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"Ven, mi ama Zobeida quiere hablarte"

Por Roberto Arlt

-¿Te llevaré a visitar el palacio de El Menobi?

-No.

-¿Y el palacio de Hach Idris ben-Yelul?

-No.

-¿No deseas conocer una joven de ojos de luna y rostro de diamante?

-No.

-Por Alá -gimió el lameplatos-. ¿No quieres nada, entonces? Piter se irguió ligeramente ante el mármol de la mesa, miró indulgente al desarrapado belfudo que con un fez ladeado sobre la rapada cabeza hacía un cuarto de hora que estaba allí importunándole, y le respondió: -Sí, quiero que me dejes en paz.

El guía miró cavernosamente en rededor, satisfe­cho de que en el Zoco Chico no se encontrara alguien que podía perjudicarle, y confió: -Pues cuídate de ese hombrecillo que te acompa­ñaba ayer. Le ha dicho a un mercader de mi amis­tad que has envenenado a tu mujer.

Piter miró cómo la magra silueta del guía se ale­jaba, perdiéndose tras los tumultos de bobalicones que se movían frente a la ochava del correo inglés. ¿De modo que la historia había corrido? Ahora se explicaba las significativas miradas de la criada del hotel. Y la respetuosa aprensión del hotelero hacia sus maletas. No había sido suficiente abandonar El Havre. La absurda novela del envenenamiento de su mujer le había seguido hasta Tánger. Inútil que le absolvieran de la disparatada acusación. En la ciu­dad no creían en su inocencia. La muerte de su mu­jer volcó sobre su cabeza dificultades innumerables. Y lo más desdichado del caso es que él estaba seguro de que ella no había intentado suicidarse, sino com­poner una farsa dramática que se resolvió siniestra­mente por sí misma.

Buscando la paz, el médico dio un salto hasta Tánger. Sabía que los hombres de la costa no eran hipócritas como sus conciudadanos, pero a pesar de todo no resultaba agradable llevar a las espaldas semejante reputación. Y volvió a preguntarse si se quedaría en Tánger o marcharía a Casablanca o Fez, porque por el momento los señorones del Bit¡ el-Mal no parecía que tuvieran intención de ocuparle. Sin embargo, algunos lo saludaban. Su historia debía andar en todas las bocas.

Piter no experimentó angustia. En aquella ciuda­dela amurallada, de calles tortuosas, de sinagogas sombrías, de mezquitas con ciegos en los pórticos y de freidurías de pescado, en cierto modo era venta­josa una mala reputación. En África, sin honradez, se puede llegar a alguna parte.

Un asno pequeño se detuvo junto a su mesa. Piter le acercó un terrón de azúcar al hocico. El animalito lo recogió alargando el belfo. De pronto apa­reció un campesino que espantó al jumento con grandes movimientos de brazos. Una muchedumbre cubierta de verticales colores cruzaba el zoco de ed-Dajel. Mujeres con pantalones y fumando lar­gas boquillas. Funcionarios con turbante violeta, esclavos de piernas desnudas, aguateros con un odre negro suspendido a un costado, niños de tahona cargando una tabla con panes sobre la cabeza.

Una negra gigantesca como tres barriles encima­dos se detuvo brevemente a su lado. Tenía el rostro cubierto con un paño blanco. Le dijo al tiempo que se inclinaba como recogiendo algo del suelo:

-¿Tú eres el médico? Mi ama Zobeida quiere hablarte. Sígueme.

La negra se alejaba sin volver la cabeza. Piter comprendió que tras la invitación de la esclava se ocultaba una aventura de consecuencias. Dejando un real español en la mesa del bar, se lanzó en per­secución de la mujer. Semejante a una fragata, la negra avanzaba por la empinada callejuela de los Plateros. Algunos mercaderes, sentados con las pier­nas cruzadas sobre cojines a la puerta de sus ten­deretes, la saludaban conceptuosos. Al llegar a una fuente, la negra entró en un corredor enyesado de celeste. La noche caía rápidamente. La esclava, im­perturbable como el destino, seguía su marcha a través del dédalo de pasadizos y Piter andaba tras ella como si en esto le fuera la vida.

