casa y que usted la respetó. Más aún, déjeme hablar: esa mujer lo quería a usted, era virgen, ¿por qué la respetó?

-Eso no tiene importancia. Un poco de dominio de sí mismo, nada más.

-¿Y el caso del collar?

Erdosain sabía, por el Astrólogo, que el Rufián le había pedido una prueba material de cariño a una bailarina; que ésta, ante otras mujeres, se había desprendido de un magnífico collar que le regalara un amante, un viejo importador de tejidos. La escena fue curiosa, porque el viejo se encontraba en las inmediaciones. Haffner recibió el collar y ante el asom­bro de todos lo sopesó, examinó el quilate de las piedras, y luego se lo devolvió sonriendo burlonamente.

-Lo del collar es sencillo -repuso Haffner-. Yo estaba un poco bebido. Eso no me impedía saber que el gesto que yo hacía me daría un prestigio enorme entre esa canalla del cabaret, sobre todo en las mujeres, que son un poco fantasiosas. Lo curioso del asunto es que media hora después vino el viejo que le había regalado el collar a René a darme humildemen­te las gracias por no haber querido yo aceptar el regalo. ¿Se da cuenta? Desde otra mesa había seguido tembloroso la escena, y si no intervino fue por temor a suscitar un escándalo. Pero había temblado por el destino de su collar…. Ya ve usted cuánta suciedad… pero allí viene el tren a La Plata. Querido amigo, hasta pronto… ¡Ah!, concurra a la reunión que el miércoles hay en la casa del Astrólogo. Va a encontrar otros más interesantes que yo.

Erdosain cruzó pensativo a la plataforma donde salían los trenes para Buenos Aires. Indudablemente, Haffner era un monstruo.

El humillado

A las ocho de la noche llegó a su casa.

-El comedor estaba iluminado… Pero expliquémonos -contaba más tarde Erdosain-, mi esposa y yo habíamos sufrido tanta miseria, que el llamado comedor consistía en cuarto vacío de muebles. La otra pieza hacía de dormitorio. Usted me dirá cómo siendo pobres alquilábamos una casa, pero éste era un antojo de mi esposa, que recordando tiempos mejo­res, no se avenía a no «tener armado» su hogar.

«En el comedor no había más mueble que una mesa de pino. En un rincón colgaban de un alambre nuestras ropas, y otro ángulo estaba ocupado por un baúl con conteras de lata y que producía una sensación de vida nómade que terminaría con un viaje definitivo. Más tarde, cuántas veces he pensado en ‘la sensación de viaje’ que aquel baúl barato, estibado en un rincón, lanzaba a mi tristeza de hombre que se sabe al margen de la cárcel.

«Como le contaba, el comedor estaba iluminado. Al abrir la puerta me detuve. Aguardábame mi esposa, vestida para salir, sentada junto a la mesa. Un tul negro cubría hasta el mentón su carita sonrosada. A su derecha, junto a los pies, estaba una valija, y al otro lado de la mesa un hombre se puso de pie cuando yo entré, mejor dicho, cuando la sorpresa me detuvo en el umbral.

«Así permanecimos los tres un segundo… El capitán de pie, con una mano apoyada en la tabla de la mesa y otra en la empuñadura de la espada, mi esposa con la cabeza inclina­da, y yo frente a ellos, olvidados los dedos en el canto de la puerta. Aquel segundo me fue suficiente para no olvidar más al otro hombre. Era grande, de reciedumbre atlética dentro de la tela verde del uniforme. Al apartar los ojos de mi esposa, su mirada recobró una dureza curiosa. No exagero si digo que me examinaba con insolencia, como a un inferior. Yo conti­nué mirándolo. Su grandor físico contrastaba con la ovalada pequeñez de su rostro, con la delicadeza de la fina nariz y la austeridad de sus labios apretados. En el pecho llevaba la insignia de piloto aviador.

«Mis primeras palabras fueron:

«-¿Qué pasa aquí?

«-El señor… -mas avergonzándose, se corrigió-. Remo -dijo llamándome por mi nom­bre-, Remo, yo no voy a vivir más con vos.»

Erdosain no tuvo tiempo de temblar. El capitán tomó la palabra:

-Su esposa, a quien he conocido hace un tiempo…

-¿Y dónde la conoció usted?

-¿Por qué preguntas esas cosas? -interrumpió Elsa.

-Sí, cierto -objetó el capitán-. Usted comprenderá que ciertas cosas no deben pregun­tarse…

Erdosain se ruborizó.

-Quizá usted tenga razón… disculpe…

-Y como usted no ganaba para mantenerla…

Apretando el cabo del revólver en el bolsillo de su pantalón, Erdosain miró al capi­tán. Luego, involuntariamente, sonrió pensando que nada tenía que temer, ya que podía ma­tarlo.

-No creo que pueda causarle gracia lo que le digo.

-No; sonreía de una ocurrencia estúpida… ¿Así que también le contó eso?

-Sí, y además me habló de usted como de un genio en desgracia…

-Hablamos de tus inventos…

-Sí… de su proyecto de metalizar las flores…

-¿Por qué te vas, entonces?

-Estoy cansada, Remo.

Erdosain sintió que el furor le encrespaba la boca en malas palabras. La hubiera insultado, mas al pensar que el otro podía aplastarle la cara a puñetazos retuvo la injuria, replicando:

-Vos siempre estuviste cansada. En tu casa estabas cansada… aquí… allá… también

allá en la montaña… ¿te acordás?

No sabiendo qué responder, Elsa inclinó la cabeza.

-Cansada… ¿qué es lo que tenes cansada vos?… Y todas están cansadas, no sé por qué… pero están cansadas… Usted, capitán, ¿no está cansado también?

El intruso lo observó largamente.

-¿Y qué entiende usted por cansancio?

-El aburrimiento, la angustia… ¿no se ha fijado usted que éstos parecen los tiempos de tribulación de que habla la Biblia? Así los nombra un amigo mío que se ha casado con una coja. La coja es la ramera de las Escrituras…

-Nunca me di cuenta de eso.

-En cambio yo sí. A usted le parecerá extraño que le hable de sufrimientos en estas circunstancias… pero es así… los hombres están tan tristes que tienen necesidad de ser humi­llados por alguien.

-Yo no veo tal cosa.

-Claro, usted con su sueldo… ¿Qué sueldo gana usted? ¿Quinientos?

-Más o menos.

-Claro, con ese sueldo es lógico…

-¿Qué es lógico?

-Que no sienta su servidumbre.

El capitán detuvo una mirada severa en Erdosain.

-Germán, no le haga caso -interrumpió Elsa-. Remo está siempre con esa historia de la angustia.

-¿Es cierto?

-Sí… ella, en cambio, cree en la felicidad, en el sentido de «eterna felicidad» que estaría en su vida si pudiera pasar los días entre fiestas…

-Detesto la miseria.

-Claro, porque vos no crees en la miseria… la horrible miseria está en nosotros, es la miseria de adentro… del alma que nos cala los huesos como la sífilis.

Callaron. El capitán, ostensiblemente aburrido, examinaba sus uñas, cuidadosamen­te lustradas.

Elsa miraba fijamente tras los rombos del velo, el semblante demacrado de aquel esposo que tanto quisiera un día, en tanto que Erdosain se preguntaba por qué existía en él un vacío tan inmenso, vacío en el que su conciencia se disolvía sin acertar con palabras que ladraran su pena de un modo eterno.

De pronto el capitán levantó la cabeza.

-¿Y cómo piensa usted metalizar sus flores?

-Fácilmente… Se toma una rosa, por ejemplo, y se la sumerge en una solución de nitrato de plata disuelto en alcohol. Luego se coloca la flor a la luz que reduce el nitrato a plata metálica, quedando de consiguiente la rosa cubierta de una finísima película metálica, conductora de corriente. Luego se trata por el común procedimiento galvanoplastia» del cabreado… y, naturalmente, la flor queda convertida en una rosa de cobre. Tendría muchas aplicaciones.

-La idea es original.

-¿No le decía yo, Germán, que Remo tiene talento?

-Lo creo.

-Sí, puede ser que tenga talento, pero me falta vida… entusiasmo… algo que sea como un sueño extraordinario… una mentira grande que empuje la realización… pero, ha­blando de todo un poco, ¿esperan ustedes ser felices?

-Sí.

Otra vez sobrevino el silencio. En torno de la lámpara amarilla los tres semblantes parecían tres mascarillas de cera. Erdosain sabía que dentro de breves instantes todo termina­ría y escarbando en su angustia, le preguntó al capitán:

-¿Por qué vino usted a mi casa?

El otro vaciló, después:

-Tenía interés en conocerlo.

-¿Le parecía divertido?

-No… le juro que no.

-¿Y entonces?

-Curiosidad de conocerlo. Su esposa me habló mucho de usted en estos últimos tiempos. Además, nunca imaginé encontrarme en una situación semejante… en realidad, no podría explicarme por qué he venido.

-¿Ha visto usted? Hay cosas inexplicables. Yo, desde hace un rato, trato de explicar­me por qué no lo mato de un tiro teniendo el revólver aquí, en el bolsillo.

Elsa levantó la cabeza hacia Erdosain, que estaba a la cabecera de la mesa… El capitán preguntó:

-¿Qué es lo que lo contiene?

-En verdad, no sé… o… sí, tengo la seguridad de que es por esto. Creo que en el corazón de cada uno de nosotros hay una longitud de destino. Es como una adivinación de las cosas por intermedio de un misterioso instinto. Lo que ahora me sucede, lo siento compren­dido en esa longitud de destino… algo así como si lo hubiera visto ya… no sé en qué parte.

-¿Cómo?

-¿Qué decís?

-No era porque vos me dieras motivo… no… ya te digo… una certidumbre remota.

-No lo entiendo.

-Yo sí me entiendo. Vea, es así. De pronto a uno se le ocurre que tienen que sucederle determinadas cosas en la vida… para que la vida se transforme y se haga nueva.

-¿Y vos?

-¿Usted cree que su vida?

Erdosain, desentendiéndose de la pregunta, continuó:

-Y lo de ahora no me extraña. Si usted me dijera que fuese a comprarle un paquete de cigarrillos, a propósito, ¿tiene un cigarrillo usted?

-Sírvase… ¿y luego?

-No sé. En estos últimos tiempos he vivido incoherentemente… aturdido por la an­gustia. Ya ve con qué tranquilidad converso con usted.

-Sí, siempre esperó él algo extraordinario.

-Y vos también.

-¿Cómo? ¿Usted, Elsa, también?

-Sí.

-¿Pero usted?

-Siga, capitán, yo lo entiendo. Usted quiere decir que lo extraordinario de Elsa está ocurriendo ahora, ¿no?

-Sí.

-Pues está equivocado, ¿no es cierto, Elsa?

-¿Vos crees?

-Decí la verdad, vos esperas algo extraordinario que no es esto, ¿no?

-No sé.

-¿Ha visto, capitán? Siempre fue ésa nuestra vida. Estábamos los dos en silencio junto a esta mesa…

-Callate.

-¿Para qué? Estábamos sentados y comprendíamos sin decirnos, lo que éramos, dos desdichados, de un desigual deseo. Y cuando nos acostábamos…

-¡Remo!

-¡Señor Erdosain!

-Déjense de aspavientos ridículos… ¿no se van a acostar ustedes acaso?

-De esta forma no podemos seguir hablando.

-Bueno, y cuando nos separábamos teníamos esta idea semejante: ¿y el placer de la vida y del amor consiste en esto?… Y sin decir nada comprendíamos que pensábamos en lo mismo… mas cambiando de tema… ¿piensan ustedes quedarse aquí en la ciudad?

Súbitamente Erdosain tuvo la fría sensación del viaje.

