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Sobre la simpatía humana

Por Roberto Arlt

Usted camina por la calle, y todas las personas son aparentemente iguales. Pero dicha gente se pone en contacto con usted y, de pronto, siente que se desconcierta, que la vida de los prójimos es tan complicada como puede serlo la suya, que de continuo, en todas direcciones, hay espíritus que lanzan a toda hora su S.O.S Escribo esto porque hoy me he queda­do caviloso frente a un montón de cartas que he recibido.

Cuando un autor comienza a recibir cartas, no encuentra diferencia entre una y otra. Todas son cartas. Luego, cuando se acostumbra, esta correspondencia va adquiriendo una faz completamente personal. El autor pierde su vanidad, y en cada carta encuentra un tipo interesante de hom­bre, de mujer, de alma…

Hay lectores, por ejemplo, que le escriben a uno cartas de cuatro, cinco, siete, nueve carillas. Usted se desconcierta. Se dice: ¿Cómo, este hombre se ha molestado en perder tanto tiempo en hablarle a uno por escrito? No se trata de un hombre que escribe por escribir, no. Es un in­dividuo que tienen cosas que decirle, un espíritu que va a través de la vida pensando cosas.

Yo he recibido cartas curiosas. En algunas se me plantean casos te­rribles de conciencia, actitudes a asumir frente a la vida, destinos a cortar o reanudar. En otras cartas sólo he recibido una muestra desinteresada y bellísima de simpatía. Son las que más me han conmovido. Gente que no tenía nada qué decirme en especial, como no fuera la cordialidad con que seguían mi esfuerzo cotidiano. Alguien podrá decirme por qué me preocupa esto. Pero así como yo no puedo dejar de escribir sobre un her­moso libro, tampoco puedo dejar de hablar de gente distante que no co­nozco y que, con pluma ágil a veces, o mano torpe otras, se sienta a escri­birme para enviarme su ayuda espiritual.

He abierto una carta de nueve carillas. El autor ha tardado una hora en escribirla, por lo menos. Me he detenido en la carta de una muchacha, que cada quince días me envía unas líneas. No tendrá nada que hacer, o de qué modo se aburrirá para escribirme sincrónicamente sus pensa­mientos de este modo tan matemático. Rompo el sobre de otra, es una esquela que parece escrita con pincel, letra de hombre que manejaría con más habilidad un martillo o un pincel que la pluma. Me envía sus pala­bras sencillas con una amistad tan fuerte que quisiera estrecharle la ma­no. Luego un fino sobre marrón; un encabezamiento: “Mar del Plata”. Me hablan de mi novela; después, dos cartas escritas a máquina; una dac­tilógrafa y un muchacho, ambos deben haber aprovechado un intervalo en la oficina para comunicarse conmigo. Luego, otra con lápiz, luego, otra con un membrete de escritorio comercial, un señor que me propone hacer un distingo sobre dos estados civiles igualmente interesantes…

Y así todos los días, todos los días…

¿Quiénes son estos que le hablan a uno, que le escriben a uno, que durante un momento abandonan, desde cualquier ángulo de la ciudad y la distancia “su no existencia”, y con algunas hojas de papel, con algu­nas líneas, le hacen sentir el misterio de la vida, lo ignoto de la distancia?…

¿Con quién habla uno? He aquí el problema. Si a uno no le escribie­ran nunca, quizá existiera esta preocupación: “No le intereso a la gen­te”. Pero, estos hombres y mujeres siempre novados; estas cartas, que siempre se le acercan en su casi totalidad a vocearle su simpatía, lo in­quietan a uno. Se experimenta el desconcierto de que numerosos ojos le están mirando, porque siempre que uno ha escrito una carta, y sabe que

debe haber llegado, piensa lo siguiente:

¿Qué habrá dicho de lo que le escribí?”

Efectivamente, uno no sabe qué decir. Un lector me dice: “Le envío la presente por simpatizar con su manera de ser hacia el prójimo”. Otro, me pide que me dirija al elemento obrero con mis notas. Otra, hace una parodia de la carta que me fue escrita por el “adolescente que estudiaba lógica”, agregando: “dígale al dibujante que reproduzca el diseño que ilustraba esa nota, agregando a las víboras y a los sapos, un puñado de rosas”.

De pronto, tengo una sensación agradable. Pienso que todos estos lectores se parecen por la identidad del impulso; pienso que el trabajo li­terario no es inútil, pienso que uno se equivoca cuando sólo ve maldad en sus semejantes, y que la tierra está llena de lindas almas que sólo de­sean mostrarse.

Cada hombre y cada mujer encierra un problema, una realidad espi­ritual que está circunscripta al círculo de sus conocimientos, y a veces ni a eso.

Hasta se me ocurre que podría existir un diario escrito únicamente por lectores; un diario donde cada hombre y cada mujer, pudiera expo­ner sus alegrías, sus desdichas, sus esperanzas.

Otras veces, me pregunto:

¿Cuándo aparecerá, en este país, el escritor que sea para los que leen una especie de centro de relación común?

En Europa existen estos hombres. Un Barbuse, un Frank, provocan este maravilloso y terrible fenómeno de simpatía humana. Hacen que seres, hombres y mujeres, que viven bajo distintos climas, se comprendan en la distancia, porque en el escritor se reconocen iguales; iguales en sus im­pulsos, en sus esperanzas, en sus ideales. Y hasta se llega a esta conclu­sión: un escritor que sea así, no tiene nada que ver con la literatura. Está fuera de la literatura. Pero, en cambio, está con los hombres, y eso es lo necesario; estar en alma con todos, junto a todos. Y entonces se tendrá la gran alegría: saber que no se está solo.

En verdad, quedan muchas cosas hermosas, todavía, sobre la tierra.