Finalmente entraron en una callejuela resplande­ciente. En cada portal un desarrapado freía pesca­do o vendía canela. La callejuela, techada con grue­sos troncos de árboles, estaba cargada de una atmósfera de especias, de queso y cuero en fermen­tación. Hombres de todas las tribus del Maghreb se arrimaban a los mostradorcillos. Las mezquitas mostraban tremendos pórticos donde hormigueaban los fieles; en una esquina dos juglares se batían con espadas de madera estimulados por una multitud de desarrapados. La negra desapareció en la curva de un pasadizo. Nuevamente se encontraba ahora bajo el cielo estrellado. En aquel corredor solitario se veían inmensas puertas claveteadas como la poterna de una fortaleza, y la esclava extrajo una llave de dos palmos de largo de debajo de su manto y se detuvo frente a una puerta. Piter, como si estu­viera soñando, la siguió.

Se encontraron en un jardín. El aire estaba raya­do por los negros troncos de las palmeras. Una gran fragancia de azahares lo llenaba todo. La es­clava desapareció, y de pronto, bajo el enyesado arco abierto al jardín, apareció Zobeida. La cabeza cubierta por un velo, la estatura sorprendente, el rostro de cutis oscuro, aniñado.

-¿Tú eres el médico? -susurró la mujer.

-Sí.

-Entra.

Piter se encontró en una habitación esterillada, el suelo alfombrado cubierto de almohadones. Peque­ñas mesitas laqueadas de rojo ponían al alcance de la mano chucherías de bronce. El aire aromatizaba simultáneamente a sándalo, a jazmín, a incienso y azahar. Piter se sentía embriagado de una esencia misteriosa más sutil, que parecía flotar permanen­temente bajo el volumen de los olores inmediatos. Espingardas de cañones niquelados y culatas con incrustaciones de nácar adornaban las panoplias de los muros. Zobeida le mostró un cojín y Piter se sentó al mismo tiempo que ella. La muchacha cogió un estuche de plata y le ofreció un bombón. Tenía olor de almizcle, sabor de grasa, frialdad de menta. La muchacha se quedó mirándolo largamente, como si aquilatara sus malas virtudes.

Luego:

-¿Tú eres el médico que envenenó a su mujer?

-¿Quién te ha dicho esa mentira? -replicó con suavidad Piter.

Zobeida sonrió. Lo examinaba con tremenda con­fianza.

-Eres hermoso como la buena suerte. ¿Te gus­tan las piedras preciosas?

Tomó un cofrecillo de marfil, hizo girar la llave­cita, levantó la tapa. En un fondo aterciopelado cen­telleaban pequeños cristales azules, gemas de biseles amarillos, poliedros de agua.

Piter, completamente desinteresado del cofrecillo, pues no entendía de piedras preciosas, lo apartó sua­vemente.

-¿En qué puedo servirte?

Zobeida dejó la arqueta y con aquella inmensa intimidad que emanaba de su modo de ser, como si hiciera mucho tiempo que lo conociera a Piter y no dudara de su discreción en los tratos, dijo:

-Necesito un veneno bondadoso como una enfer­medad.

-¿Qué harás con él?

-Dárselo a beber a mi marido.

-¿No te agrada tu marido?

-No.

-Yo no puedo darte veneno. Las leyes me lo pro­híben. Además, te descubrirían y te llevarían a la cárcel. O tu padre, para lavarse de la deshonra, se vería obligado a cortarte la cabeza.

Zobeida se rió.

-En Tánger ya no se corta la cabeza a las muje­res. Te daré un gran puñado de piedras.

-No me interesan las piedras. ¿Quién es tu ma­rido?

-Sidi Fodil, el cambista del Zoco Chico.

-No le conozco.

-Es un mal hombre, de genio vivo. Tiene una joroba en la espalda y un turbante más grande que una piedra de molino en la cabeza.

-No le conozco.

-Ayúdame, tú que tienes la sabiduría. ¿No te soy agradable?

-Es inútil que me insistas, Zobeida.