Le pareció verla a Elsa en el pasamano, bajo la hilera de vidriosos ojos de buey, contemplando el hilo azul de la distancia. El sol caía en los amarillos trinquetes de los más­tiles y en los aguilones negros de los guinches. Atardecía, pero ellos permanecían con el pensamiento fijo en otros climas, a la sombra de las camareras, apoyados en la pasarela blanca. El viento soplaba yodado en las olas y Elsa miraba las aguas a través de cuyo enreja­do cambiante se animaba su sombra.

Por momentos volvía la carita empalidecida y entonces ambos parecían escuchar un reproche que subía de lo profundo del mar.

Y Erdosain se imaginaba que les decía:

-¿Qué hicieron del pobre muchachito? («Porque yo, a pesar de mi edad, era como un muchacho -decíame más tarde Remo-. ¿Usted comprende, un hombre que se deja llevar la mujer en sus barbas… es un desgraciado… es como un muchacho, comprende usted?»)

Erdosain se apartó de la alucinación. Aquella pregunta que le surgió, estaba ahonda­da contra su voluntad en él.

-¿Me vas a escribir?

-¿Para qué?

-Sí, claro, ¿para qué? -repitió cerrando los ojos. Sentíase ahora más que nunca caído en una profundidad no soñada por hombre alguno.

-Bueno, señor Erdosain -y el capitán se levantó-, nosotros nos retiramos.

-¡Ah, se van!… ¿Se van ya?

Elsa le tendió su mano enguantada.

-¿Te vas?

-Sí… me voy… comprendes que…

-Si… comprendo.

-No podía ser, Remo.

-Sí, claro… no podía ser… claro…

El capitán describiendo un círculo en torno de la mesa, cogió la valija, la misma valija que Elsa trajo el día de su casamiento.

-Señor Erdosain, adiós.

-A sus órdenes, capitán… pero una cosa… ¿se van… vos, Elsa…vos te vas?

-Sí, nos vamos.

-Permiso, me voy a sentar. Permítame un momento, capitán… un momentito.

El intruso reprimió palabras de impaciencia. Tenía unos brutales deseos de gritar a ese marido: «¡A ver, firme, imbécil», mas por consideración a Elsa se retuvo.

De pronto Erdosain abandonó la silla. Con lentitud fue hasta un rincón del cuarto.

Luego, volviéndose bruscamente al capitán, dijo con voz muy clara, en la que se adivinaba el contenido deseo de que fuera suave:

-¿Sabe usted por qué no lo mato como a un perro?

Los otros se volvieron alarmados.

-Pues porque estoy en frío.

Ahora Erdosain caminaba de un lado a otro de la habitación, con las manos cruzadas a la espalda. Ellos lo observaban, esperando algo.

Por fin, el marido, sonriendo con un gesto, esguince pálido, continuó suavemente, languidecida su voz en una desesperación de sollozo retenido:

-Sí, estaba en frío… estoy en frío. -Ahora su mirada se había tornado vaga, pero sonreía con la misma sonrisa, extraña, alucinada-. Escúchenme… esto no tendrá explicación para ustedes, pero yo sí le he encontrado la explicación.

Sus ojos brillaban extraordinariamente y su voz enronqueció a través del esfuerzo que hizo por hablar.

-Vean… mi vida ha sido horriblemente ofendida… horriblemente magullada.

Calló, deteniéndose en un ángulo de la pieza. En su rostro se mantenía la sonrisa extraña del hombre que está viviendo un sueño peligroso. Elsa, repentinamente irritada, mor­día la punta de su pañuelo. El capitán, de pie, junto a la valija, aguardaba.

De pronto Erdosain sacó el revólver del bolsillo y lo arrojó a un rincón. La «Browning» desconchó el revoque del muro, golpeando pesadamente en el suelo.

-¡Para lo que sirve este trasto! -murmuró. Luego, con una mano en el bolsillo del saco y la sien apoyada en el muro, habló despacio-: Sí, mi vida ha sido horriblemente ofendi­da… humillada. Créalo, capitán. No se impaciente. Le voy a contar algo. Quien comenzó este feroz trabajo de humillación fue mi padre. Cuando yo tenía diez años y había cometido alguna falta, me decía: «Mañana te pegaré». Siempre era así, mañana… ¿Se dan cuenta?, mañana… Y esa noche dormía, pero dormía mal, con un sueño de perro, despertándome a media noche para mirar asustado los vidrios de la ventana y ver si ya era de día, mas cuando la luna cortaba de barrote del ventanillo, cerraba los ojos, diciéndome: falta mucho tiempo. Más tarde me despertaba otra vez, al sentir el canto de los gallos. La luna ya no estaba allí, pero una claridad azulada entraba por los cristales, y entonces yo me tapaba la cabeza con las sábanas para no mirarla, aunque sabía que estaba allí… aunque sabía que no había fuerza humana que pudiera echarla a esa claridad. Y cuando al fin me había dormido para mucho tiempo, una mano me sacudía la cabeza en la almohada. Era él que me decía con voz áspera: «Vamos… es hora». Y mientras yo me vestía lentamente, sentía que en el patio ese hombre movía la silla. «Vamos», me gritaba otra vez, y yo, hipnotizado, iba en línea en línea recta hacia él: quería hablar, pero eso era imposible ante su espantosa mirada. Caía su mano sobre mi hombro obligándome a arrodillarme, yo apoyaba el pecho en el asiento de la silla, tomaba mi cabeza entre sus rodillas y, de pronto, crueles latigazos me cruzaban las nalgas. Cuando me soltaba, corría llorando a mi cuarto. Una vergüenza enorme me hundía el alma en las tinieblas. Porque las tinieblas existen aunque usted no lo crea.

Elsa miraba sobresaltada a su esposo. El capitán, de pie, cruzados los brazos, escu­chaba aburrido. Erdosain sonreía con vaguedad. Continuó:

-Yo sabía que a la mayoría de los chicos los padres no les pegaban y en la escuela, cuando les oía hablar de sus casas, me paralizaba una angustia tan atroz que si estábamos en clase y el maestro me llamaba, yo lo miraba atontado, sin darme cuenta del sentido de sus preguntas, hasta que un día me gritó: «¿Pero usted, Erdosain, es un imbécil que no me oye?» Toda la clase se echó a reír, y desde ese día me llamaron Erdosain «el imbécil». Y yo, más triste, sintiéndome más ofendido que nunca, callaba por temor a los latigazos de mi padre,

sonriendo a los que me insultaban… pero tímidamente. ¿Se da cuenta, capitán? Lo insultan a usted… y usted todavía sonríe tímidamente, como si le hicieran un favor al injuriarlo.

El intruso frunció el ceño.

-Más tarde -permítame, capitán-, más tarde me llamaron muchas veces «el imbécil». Entonces súbitamente el alma se me recogía a lo largo de los nervios, y esa sensación de que el alma se escondía avergonzada dentro de mi misma carne, me aniquilaba todo coraje; sin­tiendo que me hundía cada vez más y mirando a los ojos al que me injuriaba, en vez de tumbarlo de una cachetada, me decía: ¿Se dará cuenta este hombre hasta que punto me humi­lla? Luego me iba; comprendía que los otros no hacían más que terminar lo que había comen­zado mi padre.

-Y ahora -repuso el capitán- ¿yo también lo hundo?

-No, hombre, usted no. Naturalmente, he sufrido tanto, que ahora el coraje está en mi encogido, escondido. Yo soy mi espectador y me pregunto: ¿Cuándo saltará mi coraje? Y ése es el acontecimiento que espero. Algún día algo monstruosamente estallará en mí y yo me convertiré en otro hombre. Entonces, si usted vive, iré a buscarle y le escupiré en la cara.

El intruso lo miró sereno.

-Pero no por odio, sino para jugar con mi coraje, que me parecerá la cosa más nueva del mundo… Ahora, puede usted retirarse.

El intruso vaciló un instante. La mirada de Erdosain, intensamente agrandada, esta­ba fija en él. Tomó la valija y salió.

Elsa se detuvo temblorosa ante su esposo.

-Bueno, me voy, Remo… era necesario que esto terminara así.

-Pero, ¿tú?… ¿tú?…

-¿Y qué querías que hiciese?

-No sé.

-¿Y entonces? Quédate tranquilo, te pido. Ya te dejé la ropa preparada. Cambiate el cuello. Siempre le haces pasar vergüenza a una.

-Pero tú, Elsa… ¿tú? ¿Y nuestros proyectos?

-Ilusiones, Remo… esplendores.

-Sí, esplendores… pero ¿dónde aprendiste esa palabra tan linda? Esplendores.

-No sé.

-¿Y nuestra vida quedará siempre deshecha?

-¿Qué querés? Sin embargo yo fui buena. Después te tomé odio… pero ¿por qué no fuiste también igual?…

-¡Ah!,sí… igual… igual…

Lo aturdía la pena como un gran día de sol en el trópico. Se le caían los párpados. Hubiera querido dormir. El sentido de las palabras se hundía en su entendimiento con la lentitud de una piedra en un agua demasiado espesa. Cuando la palabra tocaba en el fondo de su conciencia, fuerzas oscuras retorcían su angustia. Y durante un instante, en el fondo de su pecho, quedaban flotando y estremecidas como en el fangal de un charco, sus hierbajos de sufrimiento. Ella continuó con la voz apaciguada por una resignación interior:

-Ahora es inútil… ahora yo me voy. ¿Por qué no fuiste bueno vos? ¿Por qué no trabajaste?

Erdosain tuvo la certidumbre como él, y una piedad inmensa lo hizo caer al borde de la silla, aplastada la cabeza sobre el brazo estirado en la mesa.

-¿Así que te vas? ¿De veras que te vas?

-Sí, quiero ver si nuestra vida mejora, ¿sabes? Mira mis manos -y desenguantando la diestra la presentó magullada por los fríos, mordida por las lejías, picoteada por las agujas de

la costura, oscurecida por el hollín de las cacerolas.

Erdosain se levantó, envarado por una alucinación.

Veía a su desdichada esposa en los tumultos monstruosos de las ciudades de portland y de hierro, cruzando diagonales oscuras a la oblicua sobra de los rascacielos bajo una ame­nazadora red de negros cables de alta tensión. Pasaba una multitud de hombres de negocios protegidos por paraguas. Su carita estaba más pálida que nunca, pero ella lo recordaba mien­tras el aliento de los desconocidos se cortaba en su perfil.

«-¿Dónde estará mi muchachito?»

Erdosain interrumpió su proyección de futuro:

-Elsa… ya sabes… vení cuando quieras… podes venir… pero decí la verdad, ¿me quisiste alguna vez?

Despaciosamente levantó ella los párpados. Sus pupilas se agrandaron. La voz llena­ba el cuarto de calidez humana. A Erdosain le parecía vivir ahora.

-Siempre te quise… ahora también te quiero… nunca, ¿por qué nunca hablaste como esta noche? Siento que te voy a querer toda la vida… que el otro a tu lado es la sombra de un hombre…

-Alma, mi pobre alma… qué vida la nuestra… qué vida…

Un rizo de sonrisa encrespó dolorosamente los labios de ella. Elsa lo miró ardientemente un instante. Luego, con la voz seria de promesas:

-Mira… espérame. Si la vida es como siempre me dijiste, yo vuelvo, ¿sabes?, y entonces, si vos querés, nos matamos juntos… ¿Estás contento?

Una ola de sangre subió hasta las sienes del hombre.

-Alma, qué buena sos, alma… dame esa mano -y mientras ella, aun sobrecogida, sonreía con timidez, Erdosain se la besó-. ¿No te enojas, alma?

Ella enderezó la cabeza grave de dicha.

-Mirá Remo… yo voy a venir, ¿sabes?, y si es cierto lo que decís de la vida… sí, yo vengo… voy a venir.

-¿Vas a venir?

-Con lo que tenga.

-¿Aunque seas rica?

