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La decadencia de la receta médica

Por Roberto Arlt

Parodiando a Rudyard Kipling, diré:

-¿Hay algo más notable que escuchar a un médico hablar mal de un farmacéutico? Sí; y es escuchar las opiniones de un farmacéutico acer­ca de un médico.

Gente notable, cavilosa y embrollona esta de los boticarios.

Sobre todo ahora, que triunfa el específico; sobre todo ahora que ha sonado la hora de la decadencia de la receta.

Yo recuerdo haberme extasiado numerosas veces con esos folletos de truhanerías farmacéuticas que comienzan con el sacramental “antes después”.

En el “antes”, aparece un sujeto escuálido, mostrando los doscien­tos huesos que tiene el cuerpo humano y echando el alma por la boca, mientras dirige un gracioso visaje de moribundo a un frasco que, en una vitrina, promete la resurrección.

En el “después”, aparece el individuo a que se refiere el prospecto, que es el mismo personaje, pero rollizo, rodeado de un enjambre de cria­turas, y sonriendo afablemente al dicho frasco del anuncio, mientras que, a través de una ventana del dibujo, se ve correr a una multitud de dolien­tes hacia el boliche donde venden la mencionada panacea.

Ayer, quiero decir hace veinte años, llegaba de España un farruco, trabajaba de lavapisos cinco años en una farmacia, al cabo de los cinco años, y después de haber dado hartas muestras de fidelidad y honradez a su amo, éste lo ascendía a lavabotellas y ayudante en el laboratorio, y el sujeto entraba a manipular los ácidos, y a preparar recetas aplican­do, en ausencia de su amo, inyecciones escasas, y opinando ya sobre las dolencias, que en tren de consulta venían a exteriorizar las lavanderas de la vecindad.

Después de varios años de trastienda, y cuando ya conocía bien el oficio, o mejor dicho, “cuando le había tomado la mano”, instalaba una botiquita en un barrio distante, ponía dos frascos, uno con agua verde y otro con agua roja, en él despacho. En la vidriera que daba a la calle, un bote con alcohol y, flotando en el alcohol, una víbora venenosa, y en la entrada del laboratorio una frase en latín que tomaba del Manual del Perfecto Idóneo.

Realizados todos estos trámites, destinados a ofrecer una suficiente idea de sus conocimientos médico-farmacéuticos, el ex lavapisos se daba a la dificultosa tarea de vender ácido bórico, jabón de palo, barras de azufre para los “aires”, manito “para los chicos”, licor de Las Hermanas “para las señoras”, vela de baño, untura blanca, tintura de yodo, magnesia, algodón, polvo de arroz y Agua Florida, a la que después reem­plazó el Agua Colonia. Y pare de contar.

El farmacéutico no sólo tenía la ocupación de vender el agua de su pozo -que, siempre que fuera profundo, lo enriquecía- sino que ade­más, como era el personaje más respetable del barrio, “el más sabio”, era también el que recibía las confidencias de todas las personas. Ejem­plo: concurría a la farmacia una señora enferma ya de cuidado. El far­macéutico comprendía que, recetando por su cuenta, se metía en camisa de once varas, y entonces, le decía a la señora:

-Vea, yo podría despacharle a usted una receta; podría, pero no quie­ro hacerle gastar. Hágase ver por un médico. Yo no soy de esos farma­céuticos que, para vender algo, son capaces de estropearle la salud a la clienta.

A las veinticuatro horas caía la damnificada con un tendal de rece­tas, y, entonces, el alquimista de verdad (pues convierte el agua del pozo en oro) le decía:

-¿Ha visto, señora, cómo yo tenía razón en decirle que se hiciera revisar del médico? ¡Cuántas veces me he quedado pensando en esas visitas misteriosas que hacen los maridos a la farmacia a la hora en que no “hay nadie que curiosee en las puertas”! Esas consultas en que el damnificado mira tor­vamente en redor; el farmacéutico lo hace pasar a la rebotica, corre la cortinilla de terciopelo deshilachado y se queda conferenciando un rato con el hombre que propone y no dispone.

¡Era linda, antaño, la vida de farmacéutico! Era linda y productiva. Bastaba tener un pozo de agua, ser amable, curanderesco y taimado, pa­ra llenarse la bolsa de patacones auténticos.

Tengo simpatías por los farmacéuticos. Son gentes que tienen cono­cimientos para poder fabricar bombas de dinamita, que a veces se ocul­tan bajo una pastilla de menta; y ello me merece un profundo respeto.

Pues bien, en la actualidad, todo esa gente está de capa caída. A me- ‘. nos de vender cocaína, se muere de hambre.

La profesión ha sido muerta por el específico.

Hoy, ningún médico receta preparados que, con razonable ganan­cia, se podrían confeccionar en la farmacia. Todos administran específi­cos, remedios que ya vienen preparados. Basta tomar el catálogo de una industria química, para darse cuenta de que se preparan remedios para la tos, el reumatismo, la apendicitis, el cáncer, la locura, y el diablo a cuatro. Y el farmacéutico está reducido a la simple condición de despa­chante de frascos con un montón de estampillas fiscales y aduaneras, que no le dejan sino “un margen del quince por ciento”, es decir, quince cen­tavos por cada peso; cuando antes, por una receta que costaba quince centavos, cobraban un peso y treinta y cinco.

Hoy los farmacéuticos languidecen. En la provincia llevan una vida de batalla con los médicos, pues entrambos se arrebatan los escasos en­fermos; y aquí, en la ciudad, se aburren, en las puertas de sus covachue­las, contemplando la balanza de precisión y un alambique que pasó por las manos de cuatro generaciones de farmacéuticos, sin que ninguno lo usara.