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El relojero

Por Roberto Arlt

Si hay un oficio raro es indudablemente el de relojero, ya que los reloje­ros no parecen haber estudiado para relojeros sino que han aparecido sobre el mundo conociendo la profesión.

Y no me falta razón.

Conversando hoy con un desconocido, en un ómnibus -señor que re­sultó ser relojero, relojero auténtico, y no ladrón de relojes-, me decía este señor:

-El oficio de relojero no se aprende. Se trae en la sangre. Y después de traerlo en la sangre, hay que hacer práctica un infinito número de años para dominar perfectamente los mecanismos, ya que de otro modo se pueden echar a perder en vez de componerlos.

De acuerdo con su criterio, le respondí:

-Un relojero será una especie de bicho raro, un “avis rara”, como de­cía Asnorio Salinas.

-No señor, nada de eso. Al contrario; el oficio abunda tanto que para darse cuenta de ello no tiene más que leer las páginas de avisos de los diarios. No se piden nunca relojeros. Y no se piden porque sobran. La profesión está echada a perder. Con decirle que yo he estado nueve meses sin trabajo, bus­cando empleo de relojero, y eso que soy oficial. Por fin ahora me he acomo­dado, y me dedico a la especialidad de despertadores.

-¿Cómo? ¿En el oficio hay especialidades?

-Sí, señor. Ponga usted por ejemplo a un hombre que antes de ser re­lojero ha trabajado de herrador de caballos. Por más práctica que tenga es inútil, no servirá para el trabajo fino y delicado, para componer y refaccio­nar relojes pulseras de señoras, que tienen las piezas microscópicas. A mí me ha pasado lo mismo. Antes de ser relojero fui remachador de calderas, y na­turalmente, la mano estaba un poco viciada.

-Sí, se explica.

-Ahora bien; yo soy un hombre prudente y no me meto en camisa de once varas, de ahí que mi especialidad sean los relojes despertadores.

-¿Y se gana?

-Poco.

Después que me aparté del latoso relojero, me quedé pensando en este gremio misterioso y dueño del tiempo.

Y me quedé pensando, porque más de una vez, recorriendo las calles, me detuve, perplejo, ante un portal, mirando un sujeto que casi siempre tenía con­dición israelita, y que con un tubo negro en un ojo, remendaba relojes como quien echa medias suelas a un botín. Y no sé de dónde se me ocurrió la idea de que los relojeros, en el fondo, debían ser todos medios anarquistas y fa­bricantes de bombas de reloj.

Porque en las novelas de Pío Baroja, los relojeros si no son anarquistas son filósofos. Y un relojero filósofo o anarquista no queda mal. En Rusia, al menos en la época del zarismo, todos los relojeros eran sindicados como semirrevolucionarios.

Y es que en el fondo el trabajo de componer relojes es un trabajo filo­sófico.

Ante todo se necesita la paciencia de un beato o de un angélico, para ape­chugar con tanta minucia y preocuparse de que ande bien por cierto tiempo, nada más.

Luego, cierta tristeza de vivir.

Porque recordarán ustedes que ese trabajo de corcovado, y de cíclope, ya que el sujeto trabaja con un solo ojo, es agobiador.

Casi todos los relojeros son pálidos, lentos en modales, silenciosos. Las estadísticas policiales no dan nunca un relojero criminal. Me he fijado dete­nidamente en este fenómeno.

A lo mucho, cuando se irritan en sus hogares, le dan dos puntapiés a la mujer. Pero en ese caso la mujer tiene que ser muy perversa. Si no, no se des­mandan jamás.

No les trae el malo ni el buen vino. Cruzan por la vida como entes mon­jiles, misteriosos, cautos, llenos de un silencio de oro.

Y es que en otros tiempos el oficio de relojero era un trabajo lleno de con­diciones misteriosas, y casi sagradas. Si no me equivoco, Carlos V, cuando se desilusionó del mundo y sus pompas, se fue a estropear relojes a un con­vento.

Y los astrólogos del pasado conocían este arte mecánico y casi mágico. Recuérdese que bajo el reinado de Iván el Terrible, fue un relojero el que con­feccionó un aparato para volar; y que el papa Silvestre III también era relo­jero de afición y tenía en sus jardines un pájaro mecánico, que cantaba des­de un árbol de esmeralda. Cierto es que Silvestre III gozaba de fama de ser un poco mago y cultivador de la ciencias ocultas, pero en esa época todo ar­te un poco delicado recibía el nombré de brujería.

De allí que los relojeros actuales sientan en sus almas esa especie de nos­talgia del prestigio que les rodeó en tiempos de la clavícula del Rey Salomón.

Hoy, los relojeros medran en esta ciudad a costa de duras penas. Salvo los aristócratas de la relojería, el resto se ve relegado a innobles cuchitriles don­de tienen que lidiar con relojes baratos y de “serie”, llenos de defectos, y que requieren un trabajo espantoso para evitar que den las doce antes de hora.

Han descendido en categoría, y casi se les puede equiparar a los remen­dones de portal a ellos que han “necesitado nueve años de estudio teórico y práctico”.