-Aunque tenga todos los millones de la tierra, vengo. ¡Te lo juro!

-¡Alma, pobre alma! ¡Qué alma la tuya! Sin embargo, vos no me conociste… no importa… ¡ah, nuestra vida!

-No importa. Estoy contenta. ¿Te das cuenta de tu sorpresa, Remo? Estás sólito, de noche. Estás solo… de pronto, cric… la puerta se abre… y soy yo… ¡yo que he venido!

Estás con un traje de baile… zapatos blancos y tenes un collar de perlas.

-Y vine sola, a pie por las calles oscuras, buscándote… pero vos no me ves, estás solo… la cabeza…

-Decí… habla… habla…

-La cabeza apoyada en la mano y el codo en la mesa… me miras… y de pronto…

-Te reconozco y te digo: Elsa, ¿sos vos, Elsa?

-Y yo te contesto: Remo, yo vine, ¿te acordás de esa noche? Esa noche es esta noche y afuera sopla el gran viento y nosotros no tenemos frío ni pena. ¿Estás contento, Remo?

-Sí, te juro que estoy contento.

-Bueno, me voy.

-¿Te vas?

-Sí…

El semblante del hombre se deformó en la súbita pena.

-Bueno, ándate.

-Hasta pronto, mi esposo.

-¿Qué dijiste?

-Te digo esto, Remo. Espérame. Aunque tenga todos los millones del mundo, yo vuelvo.

-Bueno… entonces adiós… pero dame un beso.

-No, cuando vuelva… adiós, mi esposo.

De pronto, Erdosain lanzado por un espasmo sin nombre, la cogió brutalmente de las manos por los pulsos.

-Decíme: ¿te acostaste con él? -Soltame, Remo… yo no creía que vos… -Confesa, ¿te acostaste o no? -No.

En el marco de la puerta se detuvo el capitán. Una flojedad inmensa relajó los ner­vios de sus dedos. Erdosain sintió que caía y ya no vio más.

Capas de Oscuridad

Nunca tuvo conciencia de cómo se arrastró hasta su cama.

El tiempo dejó de existir para Erdosain. Cerró los ojos obedeciendo a la necesidad de dormir que reclamaban sus entrañas doloridas. De tener fuerzas se hubiera arrojado a un pozo. Borbotones de desesperación se apelotonaban en su garganta asfixiándolo, y los ojos se le volvieron más sensibles para la oscuridad que una llaga a la sal. A instantes rechinaba los dientes para amortiguar el crujir de los nervios enrigecidos dentro de su carne que se abando­naba, con flojedad de esponja, a las olas de tinieblas que deyectaban su cerebro.

Tenía la sensación de caer en un agujero sin fondo y apretaba los párpados cerrados. No terminaba de descender, ¡quién sabe cuántas leguas de longitud invisible tenía su cuerpo físico, que no acababa de detener el hundimiento de su conciencia amontonada ahora en un erizamiento de desesperación! De sus párpados caían sucesivas capas de oscuridad más den­sa.

Su centro de dolor se debatía inútilmente. No encontraba en su alma una sola hendi­dura por donde escapar. Erdosain encerraba todo el sufrimiento del mundo, el dolor de la negación del mundo. ¿En qué parte de la tierra podía encontrarse un hombre que tuviera la piel erizada de más pliegues de amargura? Sentía que no era ya un hombre, sino una llaga cubierta de piel, que se pasmaba y gritaba a cada latido de sus venas. Y sin embargo, vivía. Vivía simultáneamente en el alejamiento y en la espantosa proximidad de su cuerpo. El ya no era ya un organismo envasando sufrimientos, sino algo más inhumano… quizá eso… un mons­truo enroscado en sí mismo en el negro vientre de la pieza. Cada capa de oscuridad que descendía de sus párpados era un tejido placentario que lo aislaba más y más del universo de los hombres. Los muros crecían, se elevaban sus hiladas de ladrillos, y nuevas cataratas de tinieblas caían a ese cubo donde él yacía enroscado y palpitante como un caracol en una profundidad oceánica. No podía reconocerse… dudaba que él fuera Augusto Remo Erdosain. Se apretaba la frente entre la yema de los dedos, y la carne de su mano le parecía extraña y no reconocía la carne de su frente, como si estuviera fabricado su cuerpo de dos substancias

distintas. ¿Quién sabe lo que ya había muerto en él? Sólo perduraba para su sensibilidad una conciencia forastera a lo que le había ocurrido, un alma que no tendría el largo de la hoja de una espada y que vibraba como una lamprea en el agua de su vida enturbiada. Hasta la conciencia de ser, en él no ocupaba más de un centímetro cuadrado de sensibilidad. Sí, todo su cuerpo sólo vivía, estaba en contacto con la tierra, por un centímetro cuadrado de sensibi­lidad. El resto se desvanecía en la oscuridad. Sí, él era un centímetro cuadrado de hombre, un centímetro cuadrado de existencia prolongando con su superficie sensible, la incoherente vida de un fantasma. Lo demás había muerto en él, se había confundido con la placenta de tinieblas que blindaba su realidad atroz.

Cada vez más fuerte se hacía en él la revelación de que estaba en el fondo de un cubo de portland. ¡Sensación de otro mundo! Un sol invisible iluminaba para siempre los muros, de un anaranjado color de tempestad. El ala de un ave solitaria soslayaba lo celeste sobre el rectángulo de los muros, pero él estaría para siempre en el fondo de aquel cubo taciturno, iluminado por un anaranjado sol de tempestad.

Luego, la capacidad de su vida quedó reducida a aquel centímetro cuadrado de sen­sibilidad. Hasta se le hacía «visible» el latido de su corazón, y era inútil querer rechazar la espantosa figura que lo lastraba en el fondo de aquel abismo, un momento negro y otros anaranjado. Con que aflojara un poquito tan sólo su voluntad, la realidad que contenía hubie­ra gritado en sus oídos. Erdosain no quería y quería mirar… pero era inútil… su esposa estaba allí, en el fondo de una habitación tapizada de azul. El capitán se movía en un rincón. El sabía, aunque nadie se lo había dicho, que era un dormitorio diminuto, de forma hexagonal y ocupado casi enteramente por una cama ancha y baja. No quería mirarla a Elsa… no… no… quería, pero si le hubieran amenazado de muerte no por eso hubiera dejado de estar con la mirada fija en el hombre que se desnudaba ante ella… ante su legítima esposa que ahora no estaba con él… sino con otro. Más fuerte que su miedo fue su necesidad de más terror, de más sufrimiento, y de pronto, ella, que se cubría los ojos con los dedos, corría hacia el hombre desnudo, de piernas tiesas, se apretaba contra él y ya no rehuía la cárdena virilidad erguida en el fondo azul.

Erdosain se sintió aplanado en una perfección de espanto. Si lo hubieran pasado por entre los rodillos de un laminador, más plana no podría ser su vida. ¿No quedaban así los sapos que sobre la huella trincaba la rueda de la carreta, aplastados y ardientes? Pero no quería mirar, tan no quería que ahora veía con nitidez cómo Elsa se apoyaba sobre el cuadra­do pecho velludo del hombre, mientras que las manos de él recogían las mandíbulas de la mujer para levantar el rostro hacia su boca.

Y de pronto Elsa exclamaba: «Yo también, mi querido… yo también». Su semblante había enrojecido de desesperación, los vestidos se atorbellinaban en torno del triángulo de sus muslos blancos como la leche, y con los ojos extasiados en el rígido músculo del hombre que temblaba, ella descubrió la crin de su sexo, sus senos erguidos… ¡ah!… ¿por qué miraba?

Inútilmente Elsa… sí, Elsa, su legítima esposa, trataba con la mano pequeña de abar­car toda la virilidad en una caricia. El hombre, bajo el aullido de su deseo, se apretaba las sienes, se cubría los ojos con el antebrazo; pero ella inclinada sobre él, le clavaba este hierro candente en los oídos: «¡Sos más lindo que mi esposo! ¡Qué lindo que sos, Dios mío!».

Si lentamente le hubieran torcido la cabeza sobre el cuello para tornillar en su alma, profundamente, esa visión atroz, no podría sufrir más. Padecía tanto que de interrumpirse ese dolor, su espíritu estallaría como un shrapnell. ¿Cómo es que el alma puede soportar tanto dolor? Y sin embargo quería sufrir más. Que encima de un tajo le partieran el dorso con un hacha en varias partes… Y si en cuatro trozos lo hubieran arrojado a un cajón de basura hubiera continuado sufriendo. No había un centímetro cuadrado en su cuerpo que no sopor-

tara esa altísima presión de angustia.

Todas las cuerdas se habían roto bajo la tensión del espantoso torno, y repentinamen­te una sensación de reposo equilibrio sus miembros.

Ya no deseaba nada. Su vida corría silenciosamente cuesta abajo, como un lago después del quebrantamiento de su dique, y, sin dormir, pero con los párpados cerrados, el desvanecimiento lúcido era más anestésico para su dolor que un sueño de cloroformo.

Notablemente latía su corazón. Con dificultad movió la cabeza para separar el cuero cabelludo de la almohada recalentada, y se dejó estar sin otra sensación de vivir que esa frescura en la nuca y el entreabrirse y cerrarse de su corazón, que, como un ojo enorme, abría el soñoliento párpado para reconocer las tinieblas, nada más. ¿Nada más que la tiniebla?

Elsa estaba tan lejos de su memoria que en esa hipnosis transitoria le parecía mentira haberla conocido. Quién sabe si existía físicamente. Antes podía verla, ahora tenía que hacer un gran esfuerzo para reconocerla… y apenas la reconocía. La verdad es que ella no era ella ni él era él. Ahora su vida corría silenciosamente cuesta abajo, se sentía en un retroceso de años, el niño que miraba un árbol verde sombreando el desaparecer continuo de un río entre algunas piedras con manchas rojas. El mismo, era una cascada de carne en las oscuridades. ¡Vaya a saber cuándo terminaría de desangrarse! Y sólo era notable el cerrarse y entreabrirse de su corazón que como un ojo enorme abría su párpado soñoliento para reconocer la oscuri­dad. El foco eléctrico de la mitad de cuadra filtraba por una hendidura un ramalazo de plata que caía sobre el tul del mosquitero. Su sensibilidad se recobraba dolorosamente.

El era Erdosain. Se reconocía ahora. Arqueaba con un gran esfuerzo la espalda. Por debajo de la puerta que cerraba la entrada al comedor se distinguía una franja amarilla. Se había olvidado de apagar la luz. El debía… ¡ah, no!, no, Elsa se ha ido… él debe seiscientos pesos con siete centavos a la Limited Azucarer Company… pero no, ya no los debe, si tiene un cheque…

¡ Ah, la realidad, la realidad!

El oblicuo paralelogramo de luz que llegaba desde la calle a platear el tul del mos­quitero, era la noción de que vivía como antes, como ayer, como hace diez años.

No quería ver esa raya de luz, como cuando era pequeño, no quería «ver esa claridad que estaba allí, aunque sabía que no había fuerza humana que pudiera espantar esa claridad». Sí, semejante a cuando su padre le decía que al otro día le iba a pegar. No era lo mismo ahora. Aquella otra claridad era azulada, ésta de plata, mas tan estridente y anunciadora de lo verda­dero como la luz antigua. El sudor le humedecía las sienes y el cerco de cabellos. Elsa se había ido y ¿no vendría más? ¿Qué diría Barsut?

La bofetada

De pronto alguien se detuvo frente a la puerta de calle. Erdosain comprendió que era él y saltó de la cama. Como de costumbre Barsut golpeaba tratando de no hacer ruido.

Enronquecida la voz, Erdosain le gritó:

-Entra: ¿qué haces que no entras?

Cargando el cuerpo sobre los talones entró Barsut.

-Ahora voy -le gritó Remo mientras el otro entraba al comedor.

