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La tristeza del sábado inglés

Por Roberto Arlt

¿Será acaso, porque me paso vagabundeando toda la semana, que el sábado y el domingo se me antojan los días más aburridos de la vida? Creo que el domingo es aburrido de puro viejo y que el sábado inglés es un día triste, con la tristeza que caracteriza a la raza que le ha puesto su nombre.

El sábado inglés es un día sin color y sin sabor; un día que “no corta ni pincha” en la rutina de las gentes. Un día híbrido, sin carácter, sin ges­tos.

Es día en que prosperan las reyertas conyugales y en el cual las bo­rracheras son más lúgubres que un “de profundis” en el crepúsculo de un día nublado. Un silencio de tumba pesa sobre la ciudad. En Inglate­rra, o en países puritanos, se entiende. Allí hace falta el sol, que es, sin duda alguna, la fuente natural de toda alegría. Y como llueve o nieva, no hay adonde ir; ni a las carreras, siquiera. Entonces la gente se queda en sus casas, al lado del fuego, y ya cansada de leer Punch, hojea la Bi­blia.

Pero para nosotros el sábado inglés es un regalo modernísimo que no nos convence. Ya teníamos de sobra con los domingos. Sin plata, sin tener adonde ir y sin ganas de ir a ninguna parte, ¿para qué queríamos el domingo? El domingo era una institución sin la cual vivía muy cómo­damente la humanidad.

Tata Dios descansó en día domingo, porque estaba cansado de ha­ber hecho esta cosa tan complicada que se llama mundo. Pero ¿qué han hecho, durante los seis días, todos esos gandules que por ahí andan, para descansar el domingo? Además, nadie tenía derecho a imponernos un día más de holganza. ¿Quién lo pidió? ¿Para qué sirve?

La humanidad tenía que aguantarse un día por semana sin hacer na­da. Y la humanidad se aburría. Un día de “flaca” era suficiente. Vienen los señores ingleses y, ¡qué bonita idea!, nos endilgan otro más, el sába­do.

Por más que trabaje, con un día de descanso por semana es más que suficiente. Dos son insoportables, en cualquier ciudad del mundo. Soy, como verán ustedes, un enemigo declarado e irreconciliable del sábado inglés.

Corbata que toda la semana permanece embaulada. Traje que os­tensiblemente tiene la rigidez de las prendas bien guardadas. Botines que crujían. Lentes con armadura de oro, para los días sábado y domingo. Y tal aspecto de satisfacción de sí mismo, que daban ganas de matarlo. Parecía un novio, uno de esos novios que compran una casa por mensua­lidades. Uno de esos novios que dan un beso a plazo fijo.

Tan cuidadosamente lustrados tenía los botines que cuando salí del coche no me olvidé de pisarle un pie. Si no hay gente el hombre me asesi­na.

Después de este papanatas, hay otro hombre del sábado, el hombre triste, el hombre que cada vez que lo veo me apena profundamente.

Lo he visto numerosas veces, y siempre me ha causado la misma y dolorosa impresión.

­Caminaba yo un sábado por una acera en la sombra, por la calle Al­sina -la calle más lúgubre de Buenos Aires- cuando por la vereda opues­ta, por la vereda del sol, vi a un empleado, de espaldas encorvadas, que caminaba despacio, llevando de la mano una criatura de tres años.

La criatura exhibía, inocentemente, uno de esos sombreritos con cin­tajos, que sin ser viejos son deplorables. Un vestidito rosa recién plan­chado. Unos zapatitos para los días de fiesta. Caminaba despacio la ne­na, y más despacio aún, el padre. Y de pronto tuve la visión de la sala de una casa de inquilinato, y la madre de la criatura, urea mujer joven y arrugada- por las penurias, planchando los cintajos del sombrero de la nena.

El hombre caminaba despacio. Triste. Aburrido. Yo vi en él el pro­ducto de veinte años de garita con catorce horas de trabaja y un sueldo de hambre, veinte años de privaciones, de. sacrificios estúpidos y del sa­grado terror de que lo echen a la calle. Vi en él a Santana, el personaje de Roberto Mariani.

Y en el centro, la tarde del sábado es horrible. Es cuando el comer­cio se muestra en su desnudez espantosa. Las cortinas metálicas tienen rigideces agresivas.

Los sótanos de las casas importadoras vomitan hedores de brea, de benzol y de artículos de ultramar. Las tiendas apestan a goma. Las ferre­terías a pintura. El cielo parece, de tan azul, que está iluminando una fac­toría perdida en el África. Las tabernas para corredores de bolsa perma­necen solitarias y lúgubres. Algún portero juega al mus con un lavapisos a la orilla de una mesa. Chicos que parecen haber nacido por generación espontánea de entre los musgos de las casas-bancas, aparecen a la puerta de “entrada para empleados” de los depósitos de dinero. Y se experimenta el terror, el espantoso terror de pensar que a estas mismas horas en varios países las gentes se ven obligadas a no hacer nada, aunque tengan ganas de trabajar o de morirse.

No, sin vuelta de hoja; no hay día más triste que el sábado inglés ni que el empleado que en un sábado de éstos está buscando aún, a las doce de la noche, en una empresa que tiene siete millones de capital, ¡un error de dos centavos en el balance de fin de mes!