Ella no se resignaba a no cumplir su deseo. To­mando una rodilla entre sus manos, buscó otro rumbo.

-Embrújale, entonces.

-¿Que le embruje?

-Sí.

Piter iba a negarle la existencia del embrujo, pero pensó que su pretensión iba desencaminada. Ella no entendería sus razones. Fingió.

-¿Qué me darás si lo embrujo?

-Me casaré contigo. Tu me llevarás a Francia y me enseñarás a leer y escribir como saben todas las francesas. Entonces podré salir a la calle sin cubrirme el rostro.

-¿Cómo sabes que soy médico?

-Se lo dijeron a Aischa en el ed-Dajel, cuando tú pasaste la otra noche. Que te escapaste de tu país porque envenenaste a tu mujer.

Piter trató de mirar al fondo de aquellos ojos verdosos.

-¿Te gustaría casarte conmigo?

-Sí.

La negra entró en la habitación. Zobeida le dijo al médico:

-Aischa ha sido mi nodriza.

La esclava habló algunas palabras en árabe con su ama.

Zobeida se puso de pie.

-Tienes que irte. ¿Es cierto que embrujarás a Sidi Fodil?

-Sí. Mañana mismo.

-Bueno; ahora vete. Mañana, Aischa pasará por ed-Dajel a la hora de hoy. Síguela. No le hables.

Y extendiendo sus brazos se colgó de su cuello y le besó las mejillas.

Cuando Piter escuchó que la puerta se cerraba tras él tuvo la impresión de que acababa de des­pertar de un sueño. Echó a caminar como si andu­viera sobre un suelo de algodón. De pronto, de de­bajo de un arco se desprendió el guía que lo había importunado en el zoco. Como siempre, comenzó:

-¿Quieres visitar el palacio de Hach Idris ben­Yelul?

-No. Llévame al Zoco Chico.

Al día siguiente marchó hasta el zoco para cono­cer a Sidi Fodil. En el ed-Dajel no podían traficar simultáneamente dos mercaderes jorobados. Comen­zó a pasearse lentamente, cuando descubrió que un jorobadito, sumamente tieso en la puerta de su comercio, lo observaba. Gastaba, como le había dicho Zobeida, un turbante ridículo.

Piter continuó paseándose por la ancha calle que conducía a las murallas; luego, sin ningún propósito deliberado, volvió sobre sus pasos y se detuvo fren­te al comercio del prestamista; pero, al entornar disimuladamente los ojos se encontró con que el jorobadito lo estaba mirando. Entonces, rápida­mente, le mostró la lengua. El prestamista desen­cajó los ojos; pero Piter, divertido, volvió la cabeza con gravedad hacia otro lado, y el jorobadito se quedó mirando de reojo como si dudara de lo que realmente había visto. Así pasaron algunos minutos. Piter parecía estar aguardando a alguien. De pron­to volvió la vista; el jorobadito estaba allí observán­dolo, y entonces otra vez le mostró un palmo de lengua.

El prestamista enrojeció de furor hasta la raíz de los cabellos, se enderezó hasta empinarse sobre la punta de los pies, pero luego, pensándolo mejor, resolvió no darse por aludido, y mientras gruesas gotas de sudor le bajaban por las sienes, aparentó mirar a su alrededor, como si no reparara en la existencia de Piter. Éste, nuevamente grave, permane­ció en la esquina. Sin embargo, la indignada curio­sidad de Sidi Fodil llegó a ser más potente que su afán de indiferencia, y antes que transcurriera un minuto estaba otra vez clavando la mirada en el médico, que llevándose rápidamente el dedo pulgar a la nariz movió los otros cuatro con el apicarado gesto del “pito catalán”.

Una ráfaga de ira envolvió en su torbellino la jac­tanciosa alma del jorobadito. Olvidó su comercio y también la exigua estatura de su cuerpo. Rechi­nando los dientes, se lanzó a través de la calle, y en aquel mismo momento un gran grito de horror se escapó de los labios de Piter. Un automóvil car­gado de turistas acababa de arrollar bajo sus rue­das al infeliz mercader.