Y cuando entró, ya Barsut se había sentado, cruzándose de piernas, dando, como de costumbre, la espalda a la puerta y el perfil en dirección al ángulo sudeste de la pieza.

-¿Qué haces?

-¿Cómo te va?

Cargaba el codo en la orilla de la mesa, pues apoyaba la mejilla en la barba y la luz ponía una rojidez de cobre en la blanca carnosidad de la mano. Bajo las cejas, alargadas hacia las sienes, sus ojos verdes atemperaban la dura vidriosidad en una temperatura de pregunta.

Y Erdosain distinguía su semblante como a través de una neblina de luces titilantes en lo alto, la frente huida con las sienes hacia las orejas puntiagudas, la huesuda nariz de ave carnicera, el mentón chato para soportar tremendos golpes y el prolijo nudo de la corbata negra arrancando del cuello almidonado.

Torpe el timbre de voz, el otro preguntó:

-¿Y Elsa?

Erdosain recobró la lucidez de su entendimiento.

-Salió.

-Ah…

Callaron y Erdosain se quedó contemplando el ángulo recto que formaba la manga gris del saco en la blanca orilla de la mesa, y la mejilla que iluminaba la lámpara con un rojo de cobre hasta el dorso de la nariz, mientras que la otra mitad del rostro permanecía, desde la raíz de los cabellos hasta el hoyuelo del mentón, en una oscuridad donde la ojera ahondaba un cuévano de sombra. Barsut movía lentamente una pierna cruzada sobre otra.

-¡Ah! -escuchó Erdosain y preguntó-: ¿Qué decís?

Es que Erdosain había escuchado aquel «ah» pronunciado unos segundos antes, re­cién ahora.

-¿Salió Elsa?…

Barsut enderezó la cabeza, sus cejas se levantaron para dejar entrar más luz a los párpados, y con los labios ligeramente entreabiertos, sopló:

-¿Se fue?

Erdosain arrugó el ceño, examinó al soslayo los zapatos del otro, y entrecerrando los párpados, espiando con esa mirada filtrada a través de las pestañas la angustia de Barsut, dejó caer lentamente:

-Sí… se… fue… con… un… hombre…

Y guiñando el párpado izquierdo como el farmacéutico Ergueta, inclinó la cabeza. Bajo la bronceada raya de sus cejas, fieramente aguardaban sus pupilas.

Erdosain continuó:

-¿Ves? Allí está el revólver. Los pude matar y sin embargo no lo hice. Qué curioso animal es el hombre, ¿no?

-¿Y vos te dejaste llevar la mujer en tus barbas?

En Erdosain el odio antiguo exasperado por la humillación reciente se convertía ahora en un motivo de júbilo cruel y con la voz temblorosa en la garganta, reseca la boca de rencor, exclamó:

-¿Qué te interesa a vos?

Una enorme bofetada lo hizo trastabillar sobre la silla. Más tarde recordó que el brazo de Barsut retrocedía y avanzaba amasando su carne. Se tapó el rostro con las dos manos, quiso escapar a esa mole que siempre avanzaba sobre él como una fuerza desencade­nada de la naturaleza. Su cabeza golpeó sordamente contra el muro y cayó.

Cuando volvió en sí Barsut estaba arrodillado a su lado. Notó que tenía el cuello desprendido y unos hilos de agua le corrían hasta la garganta. Desde el tabique nasal le subía por el hueso un dolor titilante, y a cada momento le parecía que iba a estornudar. Las encías le sangraban lentamente y bajo la inflamación de los labios se notaba la superficie dentaria.

Erdosain se levantó trabajosamente y cayó sobre una silla; Barsut estaba tan pálido que dos llamas parecían escapar de sus ojos. De los pómulos a las orejas, haces de músculos trazaban dos arcos temblorosos. Erdosain tenía la sensación de bambolearse en un sueño interminable, pero comprendió cuando el otro lo tomó del brazo, diciéndole:

-Mirá, escupime a la cara, si querés, pero déjame hablar. Es necesario que te cuente todo. Sentáte… así, ahí. -Erdosain se había levantado inconscientemente-. Oíme, hacé el favor. Vos ves ¿no? Yo puedo matarte a trompadas… recién se me fue la mano… te juro… si querés te pido perdón de rodillas. Qué querés, soy así. Mirá… ah… ah… si la gente supiera.

Erdosain escupió sangre. Una franja de temperatura le abrazaba la frente entrándole por las sienes y yéndole a punzar hasta la nuca. La espalda se le encorvó tanto que dejó apoyada la cabeza en la orilla de la mesa. Barsut, al verle así, le preguntó:

-¿Querés lavarte la cara? Te va a hacer bien. Espera un momento, no salgas.- Y corrió hacia la cocina, de donde volvió con la palangana llena de agua-. Lávate. Eso te va a hacer bien. ¿Querés que te friccione? Mirá, perdóname, fue un impulso. Vos, también, ¿por qué guiñaste un ojo como burlándote? Lávate, haceme el favor.

Erdosain, en silencio, se levantó y sumergió varias veces la cara en la palangana. Cuando le faltaba la respiración retiraba el rostro de la superficie del agua. Luego se sentó y el aire le evaporaba la humedad de los cabellos, junto a las sienes. ¡Qué cansado estaba! ¡Ah, si lo viera Elsa! ¡Cómo lo compadecería! Cerró los ojos. Barsut arrimó la silla a su lado y dijo:

-Es necesario que te cuente todo. Si no lo hiciera me sentiría un canalla. Ya ves, te hablo tranquilo. Mirá, si no lo crees poneme la mano en el corazón. Te soy sincero. Bueno, yo… yo te… yo te denuncié a la Azucarera… yo fui el que mandó el anónimo.

Erdosain ni levantó la cabeza. El u otro ¡qué importaba!

Barsut lo miró: esperaba quién sabe qué palabras, y dijo:

-¿Por qué no decís nada? Sí, yo te denuncié. ¿Te das cuenta? Yo te denuncié. Quería hacerte meter preso, quedarme con Elsa, humillarla. ¡No te imaginas las noches que he pasa­do pensando que te meterían preso! Vos no tenías de dónde sacar la plata y forzosamente ellos te denunciarían. ¿Pero, por qué no decís nada?

Erdosain levantó los párpados. Barsut estaba allí, sí, era él, y decía todas esas cosas. De los pómulos a las orejas, bajo la piel, el reflejo de los músculos temblaba imperceptible­mente.

Barsut bajó los ojos, apoyó los codos en las rodillas como si se encontrase frente a un fogón, y con voz lenta insistió.:

-Es necesario que te cuente todo. ¿A quién sino a vos le podría contar todas estas

cosas que hacen doler el corazón? Dicen, y es cierto, que el corazón no duele, pero créelo, a momentos me digo: ¿para qué vivir? ¿A dónde va la vida si yo soy así? ¿Te das cuenta? Vos tenes que ver todo lo que he cavilado pensando estas cosas. Mirá, ni debía contártelas. ¿Cómo es eso que uno le hace una canallada a una persona, luego se acerca a ella y le cuenta sus más íntimos secretos, y no siente remordimientos? Yo mismo me he dicho muchas veces: ¿Por qué no siento remordimientos? ¿Qué vida es esta si hacemos una barbaridad y no sentimos nada? ¿Comprendes vos esto? De acuerdo a lo que hemos estudiado en el colegio, un crimen termina por volverlo loco al delincuente, ¿y cómo es que en la realidad vos haces un crimen y te quedas lo más tranquilo?

Erdosain continuaba con la mirada fija en Barsut ahora la imagen de aquel hombre se depositaba en el fondo de su conciencia. Las fuerzas de su vida ceñían el pálido relieve de una malla tan intensa que el calco que se verificaba en aquellos instantes ya nunca más se borraría.

-Mirá -continuó Barsut-, yo sabía que me tenías rabia, que de haberme podido matar lo hubieras hecho, y eso me alegraba y entristecía a un tiempo. ¡Cuántas noches me acosté pensando en el modo de secuestrarte! Hasta se me ocurrió mandarte una bomba por correo, o una víbora en una caja de cartón. O pagarle a un chofer para que te atropellara por la calle. Cerraba los ojos y las horas se me pasaban pensando en ustedes. ¿Vos te pensás que la quería a ella? -Erdosain observó más tarde que en la conversación de esa noche Barsut evitó llamar a Elsa por su nombre-. No, no la he querido nunca. Pero me hubiera gustado humillarla ¿sabes? Humillarla porque sí: verte a vos hundido para que ella me pidiera de rodillas que te ayudara. ¿Te das cuenta? Nunca la he querido. Si te denuncié fue por eso, para humillarla a ella que siempre fue tan orgullosa conmigo. Y cuando vos me dijiste que habías defraudado a la Azucarera, una alegría de salvaje me revolvió las entrañas. Y no terminabas de hablar cuando yo me dije: bueno, vamos a ver ahora dónde termina su orgullo.

Erdosain dejó escapar la pregunta:

-¿Pero vos la querías?…

-No, no la he querido nunca. ¡Si supieras lo que me ha hecho sufrir! ¿Quererla yo a ella, que nunca me dio la mano? Cada vez que me miraba me parecía que me escupía a la cara. ¡Ah, vos fuiste el marido, pero nunca la conociste! ¡Qué sabes vos qué mujer es ella! Mirá, te podría ver morir y no tendría un gesto de lástima. ¿Te das cuenta? Me acuerdo. Cuando la casa Astraldi quebró y ustedes se quedaron en la calle, si ella me hubiera pedido todo lo que yo tenía, se lo hubiera dado. Le hubiera dado toda mi fortuna para que me dijera «gracias». Nada más que gracias. Para que me dijera esa palabra yo me hubiera quedado sin nada. Un día que entablé una conversación me contestó: Remo es suficiente hombre para ganar para nosotros dos. ¡Ah, vos no la conoces! Sería capaz de verte morir sin hacer un gesto. Y yo pensaba. ¡Cuántas cosa, Dios mío, pasan por la cabeza de un hombre! Me tiraba en una cama y me ponía a imaginar cosas…vos habías asesinado a un hombre… era necesario salvarte y entonces ella me venía a pedir que te ayudara y yo, sin decirle una palabra de mis sacrificios, corría de un lado a otro. ¡Qué mujer, Remo! ¡Qué mujer! Me acuerdo de cuando cosía. Me hubiera quedado al lado, ¿sabes? sosteniéndole la costura, y yo sabía que no era feliz con vos. Lo veía en la cara, en su cansancio, en su sonrisa.

Erdosain recordó las palabras que Elsa había pronunciado hacía una hora:

-No importa… Estoy contenta. ¿Te das cuenta de tu sorpresa, Remo? Estás sólito de noche, estás solo… De pronto, cric… la puerta se abre… y soy yo… yo, que he venido.

Barsut continuó:

-Y claro, yo me preguntaba qué era lo que le hacía soportar la vida a tu lado, al lado de un hombre como vos…

-Y vine a pie sola por las calles oscuras, buscándote, pero vos no me ves, estás solo, la cabeza…

Erdosain sentía que las ideas se le atorbellinaban en la superficie del cerebro como un remolino de agua. El cono gigante hundía la espiral hasta la raíz de sus miembros. Torbe­llino cuyo roce suave arrancaba a su alma una ternura dolorida, nueva. ¡Qué buenas las palabras de Elsa, qué extraordinario contenido!

-Siempre te quise. Ahora también te quiero… nunca ¿por qué nunca hablaste como esta noche? Siento que te voy a querer toda la vida, que el otro a tu lado es la sombra de un hombre.

Erdosain tenía ahora la certidumbre de que estas palabras salvaban para siempre su alma, mientras que Barsut amontonaba una envidiosa angustia:

-Y yo hubiera querido preguntarle a ella qué es lo que encontraba a tu lado, abrirte el pecho delante de ella y demostrarle hasta cansarla que vos eras un loco, un canalla, un cobar­de… Te juro que digo estas palabras sin rabia.

-Lo creo -repuso Erdosain.

-Ahora mismo, yo me pregunto, mirándote: ¿Con qué ojos mira una mujer a un hombre? Eso es lo que nunca sabremos. ¿No te parece? Vos para mí eras un desgraciado, al que de un revés se lo saca uno de adelante. Pero para ella, ¿quién eras vos? Ese es el punto oscuro. ¿Lo supiste alguna vez? Decíme francamente: ¿supiste vos en tu corazón qué hombre eras para tu mujer? ¿Qué es lo que ella vio en vos para sufrir tanto a tu lado, y soportarte como lo hizo?

¡Qué gravemente conversaba Barsut! Sus enronquecidas preguntas requerían una contestación. Erdosain lo sentía en sus inmediaciones no como a un hombre, sino precisa­mente como a un doble, un espectro de nariz huesuda y cabello de bronce que de pronto se había convertido en un pedazo de su conciencia, ya que como ésta en otras circunstancias, él ahora le dirigía las mismas preguntas. Sí, era probable que para vivir tranquilo fuera necesa­rio exterminarlo, y la «idea» se reveló fríamente en él.

-Semejante a una espada entrando en un bloque de algodón -diría más tarde Erdosain.

Barsut ni remotamente se imaginó que en aquel instante, Remo acababa de conde­narlo a muerte. Explicándome luego las circunstancias de esa concepción, Erdosain me de­cía:

«¿Usted ha visto a un general en un campo de batalla?… Pero para hacerle más accesible mi idea le diré como inventor: Usted busca durante cierto tiempo la solución de un problema. Usted sabe, tiene la seguridad de que la clave, el secreto, está en usted, pero no lo puede conocer, tan cubierto está el secreto de capas de misterio. Y un día, en el momento más inesperado, de pronto el plan, la visión completa de la máquina, aparece ante sus ojos, des­lumbrándolo con su fácil exactitud. ¡Es algo maravilloso! Imagínese un general en un campo de batalla… todo está perdido, y de pronto, clara, precisa, se le aparece una solución que jamás había soñado concebir, y que, sin embargo, tenía allí, al alcance de su mano, en el interior de sí mismo. Yo, en aquel instante, supe que tenía que hacerlo matar a Barsut, y él, frente a mí, amontonando palabras inútiles no se imaginaba que yo, con la boca hinchada, la nariz dolorida, retenía una alegría estupenda, un deslumbramiento semejante al que se expe­rimenta cuando lo que se ha descubierto es fatal como una ley matemática. Quizás existe también una matemática del espíritu cuyas terribles leyes no son tan inviolables como las que rigen las combinaciones de los números y de las líneas. Porque es curioso. Aquella bofetada que aun me hacía sangrar la encía, como el cuño de una prensa hidráulica estampó en mi conciencia las líneas definitivas de un plan de muerte. ¿Se da cuenta? Un plan son tres líneas generales, tres admisibles líneas rectas, nada más. Y en tumulto, se amontonaba mi regocijo

sobre ese relieve en frío cuyas tres sintéticas líneas encerraban esto: secuestrar a Barsut, hacerlo matar y con su dinero fundar la sociedad secreta como deseaba el Astrólogo. ¿Se da cuenta usted? El plan del crimen surgió espontáneamente en mí, mientras que el otro hablaba tristemente de nuestras dos almas condenadas. El plan apareció en mí como si lo hubieran estampado en una plancha de hierro a miles de libras de presión.

«¡ Ah! ¿Cómo explicarle? De pronto yo me olvidé de todo retenido por una contem­plación helada, llena de gozo, algo así como la aurora que descubre un trasnochador con­suetudinario que lo alivia de su cansancio en la mañana que sucedió a una noche llena de fatigas. ¿Se da cuenta? Hacerlo asesinar a Barsut por un hombre que imperiosamente necesi­taba dinero para llevar a cabo una idea genial. Y esta nueva aurora que latía en mí estaba tan perfectamente individualizada que muchas veces, más tarde, me he preguntado qué secreto llega a encerrar el alma de un hombre que, sucesivamente, le van mostrando horizontes nue­vos, descascarando sensaciones que para él mismo son un asombro por su origen aparente­mente ilógico».

En el curso de esta historia he olvidado decir que cuando Erdosain se entusiasmaba, giraba en torno de la «idea» eje con palabras numerosas. Necesitaba agotar todas las posibi­lidades de expresión, poseído por ese frenesí lento que a través de las frases le daba a él la conciencia de ser un hombre extraordinario y no un desdichado. Que decía la verdad, no me cabía duda. Lo que muchas veces me confundió fue la pregunta que a mí mismo me hice: ¿de dónde sacaba ese hombre energías para soportar su espectáculo tanto tiempo? No hacía otra cosa que examinarse, que analizar lo que en él ocurría, como si la suma de detalles pudiera darle la certidumbre de que vivía. Insisto. Un muerto que tuviera el poder de conversar no hablaría más que él, para cerciorarse de que en apariencia no estaba muerto.

Bersut, sin darse cuenta de todo lo que acababa de ocurrir en el otro, continuó:

-¡Ah!, vos no la conociste.., no la conociste nunca. Fíjate, escucha lo que te voy a contar. Una tarde fui a verte, sabía que no estabas, quería encontrarme con ella, verla no más, aunque fuera. Llegué sudado, no sé cuántas cuadras caminé al sol antes de resolverme.

-Igual que yo, al sol -pensó Erdosain.

-Y eso que vos sabes que a mí no me faltaba plata para tomar un automóvil, y aun cuando pregunté por vos, ella, sin moverse del umbral, me contestó:

-Disculpe, no lo hago pasar porque no está mi esposo. ¿Te das cuenta qué perra?

Erdosain pensó:

-Todavía hay un tren para Témperley.

Barsut continuó:

-Y yo, que te veía tan pobre hombre, me dije: ¿qué le habrá visto Elsa a este infeliz para enamorarse de él?

Con tranquilísima voz le preguntó Erdosain:

-¿Y en la cara se me nota que soy un infeliz?

Barsut levantó la cabeza, extrañado. Durante un momento mantuvo inmóviles las translúcidas pupilas verdosas en su interlocutor. El lienzo de luz que caía sobre él y Erdosain interponía una distancia de ensueño. Y Barsut se comprendía tan fantasma como el otro, porque moviendo penosamente la cabeza, como si repentinamente todos los músculos del cuello se le hubieran enrigecido, contestó:

-No, mirándote bien pareces un tipo agarrado por una idea fija… vaya a saber qué.

Erdosain repuso:

-Sos psicólogo. Naturalmente, yo no sé todavía en qué consiste esa idea fija, pero es curioso, lo que nunca se me ocurrió fue que vos pensaras en quitarme mi mujer… Y la tran­quilidad con que decís esas cosas…

-No me negarás que te soy franco…

-No…

-Además, quería humillarla… no robártela, ¿para qué? Si yo sabía que nunca me querría.

-¿Y en qué lo adivinabas?

-Eso es lo que no sé. Porque uno hace ciertas cosas que no se puede explicar. Porque te trataba y vos me tratabas no pudiéndonos «pasar». Venía porque viniendo te hacía sufrir y sufría. Todos los días me decía: No iré más… no iré más… Pero en cuanto llegaba la hora, me ponía nervioso. Era como si me llamaran desde algún lado, y entonces me vestía apurado… venía…

Erdosain de pronto tuvo una idea singular, y dijo:

-Hablando de todo un poco… No sé si sabrás que esta mañana me hablaron en la Azucarera del anónimo. Si no rindo cuentas me ponen preso mañana. El único culpable, y creo que no tendrás inconveniente en admitirlo, de que esto pase sos vos, de modo que me tenes que facilitar la plata. ¿De dónde voy a sacar esa cantidad?

Barsut se irguió asombrado.

-Pero, ¿cómo? ¿Después que yo resulto cornudo y apaleado, después que Elsa se va y hago una infamia, el que te tiene que dar la plata soy yo? ¿Vos estás loco? ¿Con qué ventaja te voy a dar seiscientos pesos?…

-Con siete centavos…

Erdosain se levantó.

-¿Esa es tu última palabra?

-Pero, comprendé, ¿cómo yo?…

-Bueno «m’hijo»… Paciencia. Ahora haceme el favor de irte, que quiero dormir.

-¿No querés que salgamos?

-Estoy cansado. Déjame.

Barsut vaciló. Luego, levantándose y con el sombrero cogido de un ala, salió torpe­mente de la pieza.

Erdosain escuchó el golpe que hizo la puerta al cerrarse, caviló ceñudo un instante, buscó en su bolsillo una guía de ferrocarriles, miró el horario, luego volvió a lavarse, y ante el espejo se peinó. Tenía el labio amoratado, una mancha roja bordeábale la nariz, así como otra circunvalaba la sien, junto a la entrada del cabello.

Miró en derredor buscando algo, vio el revólver caído, lo recogió y salió. Pero como dejara la luz encendida, volvió y apagó la lámpara. Todo estaba oscuro ahora, como el rastro de una luz brilló ante sus ojos y salió. Por segunda vez en aquel día iba a la casa del Astrólo­go-

«Ser» a través de un crimen

Un trozo de andén de la estación de Témperley estaba débilmente iluminado por la luz que salía de una puerta de la oficina de los telegrafistas. Erdosain sentóse en un banco junto a las palancas para los cambios de vías, en la oscuridad. Tenía frío y tal vez fiebre. Además experimentaba la impresión de que la idea criminosa era una continuidad de su cuerpo, como el hombre de tiniebla que pudiera arrojar en la luz. Un disco rojo brillaba al extremo del brazo invisible del semáforo: más allá otros círculos rojos y verdes estaban clavados en la oscuridad, y la curva del riel galvanoplastiado de esas luces sumergía en las tinieblas su redondez azulenca o carminosa. A veces la luz roja o verde, descendía. Luego

todo permanecía quieto, dejando de rechinarlas cadenas en las roldanas y cesando el roce de los alambres en las piedras.

Quedóse amodorrado.

-¿Qué hago yo aquí? ¿Por qué me quedo aquí? ¿Es cierto que quiero matarlo? ¿O es que quiero tener la voluntad de sentir el deseo de matarlo? ¿Es necesario eso? Ahora ella estará revolcándose con él. Pero, ¿qué me importa a mí? Antes, cuando la sabía sola en casa, mientras yo estaba en el café, sufría por ella, sufría porque era desdichada a mi lado… aho­ra—claro… ya se habrán dormido, ella con la cabeza sobre el pecho de él. ¡Nombre de Dios! ¿Y ésta es la vida? ¡Estar perdidos, siempre perdidos! ¿Pero yo seré realmente el que soy? ¿O seré otro? ¡La tristeza! ¡vivir con extrañeza! Esto es lo que me pasa. Igual que a él. Cuando está lejos me lo imagino tal cual es, canalla, desdichado. Casi me rompe la nariz. ¡Pero qué formidable! ¡Resulta ahora al final de cuentas que el cornudo y apaleado es él y no yo! ¡Yo!… ¡Realmente, la vida es una bufonada! Y sin embargo, hay algo serio. ¿Por qué me repugna cuando está cerca?

Unas sombras se mecían ante la vidriera amarilla de los telegrafistas.

-¿Matarlo o no matarlo? ¿Qué me importa esto a mí? ¿Me importa matarlo? Seamos sinceros. ¿Me importa matarlo? ¿O es que no me importa nada? ¿Que me da igual que viva? Y sin embargo quiero tener voluntad de matarlo. Si ahora viniera un dios y me preguntara: ¿Quieres tener fuerzas para destruir a la humanidad? ¿Yo la destruiría? ¿La destruiría yo? No, no la destruiría. Porque el poder hacerlo le quitaría interés al asunto. Además, ¿qué iba a hacer yo solo en la tierra? ¿Mirar cómo se oxidaban las dínamos en los talleres y cómo se desmoronaban los esqueletos que estaban a caballo encima de las calderas? Cierto es que él me ha abofeteado, pero, ¿me importa eso? ¡Qué lista! ¡Qué colección! El capitán, Elsa, Barsut, el Hombre de Cabeza de Jabalí, el Astrólogo, el Rufián, Ergueta. ¡Qué lista! ¿De dónde habrán salido tantos monstruos? Yo mismo estoy descentrado, no soy el que soy, y, sin embargo, algo necesito hacer para tener conciencia de mi existencia, para afirmarla. Eso mismo, para afirmarla. Porque yo soy como un muerto. No existo ni para el capitán ni para Elsa, ni para Barsut. Ellos si quieren pueden hacerme meter preso, Barsut abofetearme otra vez, Elsa irse con otro en mis barbas, el capitán llevársela nuevamente. Para todos soy la negación de la vida. Soy algo así como el no ser. Un hombre no es como acción, luego no existe. ¿O existe a pesar de no ser? Es y no es. Ahí están esos hombres. Seguramente tienen mujer, hijos, casa. Quizá son unos miserables. Pero si alguien tratara de invadir su casa, de arrebatarles un centavo o de tocarles la mujer, se volverían como fieras. ¿Y yo por qué no me he rebelado? ¿Quién puede contestarme a esta pregunta? Yo mismo no puedo. Sé que existo así, como negación. Y cuando me digo todas estas cosas no estoy triste, sino que el alma se me queda en silencio, la cabeza en vacío. Entonces, después de ese silencio y vacío me sube desde el corazón la curiosidad del asesinato. Eso mismo. No estoy loco, ya que sé pensar, razonar. Me sube la curiosidad del asesinato, curiosidad que debe ser mi ultima tristeza, la tristeza de la curiosidad. O el demonio de la curiosidad. Ver cómo soy a través de un crimen. Eso, eso mismo. Ver cómo se comporta mi conciencia y mi sensibilidad en la acción de un crimen.

«Sin embargo, estas palabras no me dan la sensación del crimen del mismo modo que el telegrama de una catástrofe en China no me da la sensación de la catástrofe. Es como si yo no fuera el que piensa el asesinato, sino otro. Otro que sería como yo un hombre liso, una sombra de hombre, a la manera del cinematógrafo. Tiene relieve, se mueve, parece que existe, que sufre, y, sin embargo, no es nada más que una sombra. Le falta vida. Que diga Dios si esto no está bien razonado. Bueno: ¿qué es lo que haría el hombre sombra? El hombre sombra percibiría el hecho, pero no sentiría su pesantez, porque le faltaba volumen para

contener un peso. Es sombra. Yo también veo el suceso, pero no lo contengo. Esta debe ser una teoría nueva. ¿Qué diría un Juez del Crimen de conocerla? ¿Se daría cuenta de lo sincero que soy? ¿Mas cree esa gente en la sinceridad? Fuera de mí, de los límites de mi cuerpo, existe el movimiento, pero para ellos la vida mía debe ser tan inconcebible como vivir al mismo tiempo en la Tierra y en la Luna. Yo soy la nada para todos. Y sin embargo, si mañana tiró una bomba, o asesino a Barsut, me convierto en el todo, en el hombre que existe, el hombre para quien infinitas generaciones de jurisconsultos prepararon castigos, cárceles y teorías. Yo, que soy la nada, de pronto pondré en movimiento ese terrible mecanismo de polizontes, secretarios, periodistas, abogados, fiscales, guardacárceles, coches celulares, y nadie verá en mí un desdichado sino el hombre antisocial, el enemigo que hay que separar de la sociedad. ¡Eso sí que es curioso! Y sin embargo, sólo el crimen puede afirmar mi existen­cia, como sólo el mal afirma la presencia del hombre sobre la tierra. Y yo sería el Erdosain, previsto, temido, caracterizado por el código, y entre los miles de Erdosain anónimos que infectan el mundo, sería el otro Erdosain, el auténtico, el que es y será. Realmente, es curioso todo esto. Sin embargo, a pesar de todo existen las tinieblas y el alma del hombre es triste. Infinitamente triste. Mas la vida no puede ser así. Un sentimiento interno me dice que la vida no debe ser así. Si yo descubriera la particularidad de por qué la vida no puede ser así, me pincharía, y como un globo me desinflaría de todo este viento de mentira y quedaría de mi apariencia actual un hombre flamante, fuerte como uno de los primeros dioses que animaron la creación. Con todo esto me he ido a las ramas. ¿Lo veo o no al Astrólogo? ¿Qué dirá cuando me vea llegar otra vez? Quizá me espere. El es, como yo, un misterio para sí mismo. Esa es la verdad. Sabe tanto hacia dónde va como yo. La sociedad secreta. Toda la sociedad se resume en él en estas palabras: sociedad secreta. Otro demonio. ¡Qué colección! Barsut, Ergueta, el Ruñan y yo… Ni expresamente se podía reunir tales ejemplares. Y para colmo, la ciega embarazada. ¡Qué bestia!

El vigilante de la estación pasó por segunda vez ante Erdosain. Remo comprendió que llamaba la atención del hombre y entonces, levantándose, se dirigió hacia la casa del Astrólogo. No había luna. Los arcos voltaicos lucían entre las aéreas enramadas de las boca­calles. De alguna quinta salían los sones de un piano y a medida que caminaba, su corazón se empequeñecía más, oprimido por la angustia que le producía el espectáculo de la felicidad que adivinaba tras de los muros de aquellas casas refrescadas por las sombras, y frente a cuyas puertas cocheras se hallaba detenido un automóvil.

La propuesta

El Astrólogo se disponía a acostarse cuando escuchó pasos en el sendero que condu­cía a la casa. Como el perro no ladró, entreabrió el postigo. Un paralelogramo de luz cortó las tinieblas hasta la cúpula de los granados y por este cajón amarillo vio avanzar a Erdosain, a quien la luz daba de lleno en el rostro.

-¡Qué curioso! -pensó el Astrólogo-. ¡Todavía no me había fijado que este muchacho usa sombrero de paja! ¿Qué es lo que querrá? -Y después de asegurarse que tenía el revólver en la cintura (este movimiento era instintivo en él) abrió la cerradura de la puerta y Erdosain entró.

-Creí que estaba acostado.

-Pase.

Erdosain pasó al escritorio. Todavía estaba allí el mapa de los Estados Unidos con las banderas negras clavadas en los territorios donde dominaba el Ku-Klux-Klan. El Astrólo­go había estado trabajando en un horóscopo porque sobre la mesa estaba la caja de compases abierta. El viento que entraba por la reja movía los papeles, y Erdosain, después de esperar que aquél guardara algunos documentos en el armario, se sentó dando la espalda al jardín.

Ya allí, quedóse mirando el anchuroso semblante del otro, la nariz torcida arrancan­do de la frente tumultuosa, la oreja arrepollada, el pecho enorme contenido dentro de la ropa negra y sin lustre, su cadena de cobre cruzando de parte a parte el chaleco, el anillo de acero con una piedra violeta en su mano de dedos deformes y piel curtida. Ahora que el hombre estaba sin sombrero, se veía que su cabello era crespo, enmarañadísimo y corto. Había estira­do las piernas y cargaba todo el cuerpo sobre los brazos del sillón. Con sus botas sin lustrar parecía un hombre de la montaña, quizás un buscador de oro. ¿Por qué no habían de ser así los buscadores de oro de la Patagonia? -pensó Erdosain-, y sin explicarse su distracción se quedó mirando el mapa de los Estados Unidos y repitiendo mentalmente las palabras que le había escuchado esa tarde al Astrólogo, mientras con el puntero le señalaba los estados fede­rales al Rufián.

-El Ku-Klux-Klan es fuerte en Texas, Ohio, Indianápolis, Oklahoma, Oregón…

-¿Y qué dice, amigo… cómo?…

-¡ Ah, es cierto!… He venido a verle…

-Precisamente yo me iba a acostar. Estuve trabajando en el horóscopo de un imbé­cil…

-Si le molesto me voy.

-No, quédese. ¿Se ha trompeado usted? ¿Qué es lo que le pasa?

-Muchas cosas. Dígame, si usted pudiera… ¿No se va a asombrar de la pregunta?…Si usted, para fundar su logia, es decir, para conseguir los veinte mil pesos que se necesitan, si para conseguir veinte mil pesos usted tuviera que matar a un individuo, ¿usted qué haría?

El Astrólogo se incorporó en la silla, quedando ahora su cuerpo, soliviantado por el asombro, en ángulo recto… Y aunque su cabeza estaba erguida por los pensamientos que en él había suscitado Erdosain, aquélla parecía pesar prodigiosamente sobre sus hombros. Restregóse las manos y escrutó el rostro de Remo.

-¿Por qué se le ocurre, hacerme esta pregunta?

-Es que he encontrado el candidato que tiene veinte mil pesos. Lo podemos secues­trar, y si se niega a firmarnos el cheque lo torturamos.

El Astrólogo frunció el ceño. Ante los enigmas que encerraba esa propuesta, su perplejidad acrecentóse, y con los dedos de la mano izquierda comenzó a hacer girar el anillo sobre el anular de la derecha. La piedra violeta pasaba a cada instante frente a la cadena de bronce, y aunque él mantenía el rostro inclinado, bajo la línea de sus cejas, sus pupilas horizontales escudriñaban el rostro de Erdosain. Y la nariz torcida cobraba en esa posición el vigor de una defensa con el mentón hundido en la negra tela del corbatín.

-A ver, explíqueme todo eso, porque yo no entiendo ni una palabra.

Ahora se había incorporado y su rostro parecía desafiar una lluvia de golpes.

-Es fácil y genial. Mi mujer esta noche se ha ido a vivir con otro hombre. Entonces él…

-¿Quién es él?…

-Barsut, el primo de mi mujer… Gregorio Barsut, vino a verme y a confesarme que fue él quien me denunció a la Azucarera.

-¡Ah!… ¿Fue él quien lo denunció?…

-Sí, y para colmo…

-Pero, ¿por qué motivo lo denunció?…

-¡Qué sé yo!… Para humillarme… En fin, es medio loco. Un individuo que vive frenéticamente. Tiene veinte mil pesos. El padre murió en un manicomio. El va a terminar también allí. Los veinte mil pesos son la herencia de una tía por parte del padre.

El Astrólogo se cogió la frente. Estaba más perplejo que nunca. A él le interesaba el asunto, mas no lo comprendía. Insistió:

-Cuénteme todo con detalle, ordenadamente.

Erdosain recomenzó su relato. Narró todo lo que conocemos. Hablaba despacio, meticulosamente, pues había desaparecido de él esa tensión nerviosa que precedía a la pro­puesta que le hizo al Astrólogo.

Ahora estaba sentado al borde de la silla, la espalda arqueada, los codos apoyados en las rodillas, las mejillas enrejadas por los dedos, la mirada fija en el pavimento. La piel amarilla pegada a los huesos planos del semblante le daba la apariencia de un tísico. Un cúmulo de iniquidades salía de su garganta, sin interrupciones, sordamente, como si recitara una lección estampada al frío en el plano de su conciencia. El Astrólogo, tapados los labios con los dedos, lo escuchaba mirándolo extrañado. Se había imaginado muchas cosas, mas no tantas.

Con una lentitud derivada del exceso de atención para no equivocarse, Erdosain acumulaba angustias, humillaciones, recuerdos, sufrimientos, noches que paso sin dormir, riñas espantosas. Dijo entre otras cosas:

-Le parecerá mentira a usted que yo, yo que he venido a proponerle el asesinato de un hombre, le hable de inocencia, y, sin embargo, tenía veinte años y era un chico. ¿Sabe usted qué clase de tristeza es esa que le hace pasar a uno la noche en un asqueroso despacho de bebidas, perdiendo el tiempo entre conversaciones estúpidas y tragos de caña? ¿Sabe lo qué es estar en un prostíbulo y de pronto contenerse para no llorar desesperadamente? Usted me mira asombrado, claro, veía un hombre raro, quizá, pero no se daba cuenta de que toda esa rareza derivaba de la angustia que yo llevaba escondida en mí. Vea, hasta me parece mentira hablar con precisión como lo hago. ¿Quién soy? ¿Adonde voy? No lo sé. Tengo la impresión de que usted es igual a mí, y por eso he venido a proponerle el asesinato de Barsut. Con el dinero fundaremos la logia y quizá podamos remover los cimientos de esta sociedad.

El Astrólogo lo interrumpió:

-Pero, ¿por qué usted ha procedido siempre así?…

-Eso es lo que yo no sé. ¿Por qué usted quiere organizar la logia? ¿Por qué el Rufián Melancólico continúa explotando mujeres y lustrándose los botines a pesar de tener fortuna? ¿Por qué Ergueta se casó con una prostituta y dejó a la millonaria? ¿Cree usted acaso que yo he tolerado la bofetada de Barsut y la presencia del capitán, porque sí? Aparentemente soy un cobarde, Ergueta un loco, el Rufián un avaro, usted un obsesionado. Aparentemente somos todo eso, pero en el fondo, adentro, más abajo de nuestra conciencia y de nuestros pensa­mientos hay otra vida más poderosa y enorme… y si soportamos todo es porque creemos que soportando o procediendo como lo hacemos llegaremos por fin hasta la verdad… es decir, a la verdad de nosotros mismos.

El Astrólogo se levantó, avanzó hasta Erdosain y, poniéndole la mano sobre la cabe­za, dijo caviloso:

-Tiene usted razón, hijo mío. Nosotros somos místicos sin saberlo. Místico es el Rufián Melancólico, místico es Ergueta, usted, yo, ella y ellos… El mal del siglo, la irreligión nos ha destrozado el entendimiento y entonces buscamos fuera de nosotros lo que está en el misterio de nuestra subconciencia. Necesitamos de una religión para salvarnos de esa catás­trofe que ha caído sobre nuestras cabezas. Me dirá usted que yo no le digo nada nuevo. De acuerdo; pero acuérdese que en la tierra lo único que puede cambiar es el estilo, la costumbre, la substancia es la misma. Si usted creyera en Dios no habría pasado esa vida endemoniada, si yo creyera en Dios no estaría escuchando su propuesta de asesinar a un prójimo. Y lo más terrible es que para nosotros ha pasado ya el tiempo de adquirir una creencia, una fe. Si fuéramos a verlo a un sacerdote, éste no entendería nuestros problemas y sólo acertaría a recomendarnos que recitáramos un Padre Nuestro y que nos confesáramos todas las semanas.

-Y uno se pregunta qué es lo que debe hacerse…

-Ahí está. Lo que debe hacerse. En otras épocas para nosotros hubiera quedado el refugio de un convento o de un viaje a tierras desconocidas y maravillosas. Hoy usted puede tomar un sorbete a la mañana en la Patagonia y comer bananas a la tarde en el Brasil. ¿Qué es lo que debe hacerse? Yo leo mucho, y créame, en todos los libros europeos encuentro este fondo de amargura y de angustia que me cuenta de su vida usted. Vea Estados Unidos. Las artistas se hacen colocar ovarios de platino y hay asesinos que tratan de batir el récord en crímenes horrorosos. Usted que ha caminado lo sabe. Casas, más casas, rostros distintos y corazones iguales. La humanidad ha perdido sus fiestas y sus alegrías. ¡Tan infelices son los hombres que hasta a Dios lo han perdido! Y un motor de 300 caballos sólo consigue distraerlos cuando lo pilotea un loco que se puede hacer pedazos en una cuneta. El hombre es una bestia triste a quien sólo los prodigios conseguirán emocionar. O las carnicerías. Pues bien, noso­tros con nuestra sociedad le daremos prodigios, pestes de cólera asiático, mitos, descubri­mientos de yacimientos de oro o minas de diamantes. Yo lo he observado conversando con usted. Sólo se anima cuando lo prodigioso interviene en nuestra conversación. Y así le pasa a todos los hombres, canallas o santos.

-Entonces, ¿lo secuestramos a Barsut?

-Sí. Ahora hay que ver de qué modo podemos apoderarnos de él y del dinero.

El viento removió el follaje. Erdosain quedó unos segundos mirando la franja de luz que por la ventana entreabierta caía sobre los granados. El Astrólogo había corrido su silla hasta el armario de modo que apoyaba la cabeza en el tablero ocre, y sus dedos jugaron nuevamente con el anillo de acero haciéndolo girar ante sus ojos.

-¿Cómo nos apoderaremos? Es muy fácil. Yo le diré a Barsut que he averiguado dónde se encuentra el capitán con Elsa…

-Sí, eso está bien. Pero, ¿cómo lo ha averiguado usted? Es lo que no va a dejar de preguntarle el otro…

-Diciéndole que me he dirigido a la Dirección del Personal del Ministerio de Guerra.

-Perfecto… muy bien… clarísimo…

Ahora el Astrólogo se había incorporado vivamente y miraba interesado a Erdosain.

-Y con el pretexto de que convenza a Elsa para que vuelva otra vez a mi lado, lo traemos.

-Admirable. Deje que piense un poco. Todo lo que plantea usted… claro… está muy bien. Ah… dígame una cosa, ¿tiene parientes él?

-Salvo mi señora, no.

-¿Y dónde vive?

-En una pensión. La hija de la dueña es bizca.

-¿Qué dirán cuando desaparezca Barsut?

-Podemos hacer esto, que es admirable. Le enviamos a la patrona un telegrama desde Rosario, firmado por él, diciendo que le envíe los baúles a un determinado hotel, donde usted estará viviendo bajo el nombre de Gregorio Barsut.

-Esto mismo. ¿Sabe que usted lo ha estudiado muy bien? Es perfecto el plan. Cierto es que todo se presta, el capitán, las direcciones del Ministerio, no tener parientes, el vivir en una pensión. Es más claro que una jugada de ajedrez. Está bien.

Dicho esto comenzó a pasearse de un lado a otro de la habitación. Cada vez que cruzaba ante la reja de la ventana, el jardín oscurecía o en el armario se volcaba una sombra que llegaba hasta los tirantes del techo. No le faltó razón a Erdosain, cuando dijo que el plan era nítido «como si lo hubiera estampado en una plancha de hierro a miles de libras de presión». Y mientras en la habitación las botas del Astrólogo resonaban sordamente en cada paso, Erdosain se lamentaba ya de que el «plan» fuera tan simple y poco novelesco. Le hubiera agradado una aventura más peligrosa, menos geométrica.

-¡Qué diablo! ¡Esto no tiene gracia! ¡Así cualquiera es asesino!

-¿Y Gregorio no tiene relaciones con la bizca?

-No.

-¿Y por qué usted me habló de ella, entonces?

-No sé.

-¿Y usted no tiene miedo de tener remordimientos después que «eso» suceda?

-Vea, yo creo que eso sólo ocurre en las novelas. En la realidad yo he hecho acciones malas y buenas y ni en un caso ni en el otro he sentido ni la mayor alegría ni el menor remordimiento. Yo creo que se ha dado en llamar remordimiento el temor al castigo. Aquí a uno no lo ahorcan, y sólo los cobardes…

-¿Y usted?…

-Permítame. Yo no soy un hombre cobarde. Soy un frío que es distinto. Razone usted. Si impasiblemente me he dejado llevar la mujer, y abofetear por un individuo que me traicionó, ¿con cuánta más razón asistiré impasiblemente a la escena de su muerte, siempre que ésta no sea una carnicería?

-Cierto. Es muy lógico. Todo en usted es lógico. ¿Sabe usted, Erdosain, que es un ••:.

individuo interesante?

-Lo mismo decía mi esposa. Esto no le impidió irse con otro.

-¿Y usted lo odia a él?

-A veces. Depende. Quizá en mí pueda más la repulsión física que el odio. En ver­dad, odio no, porque nunca podemos odiar a las personas que sabemos son capaces de hacer exactamente las mismas canalladas que nosotros.

-¿Y por qué quiere matarlo, entonces, usted?

-¿Y por qué quiere usted fundar la sociedad?

-¿Y cree usted que ese crimen va a tener alguna influencia en su vida?

-Esa es la curiosidad que tengo. Saber si mi vida, mi forma de ver las cosas, mi sensibilidad, cambian con el espectáculo de su muerte. Además, que tengo ya necesidad de matar a alguien. Aunque sea para distraerme, ¿sabe?

-¿Y usted quiere que yo le saque las castañas del fuego?

-¡Claro!… porque para usted en estas circunstancias, sacarme las castañas del fuego equivale a tener veinte mil pesos para instalar la sociedad y los prostíbulos…

-¿Y cómo se le ocurrió a usted que yo era capaz de hacer «eso»?

-¿Cómo? Hace mucho tiempo que lo he observado. Pero la convicción de que usted era un hombre de embarcarse en una aventura peligrosa se me ocurrió hace un año cuando lo conocí en la Sociedad Teosófica.

-¿A ver?…

-Me acuerdo como si fuera ahora. Una carbonera, a su izquierda, estaba hablando del periespíritu con un zapatero. ¿Usted no se ha fijado qué predilección tienen los zapateros por las ciencias ocultas?

-¿Y?

-En esa circunstancia usted se dirigió a un caballero polaco que mantenía relaciones con el espíritu de Sobiezki.

-No recuerdo…

-Yo sí. El caballero polaco, usted mismo me lo dijo más tarde, era peón de albañil… Usted y el caballero polaco pasaron de Sobiezki a discutir sobre el «sentido de orientación de las palomas» y usted contestó: «Para mí la única importancia que tiene el sentido de orienta­ción de las palomas es servir como intermediarias en un chantage», y allí usted comenzó a explicar… Bueno, cuando usted terminó de hablar, entre el asombro del polaco, la carbonera y el zapatero, yo me dije: este hombre es un audaz en disponibilidad…

-¡Jajá! ¡Qué muchacho es usted!

-Perfecto.

-Usted debe tomar en cuenta esto: es un mecanismo que se desmonta en tres submecanismos que tienen que marchar armoniosamente, aunque son independientes. Vea: El primer mecanismo es el secuestro. El segundo, la estada de usted en Rosario, donde pedirá y recibirá el equipaje con el nombre de Barsut. El tercero, asesinato y procedimiento para hacerlo desaparecer.

-¿Destruiremos el cadáver?

-Claro. Con ácido nítrico o si no con un horno donde… Si es horno hay que tener un mínimo de quinientos grados para carbonizar también los huesos.

-¿Y de dónde ha sacado usted esos datos?

-Ya sabe que soy inventor. Ah, de los veinte mil pesos podemos dedicar una parte para fabricar la rosa de cobre en gran escala. Ya he encargado su fabricación a una familia amiga. Posiblemente uno de los muchachos ingrese en la sociedad. Además, días pasados se me ha ocurrido un cambio electromagnético para la máquina de vapor de Stephenson. Bueno, lo que yo he ideado es cien veces más sencillo. ¿Sabe usted lo que a mí me haría falta? Irme un tiempo afuera, estar en la montaña, descansar y estudiar.

-Y usted podría ir a la colonia que organizaremos…

-¿Entonces está conforme con el plan?

-¡Ah! Una cosa. El dinero, ¿de dónde lo sacó Barsut?

-Hace tres años vendió una propiedad que le tocó en herencia.

-Y lo tiene en caja de ahorros…

-No, en cuenta corriente.

-¿Así que no vive del interés?

-No, lo va gastando de a poco. De a doscientos pesos mensuales. Dice que antes de terminar con esa suma habrá muerto.

-Es curioso. ¿Y qué tipo es él?

-Fuerte. Cruel. El secuestro va a tener que estudiarlo muy bien, porque se defenderá como una fiera.

-Muy bien.

-¡Ah!, antes de que me vaya. ¿Usted le dirá algo de esto al Rufián?

-No. Es un secreto entre nosotros. El Rufián participará como organizador de los prostíbulos, nada más. ¿Usted paga mañana en la Azucarera, no?

-Sí.

-Ahora que me acuerdo, conozco a un impresor. El será quien nos haga la circular del Ministerio de Guerra.

Erdosain paseóse un instante por la habitación.

-El secuestro es fácil. Usted va a Rosario y con un telegrama pide los baúles. Lo que ocurre es que cuando uno se encuentra frente a la comisión de un delito…

-Es que no será el único que cometeremos…

-¿Cómo?…

-Y claro. Otra de las cosas que me preocupa es el mantenimiento del secreto en la sociedad. Yo había pensado lo siguiente. En cada punto del estado habrá una célula revolu­cionaria. El comité central radicará en la capital. Entonces, este comité estaría organizado de la siguiente forma: jefe de capital de provincia, miembro del comité central, jefe del distrito de provincia, miembro del comité de la capital de provincia, jefe de villa principal, miembro del comité del distrito cabeza.

-¿No le parece muy complicado a usted?

-No sé, se estudiaría. Otros detalles de organización que se me han ocurrido son: cada célula dispondrá de un transmisor y receptor radiotelegráfico, siendo además obligación que cada diez asociados adquieran un automóvil, diez fusiles, dos ametralladoras, debiendo a su vez cien miembros costear el precio de un aeroplano de guerra, bombas, etc., etc. Los ascensos serán por disposición del consejo superior, las elecciones de categoría inferior se regirán por votaciones calificadas. Pero es hora de acostarse. Dentro de un rato tiene tren… ¿o se quiere quedar a dormir aquí?

En realidad Erdosain no tenía nada que hacer. Ya el reloj había dado las tres de la mañana y las palabras que pronunciara el Astrólogo pasaron por su entendimiento, casi bo­rrosas. No le interesaba nada. Quería irse, eso era todo. Irse lejos.

Estrechó la mano del otro; el Astrólogo lo despidió en la gradinata y Erdosain, ago­biado, cruzó la quinta. Cuando volvió la cabeza en las tinieblas, la ventana iluminada ponía un rectángulo amarillo suspendido en el centro de la oscuridad.

Arriba del árbol

Amanece. Erdosain avanza por el sendero que bordea la vereda rota junto a las quin­tas. La frescura de la mañana penetra hasta la más remota celdilla de sus pulmones fatigados. Aunque arriba el espacio negrea, y toda esta oscuridad desciende a aproximar las cosas a los ojos, pues las distantes son invisibles en el horizonte. Por el canal de callejones, rojean lenta­mente unas fajas verdegrises.

Erdosain avanza pensando:

-Esto es triste como el desierto. Ahora ella duerme con él.

Rápidamente la claridad aguanosa del alba colma los callejones de vahos blanqueci­nos.

Erdosain se dice:

-Sin embargo, hay que ser fuerte. Me acuerdo de cuando era chico. Creía ver cami­nar, por las crestas de las nubes, grandes hombres con el pelo rizado y chapados de la luz los verticales miembros. En realidad caminaban dentro del país de Alegría que estaba en mí. ¡ Ah!, y perder un sueño es casi como perder una fortuna. ¿Qué digo? Es peor. Hay que ser fuerte, ésa es la única verdad. Y no tener piedad. Y aunque uno se sienta cansado, decirse: Estoy cansado ahora, estoy arrepentido ahora, pero no lo estaré mañana. Esa es la verdad. Mañana.

Erdosain cierra los ojos. Un perfume que no puede discernir si es de nardo o de clavel, riega la atmósfera de un misterioso embalsamiento de fiesta.

Y Erdosain piensa:

-A pesar de todo es necesario injertar una alegría en la vida. No se puede vivir así. No hay derecho. Por encima de toda nuestra miseria es necesario que flote una alegría, qué sé yo, algo más hermoso que el feo rostro humano, que la horrible verdad humana. Tiene razón el Astrólogo. Hay que inaugurar el imperio de la Mentira, de las magníficas mentiras. ¿Ado­rar a alguien? ¿Hacerse un camino entre este bosque de estupidez? ¿Pero cómo?

Erdosain continúa su soliloquio con los pómulos teñidos de rosa:

-¿Qué importa que yo sea un asesino o un degradado? ¿Importa eso? No. Es secun­dario. Hay algo más hermoso que la vileza de todos los hombres juntos, y es la alegría. Si yo estuviera alegre, la felicidad me absolvería de mi crimen. La alegría es lo esencial. Y también querer a alguien…

El cielo verdea a lo lejos, mientras que la poca elevada oscuridad envuelve aún los troncos de los árboles. Erdosain frunce el ceño. De su espíritu se desprenden vapores de recuerdo, neblinas doradas, rieles brillantes que se pierden en el campo de una tarde above­dada de sol. Y el rostro de la criatura, una carita pálida, de ojos verdosos y rulos negros, escapando debajo de un sombrerito de paño, se eleva de la superficie de su espíritu.

Hace dos años. No. Tres. Sí, tres años. ¿Cómo se llamaba? María, María Esther. ¿Cómo se llamaba? La dulce carita ocupa ahora con su temperatura un anochecido espacio de ensueño. ¡Se acuerda de tantas cosas! El estaba sentado a su lado, el viento movía sus rizos negros, de pronto extendió la mano y entre la yema de los dedos tomó la ardiente barbilla de la criatura. ¿Dónde está ahora? ¿Bajo qué techo duerme? ¿si la encontrara, la reconocería? Hace tres años. La conoció en un tren, conversó algunos minutos con ella du­rante quince días, y después desapareció. Eso es todo y nada más. Y ella no sabía que estaba casado. ¿Qué es lo que hubiera dicho de saberlo? Sí, ahora se acuerda. Se llamaba María. ¿Pero importa algo eso? No. Había algo más hermoso en todo aquello, la dulce fiebre que caía de sus ojos a momentos verdes y a momentos pardos. Y su silencio. Erdosain recuerda viajes en ferrocarril; está sentado junto a la criatura que ha dejado caer la cabeza sobre su hombro, él enreda los dedos en los rizos y la criatura de quince años tiembla en silencio. Si ella supiera ahora que él proyecta matar a un hombre, ¿qué diría? Posiblemente no entendiera esa palabra. Y Erdosain recuerda con qué timidez de colegiala levantaba el brazo y apoyaba la mano en sus mejillas ríspidas de barba; y quizá esa felicidad que es la que él perdió es la que se necesita para borrar del semblante humano tanto vestigio de fealdad.

Erdosain se examina ahora con curiosidad. ¿Por qué piensa tantas cosas? ¿Con qué derecho? ¿Desde cuándo los candidatos a asesinos piensan? Y sin embargo, hay algo en él que le da las gracias al Universo. ¿Consiste en humildad o en amor? No lo sabe, pero com­prende que en la incoherencia hay dulzura, se le ocurre que una pobre alma al enloquecer abandona con gratitud los sufrimientos de esta tierra. Y más abajo de esta piedad, una fuerza implacable, casi irónica, le tuerce el labio con un mohín de desprecio.

Los dioses existen. Viven escondidos bajo la envoltura de ciertos hombres que se acuerdan de la vida en el planeta cuando aún la tierra era niña. El encierra también a un dios. ¿Es posible? Se toca la nariz, adolorida por las trompadas que recibió de Barsut, y la fuerza implacable insiste en esa afirmación: El lleva un dios escondido bajo su piel doliente. ¿Pero el Código Penal ha previsto qué castigo puede aplicarse a un dios homicida? ¿Qué diría el Juez de Instrucción si él le contestara: «Peco porque llevo un dios en mí»?

¿Mas no es cierto? Este amor, esta fuerza que él conduce en el amanecer, bajo la humedad de los árboles que gotean rocío en la oscuridad, ¿no es una virtud de los dioses? Y nuevamente de la superficie de su espíritu se desprende el relieve de aquel recuerdo: Una ovalada carita pálida que tenía los ojos verdosos y rulos negros a veces arrollados a la gargan­ta por el viento. ¡Qué sencillo es esto! No necesita decir nada, tan perfecto es su arrobamiento. Aunque nada de improbable tendría que se hubiera vuelto loco pensando en la colegiala bajo los árboles que gotean humedad. Si no, ¿cómo se explica que su alma sea tan distinta a la que lo endemoniaba por la noche? ¿O es que en la noche sólo pueden concebirse pensa­mientos sombríos? Aunque así sea no importa. El es otro ahora. Sonríe junto a los árboles. ¿No es magníficamente idiota esto? El Rufián Melancólico, la Ciega depravada, Ergueta con el mito de Cristo, el Astrólogo, todos estos fantasmas incomprensibles, que dicen palabras humanas, que tienen una palabra carnal, ¿qué son junto a él que apoyado en un poste, junto a un cerco de ligustro, siente el avance de la vida que llega a tocarle el pecho?

Es otro hombre, y por el solo hecho de haber pensado en la criatura que en un vagón de tren dejaba caer la cabeza sobre su hombro. Erdosain cierra los ojos. El acre olor de la tierra le escalofría. Un vértigo sube de su carne cansada.

Otro hombre avanza por el camino. Un silbato bronco llega desde la estación. Otros hombres de gorra o sombrero torcido cruzan a la distancia.

En realidad, ¿qué diablos hace allí? Erdosain guiña un párpado, tiene conciencia de que le está haciendo trampa a Dios, de que representa la comedia de un hombre que no ha podido desviar la maldición de Dios. Sin embargo, ante sus ojos pasan a momentos ráfagas de oscuridad, y una especie de embriaguez sorda se va apoderando de sus sentidos. Quisiera violar algo. Villar el sentido común. Si por allí hubiera una parva le prendía fuego… Algo repugnante abotarga su rostro: son las expresiones torvas de la locura; de pronto mira un árbol, da un salto, alcanza una rama, se aferra a ella y prendiéndose con los pies al tronco, ayudándose con los codos, logra encaramarse hasta la horqueta de la acacia.

Le resbalan los zapatos en la corteza lustrosa, los ramojos le fustigan elásticamente el rostro, alarga el brazo y se coge a una rama, asomando la cabeza por entre las hojas moja­das. La calle, abajo, sigue en declive hacia un archipiélago de árboles.

Está arriba del árbol. Ha violado el sentido común, porque sí, sin objeto, como quien asesina a un transeúnte que se le cruzó al paso, para ver si luego puede descubrirlo la policía. Hacia el este, sobre lo verdinoso del cielo, se recortan fúnebres chimeneas; luego, montes de verdura como monstruosos rebaños de elefantes rellenan los bajos de Bánfield, y la misma tristeza está en él. No es suficiente haber violado el sentido común para sentirse feliz. Sin embargo, hace un esfuerzo y dice en voz alta:

-¡Eh! bestias dormidas: ¡eh!, juro que… pero no… yo quiero violar la ley del sentido común, tranquilos animalitos… No. Lo que quiero es pregonar la audacia, la nueva vida. Hablo desde encima del árbol, no estoy «en la palmera», sino en la acacia: ¡eh! bestias dormi­das.

Rápidamente decrecen sus fuerzas. Mira en redor casi extrañado de encontrarse en semejante posición, de pronto el semblante de la remota criatura estalla en él como una flor, e inmensamente avergonzado de la comedia que representa, baja de la planta. Está vencido. Es un desgraciado.